El samurái (17 page)

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Authors: Endo Shusaku

BOOK: El samurái
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—Para mí eso no supone diferencia, pero...

Comprendiendo que el verdadero deseo del virrey era ver a esos fastidiosos japoneses muy lejos de Ciudad de México, vertí un poco de agua para cebar la bomba.

—¿Podríamos entonces solicitar vuestra ayuda para que ellos puedan viajar a España?

—No puedo negarme si eso es lo que desean. Pero decidles por favor que el viaje desde aquí hasta la costa oriental está plagado de peligros.

—¿Peligros? ¿Qué queréis decir?

—¿No lo sabíais? Ha estallado un levantamiento indio cerca de Veracruz. Y no disponemos de fuerzas suficientes para ofrecer una escolta a los emisarios.

Era la primera noticia que yo tenía de tal levantamiento. Para viajar a España era indispensable ir primero al puerto de Veracruz en el Atlántico. Y una tribu indígena estaba incendiando pueblos, derribando las mansiones de los amos e incluso matando sacerdotes en las cercanías de Veracruz.

—No podemos quedarnos aquí un año. —Tanaka, sin comprender, exigía una solución—. El Consejo de Ancianos nos ha ordenado que regresemos el próximo invierno.

—Se lo diré al virrey.

Por supuesto, no lo hice. Pensé rápidamente. Dos eran las finalidades de este viaje: que yo obtuviera mi obispado y dar a nuestra orden, y no a los jesuitas, el privilegio exclusivo de hacer proselitismo en el Japón. Para conseguirlas debía viajar a España pese a todos los peligros. Porque sólo el cardenal de España podía designarme obispo.

—Aunque haya riesgos desean ir a Veracruz. Asumen toda la responsabilidad. —Ahora le mentía también al virrey—. Me gustaría señalar que, si bien algunas personas se oponen aquí al comercio con el Japón, éste ciertamente no carece de sentido. Nuestros enemigos Inglaterra y Holanda se están esforzando por lograr acuerdos comerciales con el Japón.

Expliqué al virrey las mismas cosas que le había dicho al arzobispo y observé que los protestantes de Holanda e Inglaterra ponían ahora sus ojos en el Japón, puesto que habían descubierto que allí se podían obtener grandes cantidades de plata y estaño a precios muy bajos; pero que el rey del Japón quería comerciar con Nueva España y no con la colonia española de Manila; y que como los jesuitas interferían en las relaciones comerciales con Manila, convenía que de ahora en adelante nuestra orden actuara como intermediaria.

—Os agradecería que avisarais a España que nuestra orden ha logrado bautizar a un gran número de japoneses en Ciudad de México.

Sus ojos fríos brillaron por primera vez.

—Mi informe no os hará daño. —Me dio una suave palmada en el hombro—. Parece que hubierais escogido una profesión equivocada, padre. Deberíais ser diplomático y no misionero.

Sentía pena por los emisarios, que salieron totalmente desanimados de la residencia del virrey, pero yo daba gracias a Dios y estaba muy satisfecho.

Era casi mediodía cuando regresamos, y otra vez recibimos las aclamaciones de la multitud a nuestro paso.

—Puesto que no hay otro medio —dije a los emisarios—, iré solo a España y trataré de traer una respuesta favorable.

No dijeron nada. No estaban enfadados; simplemente no sabían qué hacer. Paso a paso, se movían exactamente en la dirección que yo deseaba...

Los emisarios retornaron desalentados al monasterio. Cuando descendían del coche, un indígena emergió de la muchedumbre y tironeó con insistencia de la manga del samurái. La coleta le colgaba a la espalda; en sus ojos ardía una luz singular. Cuando el samurái se detuvo, asombrado, el hombre le dijo algo en voz baja. El samurái no le oyó por el clamor de la gente, y el hombre repitió sus palabras.

—Yo soy... japonés.

El samurái perdió el habla por la sorpresa. Aunque había oído decir que allí había un japonés, no había imaginado que pudiera encontrarlo tan pronto y en un sitio tan inesperado. El hombre aferró con fuerza la manga del samurái y permaneció inmóvil, como si quisiera aspirar el olor del Japón de las ropas y el rostro del samurái. Finalmente una especie de gemido brotó de sus labios mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y rodaban por sus mejillas.

—Vivo en el pueblo de Tecali —dijo en seguida—. Pero por favor no digáis nada a los padres. Yo era sacerdote, pero he abandonado el cristianismo.

Entonces el hombre advirtió que Velasco se acercaba y añadió de prisa:

—Tecali está cerca de Puebla. Tecali.

Y desapareció entre la muchedumbre. Cuando el desconcertado samurái recobró la compostura, buscó al hombre entre los espectadores. El rostro cubierto de lágrimas lo miraba sonriente.

Cuando regresaron a la habitación, el samurái contó a los demás emisarios lo ocurrido. Los ojos de Nishi brillaron.

—¡Vamos a Tecali! ¡Podríamos utilizar a ese hombre como intérprete!

—¿Creéis que podemos ir sin que Velasco se entere? —dijo sarcásticamente Tanaka—. No podemos hacer nada sin Velasco. Todo sale como ese bastardo quiere.

—Por eso necesitamos un intérprete propio.

—No podríamos utilizarlo. —Matsuki meneó la cabeza—. ¿Acaso no pidió que no habláramos de él a los padres porque ha abjurado del cristianismo?

Como siempre durante esas discusiones, el samurái permaneció en silencio en un ángulo de la habitación. No hablaba, puesto que no tenía el hábito de expresar sus sentimientos con palabras, y además a causa de la timidez característica de la gente de la llanura. En él estaba constantemente presente la idea de que discutir, así como albergar sentimientos desagradables hacia otra persona, sólo podía aumentar el dolor. Un hombre no hablaba de sus ideas o sentimientos mientras no los hubiera pesado cuidadosamente. Esta era la naturaleza de los campesinos de la llanura, y el samurái era como ellos.

—Entonces, ¿debemos permanecer pasivos y hacer solamente lo que el señor Velasco nos dice?

Ni Tanaka ni Matsuki tenían respuesta para la pregunta de Nishi. Ninguno de ellos podía decidir qué camino era más conveniente.

—¿Nos quedaremos en Ciudad de México?

Nishi repitió desafiante la pregunta como para vengarse de los constantes reproches de Tanaka.

—El señor Velasco ha dicho que iría solo a España.

—Velasco no tiene ninguna intención de ir solo a España. —Matsuki movió la cabeza—. Interiormente está seguro de que iremos con él.

Los otros tres volvieron su atención a Matsuki. Al samurái le disgustaban el sarcasmo y las palabras burlonas de Matsuki, pero reconocía la perspicacia de su mente.

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Tanaka.

—Poneos en su lugar —respondió Matsuki—. Desde el punto de vista de Velasco, es una excelente idea llevar a España a los emisarios del Japón, entrar con gran pompa en la capital y poner de relieve su éxito ante sus superiores y sus camaradas. Ya podéis imaginar qué se propone si recordáis qué orgullosamente pisa la Ciudad de México desde que ha convertido al cristianismo a los mercaderes. España es el país natal de Velasco. En la capital de ese país, convertirá al cristianismo a los emisarios japoneses y nos exhibirá ante el rey, los altos dignatarios y los prelados, y conseguirá de ellos cuanto desea. Esa es su intención.

—Entonces sería mejor que ignoráramos las presiones de Velasco y no fuéramos a España. —Nishi miró a los demás.

—Pero —dijo el samurái como para sus adentros— si vamos a España podremos ayudar a establecer relaciones entre el Consejo de Ancianos y Nueva España...

Tanaka, que estaba con los brazos cruzados, asintió.

—Lo que dice Hasekura es verdad. Sea lo que fuere lo que Velasco se propone, nuestra prioridad es cumplir nuestra misión.

—Yo no estoy tan seguro. —En la cara de Matsuki había una leve sonrisa—. En primer lugar, el Consejo de Ancianos nos ha ordenado completar nuestra misión tan pronto como sea posible y retornar al Japón. Si vamos a España, retrasaremos mucho nuestro regreso.

—Incluso si nos demoramos... Incluso si nos lleva dos años, el primer deber es cumplir la misión.

—En ese caso, señor Tanaka, ¿seguiríais la sugerencia de Velasco y os convertiríais al cristianismo al llegar a España si eso contribuye al cumplimiento de nuestra misión? —Matsuki derramaba generosamente su sarcasmo sabiendo que Tanaka despreciaba el cristianismo.

—¿Sería eso desacertado? —preguntó Nishi—. Los mercaderes se han convertido para hacer mejores negocios. Si contribuyera al éxito de nuestra misión...

—¡No digáis tonterías! —La ferocidad que había en la voz de Matsuki sorprendió a los demás. La leve sonrisa superior se desvaneció de sus labios—. Nishi, no debéis convertiros ni siquiera si es un medio para cumplir un fin.

—¿Por qué no?

—No sabéis nada. —Matsuki miró con pena a Nishi—. No conocéis las querellas internas del Consejo de Ancianos. Ni siquiera habéis pensado por qué han elegido a un grupo de cabos como emisarios.

—No lo sé. ¿Lo sabéis vos, señor Matsuki?

Nishi y Tanaka miraron a Matsuki, esperando una respuesta.

—No he pensado en otra cosa durante el viaje en barco. Se me han ocurrido varias razones.

—¿Qué razones?

—Una es que desean poner fin a las peticiones de los cabos de que se les devuelvan sus antiguas tierras. Si envían a un grupo de los nuestros y se pierden en el mar, tanto mejor. Y si no podemos cumplir nuestra imposible misión, podrán castigarnos por nuestra deslealtad, como escarmiento para los demás.

—¡Eso es ridículo! —Tanaka saltó de su cama—. ¿Acaso no me dijo claramente el señor Shiraishi que se consideraría la devolución de nuestras antiguas tierras si cumplíamos nuestro deber como emisarios?

—¿El señor Shiraishi? —Una vez más Matsuki sonrió burlonamente—. El señor Shiraishi no es el único miembro del Consejo. Otros magistrados no piensan bien del proceder de la facción del señor Shiraishi. Me refiero a la facción del señor Ayugai. Contrariamente al señor Shiraishi, el señor Ayugai detesta a Velasco y a los cristianos. Desde el principio se opuso a que Velasco fuera nuestro intérprete. El señor Ayugai opina que difundir el cristianismo en el dominio de Su Señoría será fuente de grandes males para el futuro.

—Entonces, ¿por qué el Naifu y el Shogun han dado su autorización para nuestro viaje?

—El señor Ayugai cree que es una trampa para Su Señoría preparada por el clan del Shogun. Su Señoría, como los daimyos de los otros grandes dominios, tiene formidable poder, y el señor Ayugai cree que Edo intenta aplastarlo. Por eso la facción del señor Ayugai se opuso a la designación de Velasco, que fue expulsado de Edo. Finalmente se impuso el punto de vista del señor Shiraishi, pero después de un largo debate el Consejo acordó abandonar la idea de enviar como emisarios a un grupo de ancianos magistrados. Se decidió que fueran, en su lugar, samuráis de baja graduación.

Matsuki narraba los hechos con toda precisión, como si hubiese asistido personalmente a las discordias en el seno del Consejo de Ancianos. El samurái, el perplejo Tanaka y el joven Nishi no podían discutir la elaborada lógica de Matsuki. Y, a pesar de la sorpresa que sentían, algo que no podían contener latía en la garganta de los tres hombres.

Tanaka no pudo controlarse.

—No son más que conjeturas, ¿verdad?

—Supongo que así es.

—No creo una sola palabra.

—Sois libre de creer o no —respondió Matsuki—. Pero debo decir algo al señor Hasekura y a Nishi. No os dejéis arrastrar por la vehemencia de Velasco. Si os dejáis engañar, aunque sea por el bien de vuestra misión, eso podría provocar vuestra ruina a vuestro regreso al Japón. Si el señor Shiraishi pierde influencia en el Consejo antes de nuestro regreso, y la facción del señor Ayugai toma el poder, cambiará la forma en que nos tratan. Durante nuestro viaje puede haber cambios en el dominio de Su Señoría.

Le dolía la cabeza. La discusión entre Matsuki y Tanaka continuaba. El samurái quería estar solo. Salió discretamente de la habitación. Era la hora de la siesta y los pasillos del monasterio estaban silenciosos. Salió al patio. En el lado opuesto del estanque había una cruz de la que colgaba un hombre demacrado con la cabeza inclinada. El agua rebosaba de la fuente con suave gorgoteo y corría en hilillos. Alrededor de la figura esculpida se abrían como llamaradas flores que nunca había visto en el Japón. Educado en la creencia de que sus diminutas tierras eran la suma total del mundo, las maniobras políticas de que hablaba Matsuki no tenían para él ningún significado. Jamás había considerado la posibilidad de que pudiesen existir dentro del Consejo de Ancianos complejas redes de hostilidad situadas más allá de su comprensión. Había iniciado ese viaje cumpliendo honestamente las órdenes del señor Shiraishi.

Se frotó los párpados y luego miró con inquietud las brillantes flores del patio y escuchó el rumor de la fuente.

—Quizá vaya desde aquí hasta la distante tierra de España —murmuró, pensando en la cara de Riku—. Lo único que puedo hacer es creer lo que el señor Shiraishi me ha dicho.

Pero eso no era todo. Sentía en su corazón el deseo de desafiar al omnisciente Matsuki. No quería aceptar las conjeturas de Matsuki acerca de las intenciones del Consejo de Ancianos.

Oyó pasos detrás de él. Era Nishi suspirando.

—Estoy disgustado.

—¿A causa de Matsuki? —El samurái asintió—. De todo piensa lo peor. Eso no me gusta en él.

—El señor Matsuki dice que uno de nosotros debería regresar al Japón con los mercaderes e informar al Consejo de la situación, y que los demás deberían permanecer en Ciudad de México. Insiste en que al entregar la carta de Su Señoría al virrey de Nueva España hemos cumplido nuestra misión. Y dice que ahora deberíamos esperar aquí noticias de Velasco cuando llegue a España.

—No hemos cumplido nuestra misión. El señor Shiraishi nos dijo que no la abandonáramos hasta el fin. Recuerdo sus palabras. No puedo apoyar el plan de Matsuki.

—Entonces, ¿iréis a España? También yo deseo ir. En parte por nuestra misión, naturalmente, pero además me fascinan las tierras y las ciudades desconocidas. Quisiera saber cuan vasto es realmente el mundo.

El océano, con sus olas persiguiéndose. El inmenso océano, sin rastro de tierra visible hasta donde alcanzaba la vista, surgió en la mente del samurái. El joven Nishi quería conocer mejor el amplio mundo. Pero para él la idea de entrar en esa vastedad era agobiante. Estaba fatigado. Sintió bruscamente un intenso deseo de volver a su llanura y miró a Nishi con envidia.

Tanaka apareció en el patio. Con el pie envió una piedrecilla al estanque, señal de que su ira no se había disipado.

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