Authors: Endo Shusaku
—No. —La voz del samurái era aguda.
—Estáis seguros, ¿verdad?
El samurái miró al suelo en silencio.
—Eso es todo. —El señor Tsumura sonrió por primera vez—. Sé que los mercaderes que os acompañaron en el viaje se convirtieron allí al cristianismo. Pero como lo hicieron por necesidad, para aumentar sus ganancias, fueron perdonados apenas formularon por escrito su renuncia al cristianismo. Pero vosotros sois samuráis. Por eso me interesa particularmente vuestro caso.
Matsuki, sentado junto al señor Tsumura, todavía apartaba la vista; sin embargo, de algún modo, el samurái tenía conciencia de su mirada. Recordó con repugnancia las palabras que había pronunciado Matsuki cuando salieron de Ciudad de México.
—Debéis reconocer —continuó el señor Tsumura— que el punto de vista de Su Señoría y del Consejo de Ancianos ha cambiado. El dominio ya no favorece la llegada de naves extranjeras ni busca ganancias comerciales. Hemos abandonado nuestro deseo de comerciar con Nueva España.
—Entonces —dijo el samurái con voz estrangulada—, las circunstancias en que fuimos elegidos como emisarios también...
—Los tiempos han cambiado. Sé que vuestro largo viaje debe de haber sido una amarga experiencia. Pero el Consejo de Ancianos ya no desea relaciones con Nueva España. No necesitamos grandes barcos que atraviesen el océano.
—Entonces... Nuestra misión...
—Ya no tenéis ninguna misión.
El samurái trató de evitar que sus rodillas temblaran. Sofocó el grito de furia que se alzaba en su garganta y sus sentimientos de pena y dolor. Lo que el señor Tsumura decía con tal indiferencia era que su viaje había carecido de todo sentido y que no había servido a ningún fin. Entonces, ¿para qué habían cruzado los ilimitados desiertos de Nueva España, para qué habían viajado por España y habían ido a Roma? Y Tanaka Tarozaemon, enterrado en la espesura cerca de Veracruz, la muerte de Tanaka, ¿para qué había servido?
—Yo... —El samurái todavía miraba al suelo—. Nishi Kyusuke y yo nunca imaginamos semejante cosa.
—No había forma de que lo supierais. El Consejo de Ancianos no tenía cómo informaros.
Si no hubiera habido nadie más presente, el samurái se habría echado a reír por la futilidad de sus esfuerzos. Nishi, que estaba sentado, como el samurái, con la cabeza baja y los puños apretados sobre las rodillas, exclamó de pronto, con el rostro ceniciento:
—¡Hemos sido unos estúpidos!
—No ha sido vuestra culpa —dijo con amabilidad el señor Tsumura—. Las órdenes del Shogun contra el cristianismo han cambiado todo.
—¡Yo me he convertido al cristianismo!
Ante la exclamación de Nishi, el señor Tsumura alzó bruscamente la vista. El frío invadió la habitación. En el silencio, Matsuki volvió la mirada hacia los emisarios por primera vez.
El señor Tsumura preguntó suavemente:
—¿Es verdad? Esto es...
—No lo hicimos por convicción —dijo el samurái, tratando desesperadamente de contener a Nishi, que parecía a punto de gritar algo más—. Pensamos que nos ayudaría a cumplir nuestra misión.
—¿También vos os habéis convertido, Hasekura?
—Sí. Pero, como los mercaderes, tampoco nosotros fuimos sinceros.
El señor Tsumura miró en silencio al samurái y a Nishi con sus ojos penetrantes. Finalmente hizo un gesto a sus acompañantes y uno de ellos salió de la habitación. El señor Tsumura se puso de pie y los demás le siguieron. Sus ropas crujieron. Matsuki fue el último en salir. Se detuvo un instante, miró rápidamente al samurái y salió.
Solos, el samurái y Nishi permanecieron sentados en la postura formal, con las manos apoyadas sobre las rodillas. En la tranquila habitación el sol caía sobre el suelo de madera.
—Yo... —las lágrimas afloraron a los ojos de Nishi— he dicho algo que no debía decir.
—Está bien. El Consejo de Ancianos lo habría descubierto de todos modos.
El samurái pensó decirle a Nishi: «comprendo por qué lo has dicho», pero resolvió no hacerlo y calló. También él hubiese querido arrojar su pena y su amargura al señor Tsumura, al Consejo de Ancianos que había detrás de él y a los grandes poderes que había más allá del Consejo de Ancianos.
—¿Qué nos ocurrirá ahora?
—No lo sé. Eso debe decidirlo el señor Tsumura.
—¿Es ésta —dijo Nishi sonriendo entre sus lágrimas— la recompensa que merecemos?
«No, éste es nuestro destino», murmuró una voz dentro del samurái. El destino que ya estaba determinado cuando el galeón había partido de Tsukinoura. El samurái pensó que sabía esto desde hacía mucho tiempo.
Nishi y el samurái dejaron a Yozo y a los demás servidores en Tsukinoura y partieron con el señor Tsumura y su séquito para informar de su viaje al Consejo de Ancianos y para entregar al Inspector Religioso una declaración escrita en que abjuraban del cristianismo. Todo esto se hizo de acuerdo con las órdenes del señor Tsumura.
El castillo de Su Señoría había sido agrandado durante su ausencia. Había una nueva torre blanca junto al foso y en la entrada una puerta que, según se decía, se había traído desde el castillo de Nagoya, en Kyushu. En el interior, una serie de murallas de piedra curvadas como hojas de espada y de barricadas con siniestras aspilleras para los cañones obstruían el paso. Dejaron solos a Nishi y al samurái en uno de los edificios.
La madera del suelo tenía un brillo sombrío. Aunque era mediodía, la habitación estaba a oscuras y no se oía el menor ruido. No había otro mobiliario que una escalera casi perpendicular en el extremo opuesto.
—Me cuesta soportar esta oscuridad —murmuró Nishi.
—¿Qué queréis decir?
—En los edificios de Nueva España y de España entraba el sol. No se parecían a este castillo. Todos sonreían cuando se les hablaba. Aquí no podemos hablar ni sonreír cuando queremos. Ni siquiera sabemos dónde está Su Señoría. —Nishi suspiró—. Mientras vivamos no podremos escapar de esta oscuridad. Aquí un anciano magistrado vive como un anciano magistrado, un general como un general y un cabo como yo vivirá toda su vida como un cabo.
—Quizás hemos visto... cosas que no deberíamos haber visto.
Así era realmente el Japón. Un muro con ventanas tan estrechas como troneras, para vigilar a quienes se acercaban y no para contemplar el amplio mundo. El samurái deseaba hablar con el señor Shiraishi. El señor Shiraishi o el señor Ishida no los mirarían despiadadamente como hacía el señor Tsumura. Comprenderían por qué los emisarios no habían logrado cumplir su misión y les dirían cálidas palabras de agradecimiento.
Los pasos que se acercaban no eran ni del señor Shiraishi ni del señor Ishida. Entraron el inspector religioso, el señor Otsuka, y un oficial. El anciano inspector, tan consumido como el tío del samurái, preguntó una vez más a los dos hombres por qué se habían convertido al cristianismo.
—Porque nuestra misión en Nueva España y en España habría sido imposible de cumplir si no nos convertíamos —explicó el samurái. Cuando terminó su informe acerca de Velasco y de la muerte de Tanaka, dijo: — Todo fue por el bien de nuestra misión. Nos convertimos como una formalidad. Y lo mismo hicieron nuestros servidores.
—¿Y no tenéis ahora ninguna fe?
—En ningún momento la tuvimos.
—Será mejor que escribáis eso en vuestro juramento de abjuración. Ponedlo por escrito. —El señor Otsuka miró compasivamente a los dos hombres y repitió: — Ponedlo por escrito. —El oficial puso ante los hombres pequeñas carpetas con papel y pinceles e hizo que escribieran sus juramentos.
Mientras lo hacía, el samurái pensaba en aquel hombre feo y demacrado colgado de la cruz. Ese hombre que se habían visto obligados a mirar todos los días y todas las noches, en todos los pueblos y todos los monasterios que habían visitado durante su largo viaje. Él no había sentido jamás el menor deseo de adorar a ese hombre. Sin embargo, todos los disgustos que estaba sufriendo se debían a Él. Ese hombre trataba de alterar el destino del samurái.
Cuando terminaron de escribir el juramento de abjuración, salieron del edificio y fueron conducidos a otro donde se reunía el Consejo de Ancianos. Pero no estaba presente ninguno de los ancianos magistrados. Tres oficiales escucharon fríamente lo que el samurái y Nishi dijeron acerca del viaje. De sus bocas no surgió la menor expresión de gratitud o simpatía. Aparentemente el Consejo de Ancianos les había impartido la orden de tratar de esa manera a los dos emisarios.
—¿No se ha recibido ningún mensaje del señor Shiraishi o del señor Ishida? —preguntó el samurái, incapaz de contenerse. Uno de los oficiales informó que no tenía noticias de un mensaje semejante y que no era necesaria una audiencia con esos hombres. Luego añadió:
—Durante cierto tiempo no se os permitirá que os veáis. —Explicó que se trataba de una orden del Consejo de Ancianos.
—¿Por qué no podremos vernos? —Nishi apretó los puños y se acercó al oficial.
—El dominio ha decidido que quienes se han convertido al cristianismo, por la razón que sea, no podrán mantener relaciones entre sí —declaró el oficial, con una leve sonrisa en los labios. Luego les dijo que eran libres de regresar al templo y a sus hogares.
Era evidente, por las palabras del oficial y por el trato recibido, que todo el castillo consideraba que la llegada de los emisarios era un fastidioso acontecimiento que convenía dejar pasar en silencio. Y ellos estaban convencidos de que los ancianos magistrados no deseaban concederles audiencia. Nadie los acompañó a la puerta. Descartados como inútiles piedrecillas, el samurái y Nishi salieron del edificio. El sol que se filtraba a través de los árboles caía sobre el sendero de grava y las aspilleras miraban fijamente a los dos hombres. No sabían en qué parte del castillo moraba Su Señoría. Quizá ni siquiera estaba enterado de su regreso.
Mientras descendían por la rampa que llevaba hasta la puerta principal, el samurái murmuró de pronto para sus adentros: «Las tierras de Kurokawa...». El señor Ishida le había prometido que se ocuparía del feudo de Kurokawa cuando concluyera su misión. El señor Shiraishi y el señor Ishida debían de saber que habían vuelto. ¿Por qué no les concedían una audiencia?
Regresaron a su habitación, pero casi no tenían fuerzas para examinar su situación. Ya no comprendían nada. Mañana, junto con sus servidores, volverían a sus feudos.
—De modo que no podremos vernos durante un tiempo —dijo el samurái, parpadeando—. Es una orden y debemos obedecer. Estoy seguro de que terminarán por recobrar el buen sentido.
—No puedo comprenderlo. El trato que nos ha dado el Consejo de Ancianos es deplorable.
El joven Nishi siguió pronunciando vanas palabras y fútiles quejas hasta que cayó la noche.
Después de la cena, Nishi se sentó en el suelo abrazando sus propias rodillas. A su lado, el samurái escribía su diario de viaje a la luz de una vela. Cada carácter que escribía llevaba a su memoria un torrente de recuerdos, y diversas escenas con sus colores y fragancias volvían a la vida. El diario estaba saturado de penas y emociones que no acertaba a expresar —por completo. La llama de la vela fluctuaba con un diminuto crujido seco de vez en cuando.
Llegó un visitante. Su sombra, semejante a la de un pájaro, se movió por la pared, manchada por el agua de viejas lluvias que se colaba por el techo. Era Matsuki Chusaku.
—He venido a... despedirme. —Matsuki se apoyó contra la pared, evitando, como antes, sus miradas. Quizá se sentía culpable por no haber compartido el destino de sus camaradas, quizá simplemente no podía soportar verlos en su presente situación.
Como ninguno de los dos dijo nada, Matsuki prosiguió:
—Desde ahora en adelante, debéis actuar como si el viaje nunca se hubiera realizado.
—Yo no puedo. —Los ojos de Nishi estaban llenos de resentimiento—. Sé que habéis sido designado inspector asistente del Consejo de Ancianos. Es un notable progreso. Nosotros no tenemos la esperanza de ascender en el mundo tan hábilmente como vos, señor Matsuki.
—Nishi, cuidad vuestra lengua. Os dije muchas veces en el barco que los miembros del Consejo tenían diferentes opiniones acerca del viaje, y que el señor Shiraishi disentía del señor Ayugai. Os lo advertí reiteradamente. Pero no me habéis escuchado.
—¿Qué ha sido del señor Shiraishi? —preguntó el samurái, tratando de suavizar la discusión—. ¿Es todavía el miembro principal del Consejo?
—Ya no forma parte de él. Ahora gobierna el dominio la facción del señor Ayugai.
Nishi hizo una mueca y lanzó otro ataque.
—¿Por eso nos han tratado así? No hemos recibido una palabra de agradecimiento del Consejo.
Matsuki miró a Nishi con frío desdén.
—En eso consiste el gobierno.
—¿El gobierno? ¿Qué significa, exactamente, «gobierno»?
—El nuevo Consejo de Ancianos debe rechazar toda la política del señor Shiraishi y su partido. Lo que el señor Shiraishi planeaba debe eliminarse por completo. Y lamentablemente... las personas que simbolizan esos planes deben ser rechazadas aunque no hayan recibido la menor advertencia. Así es el mundo del gobierno.
—Soy un cabo... No sé nada del gobierno. Lo único que he hecho es cumplir las órdenes que recibí y servir como emisario... —Nishi bajó la vista y sus hombros empezaron a temblar. Matsuki desvió la cabeza para no mirar a su antiguo colega.
—Escuchad, Nishi —murmuró, casi como si lo consolara—. ¿Todavía creéis que habéis sido un emisario? ¿Aún no habéis comprendido que sólo habéis sido un muñeco vestido de emisario?
—¿Qué queréis decir? ¿Un muñeco? —Sobrecogido por la sorpresa, el samurái habló con voz más fuerte de lo que se proponía.
Matsuki parpadeó.
—El objetivo principal de Edo y de nuestro dominio no ha sido nunca el comercio con Nueva España. Lo comprendí cuando regresé al Japón...
—Entonces, ¿cuál...?
—Escuchad. No tenían la menor intención de abrir paso a los misioneros cristianos. Edo utilizó a nuestro dominio para que aprendiéramos a construir grandes barcos y a navegar con ellos. Y las rutas oceánicas. Por eso iban en el galeón los marineros japoneses. Nosotros y los mercaderes éramos un mero recurso para evitar las sospechas de los extranjeros. Y por eso no enviaron emisarios de alta graduación. Designaron simples cabos que podían morir o pudrirse por el camino sin que a nadie le importara.
—¿Y eso es el gobierno? —Nishi se golpeaba furiosamente las rodillas con los puños—. ¿Ésa es la noble conducta del gobierno?