El samurái (33 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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Cuando comprendió que nadie podía decirle qué deseaban esos extranjeros, una rápida expresión de remordimiento pasó por los ojos del Papa. Había allí creyentes de todo el mundo que esperaban la celebración de la Pascua, y el Papa no podía demorarla por unos asiáticos. No se podía ignorar al rebaño por una sola oveja. En voz baja ordenó que la silla avanzara.

—¡Por favor! —suplicaron por última vez los japoneses. El cortejo siguió adelante. El Papa volvió a sonreír y dio la bendición a los nobles y clérigos que lo rodeaban. Todos alzaron y bajaron la cabeza. Y ante el altar el cardenal Borghese hizo una reverencia cuando recibió al Sumo Pontífice...

Velasco aguardaba al cardenal en una cámara de la basílica de San Pedro. No había pedido una entrevista al cardenal sino que había sido llamado.

La diminuta cámara estaba tranquila, fresca y solitaria. El suelo era de mármol con incrustaciones, y decoraba el cielo raso un fresco que representaba al arcángel san Miguel con las alas desplegadas y espada en mano. Pero la pintura estaba resquebrajada y le faltaba la fuerza de las obras de Miguel Ángel.

Velasco sabía por qué lo había convocado el cardenal. Toda Roma sabía ya que los japoneses se habían conducido indecorosamente en presencia del Papa, y era comprensible que se reprendiera a Velasco por no haberlos contenido. «¿Cómo hubiera podido hacerlo?»

Velasco sabía mejor que nadie cómo había sido la prueba que los japoneses habían soportado. Por eso había sido incapaz de refrenarlos cuando se lanzaron a través de la multitud gritando con voces llenas de dolor. Y él mismo hubiese querido expresar toda la amargura de su corazón. No tenía excusa, pero incluso si el cardenal Borghese lo reprendía, no sentía remordimientos por haber obrado así.

Oyó pasos a la distancia. El cardenal Borghese, con su capelo rojo y su gran manteo, entró fatigadamente y se sentó en una silla. Lo acompañaba un joven sacerdote de mirada firme.

—Ya sé por qué me habéis llamado. —Antes de que el cardenal pudiera hablar, Velasco inclinó la cabeza y se dispuso a excusarse—. También sé que soy responsable del error de los japoneses. Pero como han padecido tantos sufrimientos...

—No os he llamado para acusaros de nada —interrumpió el cardenal—. Cuando conté en detalle la historia al Santo Padre, sintió profunda compasión por los emisarios.

Velasco bajó la vista en silencio. La compasión no requería respuesta. Ni los emisarios ni él habían atravesado medio mundo para merecer compasión.

—Os he llamado —el cardenal miró con tristeza a Velasco— para saber si todavía os queda un atisbo de esperanza. Si es así, debéis abandonarla.

—Ya había abandonado la esperanza después de hablar con vos. —Velasco advirtió desafío en su propia voz.

—No, todavía no lo habéis hecho —murmuró el cardenal, con expresión sombría—. Porque todavía no sabéis nada.

El sacerdote que le servía como secretario sacó un folio de papel de una carpeta que tenía en la mano.

—El Vaticano ha recibido hace dos días una carta del virrey de las Filipinas. Conviene que la leáis.

Velasco tomó el papel amarillento y bajó la vista hacia las letras que parecían saltar hacia él. Mientras lo hacía, el cardenal mantenía las manos unidas.

—Debéis ceder. Como esa carta explica, ahora el rey del Japón ha ordenado la expulsión de todos los sacerdotes y misioneros del país. Prohíbe que de ahora en adelante desembarquen allí nuevos misioneros. Vos y los emisarios japoneses... debéis ceder.

La carta era un documento oficial de noviembre de 1614. La firma del virrey Juan de Silva se retorcía al final como un enano. Con inusitada compostura, Velasco cerró los ojos. Ante ellos desfilaban las imágenes del debate de los obispos, en Madrid. El obispo de cara de buitre que había leído la carta de Macao.

—El Vaticano ya no puede correr nuevos riesgos. No podemos alentar a España o a Portugal a comerciar con los japoneses si éstos rechazan o persiguen a los cristianos. Debéis comprender que, en estas circunstancias, la carta que traen los embajadores carece de sentido.

«Oh, Señor, hágase tu voluntad.» Trató de recordar la plegaria. «Si así es la voluntad de Dios, obedeceré. Mi plan no forma parte de la historia que Dios ha escrito. Ahora lo veo claramente.» Oyó una risa. Lejos, a gran distancia, oía una risa de mujer.

—Morirán. —La palabra cayó de los labios de Velasco como un medicamento de la boca de un enfermo—. Cuando conozcan esta noticia —dijo Velasco al cardenal, que lo miraba con suspicacia—, no tendrán más remedio que darse muerte.

—¿Por qué? —El cardenal parecía más enfadado que sorprendido—. ¿Por qué harían una cosa así?

—Son samuráis. Se les ha enseñado a morir cuando se hiere su honra.

—Han cumplido su misión. Y son cristianos, ¿no es verdad? No les está permitido el suicidio.

Velasco odió fugazmente la cara de incomprensión del prelado. Eso le impulsó a intimidar a su interlocutor.

—En última instancia, es el Vaticano quien les obliga a cometer el grave pecado del suicidio.

—¿No podéis detenerlos?

—Yo... ya no lo sé. —Velasco movió la cabeza—. Si tan sólo el Vaticano quisiera... al menos... ayudarles a recuperar su propia estima...

—¿Qué es lo que pedís?

—Una audiencia con el Papa. Que sean tratados como embajadores.

—Aunque concediera audiencia a los japoneses, no podría acceder a sus peticiones. Nuestra política ya está establecida.

—No os pido que lo hagáis. Pero los emisarios son... patéticos. Una audiencia con el Papa, sólo para restaurar su honor y su orgullo. —Las lágrimas cayeron sobre su gastado hábito—. Eso es todo..., todo lo que pido.

Era el día en que el Papa recibiría a los emisarios japoneses. Después de la misa y el desayuno en el monasterio, los emisarios se vistieron por primera vez con las ropas ceremoniales que habían traído consigo para las audiencias formales.

El coche enviado por el cardenal ya los estaba esperando a la puerta del monasterio. Como no era una audiencia oficial, no había guardias, aunque tres cocheros de librea se alineaban en el pescante del coche negro con adornos dorados. Mientras se despedían de los monjes y de sus servidores, el samurái, sentado junto a Tanaka, Nishi y Velasco, miró por la ventanilla del coche a Yozo, que lo contemplaba con las manos unidas como si pidiera algo a los dioses.

Yozo parecía alentar al samurái a no abandonar la esperanza hasta el fin. Parecía decir que seguiría a su amo adondequiera que fuese. Pero el samurái no esperaba nada de la audiencia. Era sólo una ceremonia que marcaba el final de su largo viaje.

Sin embargo, la actitud de Yozo conmovió profundamente al samurái. Tal como se sentía, abandonado y traicionado, el samurái pensaba que ese hombre que le había servido fielmente desde la infancia era el único en quien podía confiar. Parpadeando, lo saludó con un gesto de la cabeza.

El coche se puso en marcha. Los cascos de los caballos repicaron seca y rítmicamente sobre las calles pavimentadas. Los tres emisarios guardaban silencio. Dos meses antes, la perspectiva de un encuentro con un rey o con el Papa les hubiera parecido un glorioso sueño. Para cualquier samurái rural que jamás había visto siquiera a Su Señoría, era un acontecimiento inimaginable.

Pero ninguno de ellos sentía alegría ni entusiasmo. Los emisarios sabían que la audiencia había sido concedida por un cardenal compasivo que había cedido a las súplicas de Velasco. Comprendían que se trataba de un elaborado gesto destinado a suavizar su obligada resignación. Y luego su viaje habría terminado. Sólo les quedaría por delante un largo, fútil y vacío viaje de regreso.

Los pinos de Roma se alineaban a ambos lados de la calle. El repiquetear de los caballos se tornó más rápido. Vieron a lo lejos la cúpula de la basílica de San Pedro recortada contra un cielo nublado. El coche salió de la calle Palleone por la calle Borgo y entró en la plaza.

—Cuando aparezca el Papa —repitió una vez más Velasco—, tocad tres veces el suelo con vuestra rodilla izquierda, y mirad a sus pies.

Cuando pasaron por el portal de hierro, a la derecha de la basílica, los guardias vestidos de rojo y armados con lanzas los saludaron. El coche se detuvo; un hombre con medias blancas y peluca plateada abrió inexpresivamente la puerta y miró con frialdad a Velasco y a los emisarios.

Subieron los escalones de piedra y recorrieron un pasillo con suelo de mármol pulido y brillante flanqueado por oscuras estatuas de bronce.

Dos sacerdotes los aguardaban al final del pasillo y en silencio condujeron a los cuatro hombres a una antecámara. Había frescos en las paredes y lujosos sillones con brazos dorados sobre una muelle alfombra.

Los cuatro hombres esperaban que sonara una campanilla. Les habían dicho que debían entrar en la cámara de audiencias cuando la oyeran.

—Yo entraré primero —repitió Velasco—. Luego me seguiréis en fila: el señor Tanaka, luego el señor Hasekura y luego el señor Nishi.

Les pareció que pasaba largo tiempo. Tanaka y el samurái se sentaron y cerraron los ojos; Nishi se ajustó la toca. Después de una eterna espera, sonó la campanilla a lo lejos y se abrió la puerta.

—Recobrad el ánimo, Nishi —dijo suavemente Tanaka. Su voz estaba llena de compasión; no parecía en ese momento el Tanaka habitual.

Sacerdotes de alta jerarquía aguardaban de pie a los lados del salón de los cardenales donde debía celebrarse la audiencia. Detrás de Velasco, los tres hombres avanzaron entre esa profusión de vestiduras y capelos. Sentían cientos de ojos clavados en ellos. El Papa estaba sentado en una silla alta; sólo él llevaba un sombrero blanco.

Era un hombre bajo y grueso y miró a los emisarios con amabilidad y afecto. No tenía en modo alguno el aire augusto de un rey de reyes, y casi parecía dispuesto a levantarse de su silla para acudir a su encuentro.

Velasco se detuvo e hincó la rodilla izquierda en el suelo. Los tres japoneses trataron de imitarlo, pero Nishi se tambaleó un instante y el samurái se apresuró a sostenerlo. El cardenal Borghese, de pie junto al Papa, se inclinó y murmuró un comentario a su oído.

—Leedla..., la carta de Su Señoría —urgió Velasco a Tanaka, que parecía atontado. Tanaka sacó la carta y la desplegó.

—«Humildemente nos presentamos ante el gran señor de la Tierra, Su Santidad Pablo V, Papa de Roma.»

Tenía la garganta seca y el samurái advirtió que le temblaban las manos.

—«Velasco, sacerdote de la orden de San Francisco, ha venido a nuestro país y nos ha explicado el cristianismo. Ha visitado nuestro dominio y me ha enseñado los misterios de la fe cristiana. Como resultado, he logrado comprender por primera vez el sentido de esa fe y he decidido abrazarla. Pero en este momento, a causa de graves circunstancias..., no puedo todavía cumplir mis deseos.»

Tanaka vaciló. Cada vez que su colega se interrumpía, el samurái reñía la sensación de un vacío. No era posible que los clérigos reunidos en la sala de audiencias pudieran comprender las palabras ni la importancia de la carta que Tanaka leía, sólo perceptibles para Velasco y para los emisarios.

—«Por lo tanto, a causa de mi amor y respeto a los sacerdotes de esta iglesia, deseo construir catedrales y hacer todos los esfuerzos posibles para propagar la bondad. Si Su Santidad considera necesario que se haga algo para difundir las leyes sagradas de Dios, lo haré en mi reino. Yo mismo cederé los fondos y tierras necesarios para evitar toda preocupación a Su Santidad.»

«¡Basta!» El samurái reprimió la palabra. «Basta.» Quería evitar que el pobre Tanaka continuara esa ridícula farsa. Las palabras insensatas de esa carta. El hombre del sombrero blanco escuchaba en silencio. Él y el cardenal Borghese parecían soportar sin dificultades la absurda escena.

—«Aunque Nueva España está muy lejos de nuestro país, deseo entrar en relaciones con ella, y suplico la intercesión de Su Santidad para que me sea posible cumplir este anhelo.»

Cuando Tanaka logró llegar al fin de la carta, indecorosas gotas de sudor resbalaban por su frente. Velasco esperó a que Tanaka entregara la carta y luego dio un paso adelante para hacer la traducción.

Luego, inesperadamente, el Papa se puso de pie. Ese gesto no era parte del curso normal de la ceremonia y en la sala se advirtió una leve conmoción. Todos los prelados miraron al Papa.

—Yo —Pablo V se inclinó y se dirigió a los emisarios, con voz llena de aflicción— os prometo que rezaré en la misa durante los próximos cinco días... por el Japón y por cada uno de vosotros. Creo que Dios no abandonará al Japón.

El Papa miró fijamente a los emisarios. Luego impartió la bendición y, acompañado por el cardenal Borghese y otros tres cardenales, desapareció en el salón contiguo.

Bajo la atenta mirada de los asistentes, los emisarios y Velasco se retiraron a la antecámara. Cuando la pesada puerta se cerró, los cuatro hombres se dejaron caer en los sillones. Los cuatro estaban sumidos en sus pensamientos. En el doloroso silencio, Velasco apoyó las manos en las rodillas e inclinó la cabeza.

Capítulo 9

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