Authors: Endo Shusaku
—Oídme... ¿No os parece que todo esto es ridículo? —Ya a punto de salir, el hombre me miró con simpatía—. Si os hubierais quedado tranquilamente en Luzón, podríais haber hecho algún bien a los cristianos y a otras personas... Casi parece que hubierais venido al Japón sólo para ser arrestado y muerto. Es una verdadera locura.
—No es una locura —respondí con una sonrisa—. Ha ocurrido así porque soy como soy. Sí, éste es mi karma. Eso creo. Y creo también que Dios ha hecho uso de mi karma para beneficiar al Japón.
—¿Cómo podéis pensar eso? —preguntó el funcionario, todavía más desconcertado que antes.
—En vuestra misma pregunta está la respuesta —dije. Hablé con determinación, no sólo para que él comprendiera sino también para reafirmar mis propios sentimientos—. Habéis dicho que he hecho algo ridículo. Lo comprendo. Entonces, ¿por qué he cometido a sabiendas un acto ridículo? ¿Por qué he cometido deliberadamente una locura? ¿Por qué he venido al Japón sabiendo que moriría? Pensad alguna vez en eso. Si puedo morir y dejaros a vos y al Japón estos interrogantes, mi vida en este mundo habrá tenido algún sentido.
—No comprendo.
—He vivido... Pase lo que pase, he vivido. No me arrepiento de ello.
El funcionario se marchó en silencio. Mientras volvía a mi celda, pregunté al guardia si podía mirar el mar un instante, y consintió. De pie junto a la cerca puntiaguda miré el mar invernal.
El océano resplandecía al sol de la tarde. Había varias islas circulares. No se veía ningún barco, y todo estaba en calma. Esa era la tumba del padre Vázquez, y la tumba de muchos otros misioneros. Y pronto sería también la mía.
Era costumbre en la llanura preparar tortas sin sal cuando caía la primera nieve. En cada una se ponían tres hojas de cogón, y se presentaban a Buda como ofrenda. Así consagradas, se echaban a una olla de agua hirviente y la familia las comía. Se decía que quien cogía la primera torta sería afortunado. En la casa del samurái, Riku hizo que las criadas colgaran una gran olla sobre el hogar. Gonshiro, el hijo menor, logró sacar la primera torta y por primera vez en mucho tiempo se oyeron risas junto al hogar.
Pero al día siguiente llegó un mensajero del señor Ishida y ordenó que el samurái permaneciera en su casa para recibir las instrucciones, que ya estaban en camino, del Consejo de Ancianos. Las órdenes del castillo no se enviaban nunca directamente a los cabos, sino por intermedio de sus señores.
Su tío, que yacía enfermo en cama desde el final del otoño, insistió en que eso podía tener algo que ver con las tierras de Kurokawa. Y pensando que quizá se trataba de una recompensa de Su Señoría por el duro viaje del samurái, el tío envió a los servidores a hacer averiguaciones. El samurái no podía creer que fueran buenas noticias.
Varios días más tarde llegaron dos oficiales. Entraron en la casa inmaculadamente barrida y desaparecieron en una habitación para cambiarse de ropa. Riku ayudó al samurái a ponerse sus ropas de ceremonia; luego él se sentó en la posición ceremonial al borde de las alfombrillas de paja y esperó.
Los dos oficiales entraron y ocuparon el sitio de honor. Uno dijo con calma: «Órdenes del Consejo de Ancianos», y empezó a leer una carta que anunciaba la decisión del Consejo.
—Por cuanto Hasekura Rokuemon se convirtió a la religión cristiana en tierras extrañas, violando la ley, ha merecido un severo castigo; pero a causa de la consideración excepcional del Consejo, se ordena a Hasekura que permanezca confinado en su casa.
El samurái oyó estas palabras con ambas manos y la cabeza apoyadas en el suelo. Mientras escuchaba, sintió que caía en un vacío. Estaba tan abrumado que ya no sentía siquiera remordimientos. Parpadeando como solía, oyó las explicaciones verbales que el oficial añadió. A causa de la clemencia del señor Ayugai y el señor Tsumura, su confinamiento sólo significaba que no debería abandonar la llanura. El oficial dijo también que una vez por año debería renegar bajo juramento del cristianismo ante el Consejo de Ancianos.
—Puedo imaginar cómo os sentís. —Después de cumplir con su deber los oficiales se sintieron obligados a expresar sus condolencias. Antes de montar en los caballos, uno de ellos llevó aparte al samurái.
—Esto es confidencial —dijo—. Tengo un mensaje para vos de Matsuki Chusaku. El Consejo de Ancianos ha sabido, por un informe procedente de Edo, que Velasco ha sido capturado en Satsuma. Es a causa de este informe por lo que vuestro castigo ha sido tan severo.
—¿El señor Velasco? —El samurái sólo pudo volver a parpadear.
—He oído decir que ha sido enviado a la Oficina de Inspección Religiosa de Nagasaki y que ahora está en prisión en Omura con otros sacerdotes. Aún no ha abjurado.
Cuando los oficiales se marcharon, el samurái se sentó con sus ropas de ceremonia. La oscuridad se insinuaba en la habitación fría y cubierta de tatami. Pensaba en lo que había dicho el oficial, convencido de que ese extranjero arrogante jamás abjuraría, que un hombre como él nunca se traicionaría, cualesquiera que fuesen las torturas y martirios que sufriera.
—De modo que ha vuelto al Japón...
Sabía que eso ocurriría desde que se había separado de Velasco en Luzón. No había ningún motivo para creer que la naturaleza violentamente apasionada del extranjero pudiera soportar una vida serena y sin incidentes. Muchas veces durante el viaje esa pasión había ofendido al samurái y a los demás emisarios. El samurái siempre había pensado que ese hombre nada tenía que ver con los japoneses, y durante largo tiempo no había podido sentir ninguna simpatía por él.
Advirtió un leve roce. Volvió la cabeza y vio a Riku en el pasillo. Los hombros de Riku temblaban en la penumbra mientras se esforzaba por refrenar sus emociones.
—No te preocupes —dijo tiernamente a su esposa—. Deberíamos agradecer que la familia Hasekura no haya sido eliminada y que Yozo y los demás no hayan sido castigados.
Desde ese día en adelante, en muchas ocasiones, cuando todo el mundo se iba a dormir, el samurái permanecía a solas mirando las llamas que corrían por las ramas marchitas. ¿Qué habría sido de Nishi? Probablemente había recibido idénticas órdenes, pero por supuesto no tenía forma de comunicarse con él. Cuando cerraba los ojos, las escenas de Nueva España desfilaban una tras otra por su mente como si estuviera montando su caballo junto a Nishi y a los otros. El ardiente disco del sol, el desierto donde sólo crecían cactos y agaves, los rebaños de cabras, los indios con coleta que cultivaban los campos. ¿Había visto realmente esas escenas? ¿O todo había sido un sueño? ¿Aún estaba soñando? En las paredes de todos los monasterios donde se había alojado, aquel hombre feo y consumido estaba colgado de una cruz con los brazos abiertos y la cabeza inclinada.
Mientras partía ramas secas el samurái pensaba: «He cruzado dos grandes océanos para ir a España a ver a un rey. No he visto a ese rey. Sólo he visto a ese hombre».
El samurái recordó que en el extranjero a ese hombre se le llamaba «Señor» y que nunca había podido comprenderlo. Pero sabía que su destino lo había unido no a un rey de este mundo sino a un hombre que se parecía mucho a los vagabundos que a veces pedían limosna en la llanura...
A pesar del confinamiento, la familia celebró el Año Nuevo. En la llanura, en todas las casas se clavaban palillos en unas bolas de arroz que se disponían en cestos ante el altar budista. También en la casa del samurái se observaba desde hacía muchas generaciones la costumbre de ofrecer tortas de arroz al dios del año y decorar la entrada con otategi, haces de astillas de leña con una rama fresca de pino en el centro.
Era tradicional que los miembros de las familias colaterales concurrieran a ofrecer sus saludos de Año Nuevo al samurái, dado su carácter de patriarca de la familia principal; pero a causa de las circunstancias ese año no se cumplió dicha práctica. Normalmente habría acudido su tío, pero no lo hizo a causa de su enfermedad. El único solaz del samurái fue su hijo Kanzaburo, que se acercó a su padre con las vestiduras que señalaban su acceso a la edad adulta, y como un adulto expresó su saludo.
Sin embargo, el Año Nuevo era siempre el Año Nuevo. El agua goteaba alegremente de la nieve acumulada en el techo y de las estalactitas suspendidas del alero, mientras Gonshiro jugaba con su caballito de madera detrás del establo.
De vez en cuando se oía a la distancia el disparo de un mosquete. El dominio permitía sólo durante Año Nuevo la caza de aves de paso y Kanzaburo había llevado consigo algunos campesinos para ir a cazar a la laguna. El eco de las detonaciones se demoraba largamente en la llanura.
Los campesinos volvieron con los patos que habían cazado. Entre las aves depositadas en la entrada había un cisne blanco.
El samurái llamó a Kanzaburo y lo reprendió.
—Te había dicho que no dispararas contra los cisnes blancos. —Pensó en las numerosas oportunidades en que había soñado con cisnes durante su viaje.
El cuerpo del cisne ya estaba rígido y empezaba a oler mal. Cuando lo levantó, dos o tres plumas blancas del pecho cayeron lentamente como copos de nieve. El largo cuello, manchado de barro y sangre oscura, colgaba sin vida de las manos del samurái. Los ojos estaban grises y velados. Por alguna razón el samurái pensó en su propio destino.
Su tío murió a fines de enero. El samurái fue de prisa a su casa. El cuerpo de su tío se había encogido y las mejillas estaban hundidas, pero el rostro estaba en paz. Incluso su deseo de recuperar las tierras de Kurokawa se había extinguido, o así le pareció al samurái.
Rodeando el ataúd —que la gente del lugar llamaba gambako—, la procesión fúnebre atravesó los senderos nevados de Shirata hacia el pie de la montaña. El gambako fue depositado en el cementerio donde estaba enterrado el padre del samurái, y sobre él se amontonó tierra negra mezclada con nieve. El samurái envió un mensajero al señor Ishida para comunicarle la muerte de su tío.
Noche tras noche el viento gemía sobre la nieve endurecida de la llanura. Súbitamente llegó un mensajero del señor Ishida. Quizá por deferencia al Consejo de Ancianos, el señor Ishida no había enviado condolencias cuando murió el tío del samurái. Riku sugirió que ese inesperado mensaje del señor Ishida podía significar que se había levantado el confinamiento del samurái, y él mismo consideró esa posibilidad. Después de todo, a pesar de la declaración del Consejo de Ancianos de que no debía salir de la llanura, el señor Ishida le ordenaba ahora que fuera a Nunozawa con uno de sus servidores.
Nuevamente partió a Nunozawa acompañado por Yozo. Hacía frío y, aunque un pálido sol se abría paso por momentos en el cielo gris, el viento arrancaba motas de nieve en polvo del bosque y las arrojaba contra los rostros de los dos hombres. Mientras espoleaban sus caballos junto al río cubierto por una gruesa capa de hielo, el samurái se preguntó cuántas veces había ido y venido por ese camino. Cuando iba a recibir órdenes para el cumplimiento del servicio de vasallaje, cuando presentaba peticiones para la devolución de las tierras de Kurokawa, la vez que se le había dicho que no debía seguir esperando esas tierras y había vuelto a su casa con el corazón apesadumbrado. Era un camino impregnado de recuerdos. Y Yozo lo había acompañado en todas las ocasiones.
De vez en cuando el samurái se volvía a mirar a su servidor, que le seguía en silencio. Yozo usaba un abrigo impermeable que la gente del lugar llamaba kakumaki. Como durante el viaje, Yozo no se apartaba de su lado.
—Hace frío, ¿verdad? —dijo el samurái a su fiel servidor, con simpatía.
El viento todavía soplaba con fuerza cuando llegaron a Nunozawa, pero el cielo estaba despejado. Se veían las blancas montañas a lo lejos, y hasta donde llegaba la vista los campos estaban cubiertos de nieve endurecida. No eran como los de la llanura, sino amplios y fáciles de regar.
El foso que rodeaba la mansión del señor Ishida estaba helado. La nieve pesaba sobre el techo de paja y colgaba de los aleros como colmillos blancos. El samurái dejó a Yozo en el jardín y aguardó un largo rato en el suelo de madera del vestíbulo.
—¿Roku? —El señor Ishida habló con su voz cascada desde el estrado—. Habéis pasado tiempos difíciles. Si tengo una oportunidad, me gustaría visitar su tumba. Pero por lo menos debéis alegraros de que la familia Hasekura no haya sido eliminada.
¿Qué he hecho de malo? Las palabras subieron a la garganta del samurái, pero las refrenó. No tenía sentido pronunciarlas.
—No sois culpable de nada. Habéis tenido mala suerte. El dominio... —El señor Ishida vaciló un instante—. Si el dominio no os hubiera tratado de este modo..., no podría justificarse —concluyó, jadeando, el anciano.
—¿Justificarse? —Confundido, el samurái alzó la cabeza y dirigió una mirada triste a su señor—. ¿Qué significa eso?
—Justificarse ante Edo. En este momento, Edo busca cualquier pretexto para aplastar uno tras otro a los dominios poderosos. Ahora, después de tanto tiempo, Edo acaba de denunciar a Su Señoría porque amparó durante muchos años a los cristianos que huían de Kanto y porque, cediendo a los deseos de Velasco, escribió una carta a Nueva España en la que afirmaba que daría la bienvenida a los sacerdotes cristianos. El dominio se ve obligado a presentar alguna medida concreta.
El samurái se arrodilló apretando las manos contra el frío suelo y guardó silencio. Una sola lágrima cayó al suelo.
—Habéis tenido la desventura de caer entre las mareas cambiantes del gobierno. —El señor Ishida suspiró—. Sé cuan penoso es esto para vos. Este anciano comprende mejor que ninguna otra persona vuestro pesar.
El samurái alzó la cabeza y contempló el rostro del señor Ishida. Debajo de la voz y el rostro aparentemente amables veía la mentira. Había aún más mentiras en la expresión del anciano, la voz nasal y cascada y los suspiros deliberados. Ese hombre no sabía nada de sus pesares y sus resentimientos. Sólo fingía comprender.
—Pero, Roku, no dejaré que la familia Hasekura se extinga. Esto es todo lo que me permiten el Consejo de Ancianos y el señor Ayugai. —El señor Ishida repitió la afirmación anterior en tono firme—. Haré todo lo posible para proteger a Kanzaburo...
El samurái sintió asombro. ¿Qué significaba esa inesperada observación?
—No me guardéis rencor.
—No os guardaré rencor.
—Hay nuevas órdenes del Consejo. —El señor Ishida escupió esa información como si arrojara un gran peso a un lado; luego se puso de pie vacilando y salió. Se oyeron pasos. Los mismos oficiales que habían ido a la llanura entraron en la habitación.