El samurái (37 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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Capítulo 10

Despertó justo antes del alba. Sus ojos nublados enfocaron lentamente el rostro de Yozo. Yozo sonreía como una madre que mira a su niño, y por su expresión el samurái comprendió lo que iba a decir.

—¡Oh!

Saltó de la cama y sacudió a Nishi Kyusuke, todavía dormido.

—¡Es Rikuzen...! —Anegaba las palabras un torrente de emoción.

Los japoneses subieron corriendo a cubierta. El sol brillaba sobre la superficie cristalina del mar y la teñía de anaranjado. Muy cerca vieron una isla familiar. Más allá de la isla estaba el monte Kinka, velado por una niebla rosada. En la montaña crecían en profusión árboles familiares; unos pescadores subían sus barcas a la playa.

Durante cierto tiempo nadie habló; miraban la isla, la playa, las barcas.

Su euforia era decorosa. No vertieron una sola lágrima. Aunque habían pensado mucho en ese momento, era como si la escena fuese todavía parte de sus sueños. La habían visto una y otra vez a lo largo de su viaje.

Un marinero chino, desde un mástil, señaló una isla y gritó algo. Quizá decía que habían llegado. Quizá les decía que esto era Tsukinoura.

Todos los hombres estaban en silencio, inmóviles. Miraban abstraídos el contorno de su tierra natal, que se movía lentamente ante sus ojos, y saboreaban sus propios recuerdos y sentimientos. El único ruido era el sordo golpeteo de las olas contra el casco. Las olas brillaban como fragmentos de cristal y desaparecían. Las gaviotas rozaban la espuma y giraban hacia arriba como hojas al viento.

Entre todos los recuerdos del viaje, el samurái evocaba ahora el momento de la partida. La jarcia crujía, las olas golpeaban el casco del galeón y las gaviotas se alejaban por encima de la borda, como ahora. Él había sentido en ese momento que un destino imprevisto estaba a punto de empezar y ahora ya se había cumplido y regresaba. ¿Cómo podía ser que sólo sintiera fatiga y vacío, en lugar de alegría? ¿Había visto demasiadas cosas, y por eso le parecía ahora que nada había visto? ¿Había tenido demasiadas experiencias y por eso ahora le parecía que nada había experimentado?

—¡Guardias! —gritó alguien. En el extremo opuesto del puerto apareció una barca con un gallardete: la insignia del dominio. Entre sus ondulaciones se veía la pequeña figura de un guardia que miraba hacia el galeón. Detrás de esa barca venían otras dos, impulsadas por remeros. Cuando se acercaron, el guardia se cubrió los ojos con la mano y estudió los rostros de los japoneses que lo miraban. Después de un rápido intercambio de palabras, el hombre comprendió la situación.

Los japoneses bajaron en las embarcaciones y pronto vieron mejor la bahía de Tsukinoura. En los promontorios que la rodeaban había cabañas techadas con paja. Más atrás vieron un pequeño torii con un gallardete rojo. Los niños corrían. Era una escena inconfundiblemente japonesa.

—¡Estamos en casa...!

Por primera vez sintió intensa emoción. Instintivamente, miró el rostro de Nishi. Luego, los de Yozo, Ichisuke y Daisuke.

—¡Las costas del Japón! —Nishi respiró hondo y no pudo decir más.

Cuando pisaron la playa cubierta de algas negras, una límpida ola cubrió los pies de los japoneses. Durante un momento permanecieron con los ojos cerrados, como para saborear la sensación del agua en los pies. Varios soldados se acercaron, se detuvieron y los miraron con sospecha. Luego uno de ellos les habló.

—¿Habéis vuelto? —el hombre corrió por la playa levantando arena. Aferró las manos del samurái y de Nishi—. ¿Habéis vuelto?

No se les había notificado el retorno de los emisarios. Como no había barcos que volviesen al Japón, Nishi y el samurái habían permanecido en Luzón durante más de un año, y las cartas que habían enviado por intermedio de Macao nunca habían llegado al Japón. Los oficiales y soldados estaban asombrados por su inesperada llegada y no sabían qué hacer.

En comparación con la escena espectacular del día de la partida, ahora todo parecía muy tranquilo. La única bienvenida que recibieron Nishi y el samurái fue la de los oficiales y soldados, los niños que los miraban desde lejos y el rumor de las olas que bañaban lánguidamente la playa. El samurái miró hacia donde había estado el galeón, semejante a una gran fortaleza, que debía llevarlos a Nueva España. Ahora sólo se extendía ante sus ojos la brillante superficie del agua. También había habido numerosos trabajadores y decenas de pequeños botes, llenos de carga, amarrados en la playa. Todo eso había desaparecido.

Acompañados por los soldados se dirigieron al templo donde habían pasado la noche de la partida. Nada había cambiado. El sacerdote se acordaba de ellos y los condujo a una habitación. Cuando el samurái miró las alfombrillas de paja, de color castaño rojizo al sol, pensó bruscamente en Tanaka Tarozaemon. Nishi, Tanaka, Matsuki y él habían pasado la noche en esas alfombrillas. Tanaka y Matsuki ya no estaban con ellos. La miserable tumba de Tanaka estaba en la espesura, cerca de Veracruz. Sólo habían traído de él un mechón de pelo y algunos recortes de uñas.

Los oficiales entraban y salían de su habitación. No tenían un momento para descansar. Ya había salido de Tsukinoura un mensajero a caballo para informar al Consejo de Ancianos de su regreso. Nishi y el samurái estaban dispuestos a ir al castillo al día siguiente si el Consejo los llamaba.

Todo, literalmente, les traía dulces recuerdos. El olor de una habitación japonesa, los muebles, la bandeja colocada ante ellos: eran las cosas que habían soñado durante mucho tiempo. En la habitación vecina, algunos de los servidores lloraban mientras tocaban los pilares de madera.

El sacerdote y los oficiales escuchaban con aire de incredulidad a Nishi, que describía lo que había visto en el extranjero. Hablaba de edificios construidos con piedras apiladas unas sobre otras y de catedrales que llegaban hasta el cielo, pero le resultaba difícil hacerse entender. Trataba de describir los desiertos de Nueva España, tan vastos que se podía caminar días y días sin ver otra cosa que cactos y agaves. Pero de nada servía.

—El mundo —dijo Nishi con una sonrisa de resignación— es más grande de lo que os imagináis aquí en el Japón.

Cuando Nishi terminó su narración, el sacerdote y los oficiales se refirieron a los acontecimientos ocurridos en el dominio después de su partida. Aproximadamente en el momento en que los emisarios partían de Roma, se había desarrollado en el Japón la última gran batalla. El Shogun retirado había aniquilado al clan Toyotomi. Afortunadamente, Su Señoría sólo había enviado tropas para la retaguardia en la capital, y no había participado en el combate de Osaka. El anciano magistrado Ishikawa había muerto en la batalla. Más o menos en ese momento los mercaderes y marinos que habían acompañado a los emisarios regresaron a Nagasaki por Luzón. Habían dejado el gran galeón en Luzón y retornado en otra nave extranjera.

—¿El señor Matsuki también?

El oficial asintió. Dijo a los emisarios que Matsuki había sido designado inspector asistente del Consejo de Ancianos después de su regreso al Japón. Era una gran distinción para un cabo.

¿Y el edicto contra el cristianismo?, hubiese querido preguntar el samurái. Y también habría deseado saber si el señor Shiraishi y los demás responsables de su envío a Nueva España todavía conservaban su poder en el Consejo de Ancianos. Pero estas preguntas no salieron de su garganta ni de la de Nishi. Sentían por algún motivo que era necesario evitarlas y ni los soldados ni el sacerdote les dijeron una palabra al respecto.

Llegó la noche. Se acostó al lado de Nishi, pero la intensidad de sus emociones le impidió dormir. El único ruido era el rugido de las olas a lo lejos. Era su primera noche en el Japón durante los últimos cuatro años. El samurái tuvo la vivida imagen del aspecto que tendría la llanura dentro de cinco o seis días. El rostro de Riku que lo miraría sin una palabra; las caritas de sus hijos mientras se echaban en sus brazos. Pensó en la carta que acababa de escribir: «Escribo de prisa. Hemos llegado a Tsukinoura. Todo marcha bien. Apenas concluyamos nuestra tarea iremos enseguida a casa. Me gustaría daros más detalles, pero...».

Nishi se agitó en su cama; tampoco él podía dormir. Cuando el samurái tosió suavemente, Nishi murmuró:

—Todavía no puedo creer que estemos en casa.

—Tampoco yo. —La respuesta del samurái era tanto un quejido como un suspiro.

La tarde del día siguiente volvió el mensajero. Traía órdenes del Consejo de Ancianos.

Los emisarios, sentados en la postura formal, escucharon las instrucciones. El oficial informó que debían permanecer en Tsukinoura hasta que llegaran los ancianos magistrados; no debían encontrarse con miembros de sus familias hasta ese momento, ni enviarles correspondencia.

—¿Quién ha dado esas órdenes? —preguntó el samurái, con el rostro arrebatado.

—El señor Tsumura Kageyasu.

El señor Tsumura, como el señor Shiraishi, el señor Ayugai y el señor Watari, era uno de los ancianos magistrados. Si él había dado las órdenes, no había más que obedecerlas.

—No debéis preocuparos. —El oficial se apresuró a consolar a los dos emisarios—. Los mercaderes y los marinos que regresaron fueron sometidos a la misma investigación.

Estaba más allá de toda comprensión. Todos sabían que habían viajado a países distantes como emisarios de Su Señoría. Ciertamente, los ancianos magistrados lo sabían. Era mortificante recibir el mismo trato que los comerciantes y los marinos.

Además, la actitud de los oficiales cambió de inmediato; dejaron de visitar la habitación de los emisarios. Por su conducta era evidente que se les había ordenado no confraternizar con ellos.

—Es como estar en la cárcel. —La furia brillaba en los ojos de Nishi mientras miraba desde la galería exterior.

Sentado en su habitación, a la luz del poniente, el samurái tuvo tiempo para meditar por qué se les trataba de esa manera. ¿Era porque no habían cumplido su misión como emisarios? Pero si explicaban que no habían cumplido su misión porque no había sido posible, sin duda el Consejo de Ancianos quedaría satisfecho.

Pasaron tres días sin salir del templo. La mañana del tercer día, uno de los oficiales irrumpió en la habitación y anunció:

—Hoy vendrá el señor Tsumura.

Esa tarde el samurái, Nishi y sus servidores se pusieron en fila frente al templo para esperar la llegada del séquito del señor Tsumura. Pronto oyeron relinchos de caballos y ruido de cascos en el sendero que subía de la playa al templo. Aparecieron los sombreros de bambú del señor Tsumura y de cinco o seis de sus acompañantes. El samurái y Nishi inclinaron las cabezas, pero el anciano magistrado pasó sin decir palabra y desapareció en el templo.

Tuvieron que esperar largo rato. Probablemente el señor Tsumura estaba examinando los nombres de cada individuo, el número de miembros del grupo, los detalles del regreso. Finalmente un oficial salió para llamarlos y los dos emisarios entraron para ser interrogados.

Cuando entraron en la habitación donde estaba el señor Tsumura, el anciano magistrado los miró fijamente. Sus ojos, templados en numerosas batallas, eran vivos y penetrantes. Entre los tres asistentes que lo acompañaban, el samurái descubrió la delgada figura de Matsuki Chusaku, a quien no veía desde Ciudad de México. A la vez sorprendido y esperanzado, el samurái miró a Matsuki, pero por alguna razón su antiguo colega mantuvo la cara vuelta hacia otro lado, evitando la mirada del samurái.

—Habéis cumplido bien vuestro largo viaje. Estoy seguro de que deseáis retornar a vuestros hogares tan pronto como sea posible. —El señor Tsumura empezó con cortesía—. Pero desde el año pasado el Shogun ha ordenado que el dominio interrogue a todas las personas que vienen del exterior. Debéis comprender que éste es mi deber.

El señor Tsumura preguntó luego si el barco de los emisarios había venido directamente a Tsukinoura sin hacer escala en Nagasaki o en Sakai. El samurái respondió que la nave había desembarcado carga en una isla situada frente a la costa de China y llamada Taiwan y que luego se había dirigido hacia el norte en su camino de regreso a Nueva España.

¿Había en el barco alguien que pareciera un misionero o un monje? ¿Había alguna indicación de que alguien pudiera haber entrado furtivamente en el Japón durante la navegación?

—No.

El señor Tsumura hacía una pregunta tras otra y, gradualmente, la expresión del anciano magistrado y el tono de sus observaciones hicieron comprender al samurái la severidad de los edictos contra el cristianismo que el dominio había promulgado durante su larga ausencia. Inquieto, se preguntó si deberían admitir abiertamente que se habían convertido al cristianismo en España.

—¿Qué ha sido de Velasco?

—Nos separamos de él en Manila.

—¿Qué hace Velasco en Manila? ¿No ha dicho si volvería al Japón?

El samurái sacudió la cabeza con decisión. Por supuesto recordaba las declaraciones que había hecho Velasco en Ciudad de México y en Manila, pero pensó que no debía mencionarlas en ese momento.

—El dominio ya no necesita a Velasco. Edo ha prohibido la práctica del cristianismo en todas las regiones del Japón. Su Señoría no permite que nadie difunda las enseñanzas cristianas en nuestro dominio. Velasco no es una excepción.

El sudor corría por la frente del samurái. Sentía a su lado que las rodillas de Nishi temblaban.

—¿Alguno de vuestros servidores se convirtió al cristianismo?

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