Authors: Endo Shusaku
—Ordenes del Consejo de Ancianos.
El samurái se inclinó hasta el suelo para escuchar las palabras del oficial.
—Habiéndose convertido Hasekura Rokuemon a una religión pagana, después de una nueva investigación se le ordena comparecer de inmediato ante el Consejo de Ancianos.
El samurái advirtió que había varios hombres que aguardaban en el pasillo, del otro lado de la puerta cerrada, conteniendo la respiración. Estaban allí para arrestarlo si, tras comprender las implicaciones de esas órdenes, intentaba resistir frenéticamente.
Cuando terminó de escribir a su esposa y a Kanzaburo, se cortó un mechón de pelo y lo unió a las cartas. Luego pidió al mayordomo del señor Ishida, que esperaba a su lado:
—Por favor, llama a mi servidor Yozo.
Cuando el hombre salió de la habitación, el samurái apoyó las manos en las rodillas y cerró los ojos. Sin duda el señor Ishida y los oficiales del Consejo de Ancianos estaban en una habitación interior. Pero la casa estaba en silencio.
De vez en cuando se oía el ruido de la nieve que resbalaba por el techo de paja, empujada por su propio peso. Cuando el sordo ruido cesaba, el silencio se tornaba aún más intenso.
«Habéis tenido la desventura de caer entre las mareas cambiantes del gobierno.» Las palabras del señor Ishida aún resonaban en sus oídos. «Sé cuan penoso es esto para vos. Este anciano comprende mejor que ninguna otra persona vuestro pesar.»
Después de leer las órdenes, el oficial había agregado: «Esto es muy duro para mí, aunque sea mi deber».
El samurái estaba inmóvil. El silencio era extraño. Su propio corazón no tenía ya fuerzas para evocar ninguna emoción. Una nueva investigación. Era sólo una excusa. Ya había explicado todo reiteradamente al señor Tsumura y al señor Otsuka. «Si el dominio no os hubiera tratado de este modo, no podría justificarse.» Volvía a oír las palabras del señor Ishida. Todo estaba decidido desde el comienzo; él simplemente seguía un camino preestablecido. Hacia un vacío oscuro.
La nieve crujía en el techo y rodaba hasta el suelo. El ruido recordó al samurái el crujido de la jarcia. En el mismo momento había oído ese crujido, el grito agudo de las gaviotas y el golpeteo de las olas contra el casco, y el galeón había iniciado la travesía del ancho océano; y en ese momento también había quedado establecido que éste fuera su destino. El largo viaje llegaba finalmente al último puerto.
Cuando alzó la mirada vio por la puerta a Yozo en el jardín nevado, con la cabeza baja. Sin duda el mayordomo le había revelado la noticia. Parpadeando, el samurái miró unos momentos a su fiel servidor.
—Todas las penurias que has sufrido... —Las palabras se ahogaron en su garganta.
Yozo no sabía si su amo le agradecía su compañía durante esas penurias o si murmuraba su resentimiento por ellas. Aun con la cabeza baja advirtió que su amo y el mayordomo estaban de pie y se disponían a salir.
El samurái vio que nevaba sobre el techado. Los copos giraban como los cisnes de la llanura. Aves de paso que venían desde algún país lejano y luego volvían a él. Aves que habían visto muchos países, muchas ciudades. Como él mismo, que ahora partía hacia otro país desconocido...
—De ahora en adelante..., Él estará a vuestro lado.
Oyó de pronto la voz contenida de Yozo detrás de él.
—Desde ahora en adelante..., Él os esperará.
El samurái se detuvo, miró atrás, y asintió con energía. Luego se dirigió por el frío pasillo brillante hacia el fin de su viaje.
Ya se había determinado la fecha de la ejecución. El día antes, Velasco y el monje Luis Sasada recibieron una autorización especial para bañarse bajo la vigilancia de los guardias y para ponerse unas ropas nuevas de la prisión. Según dijo un guardia, esto se debía a la «consideración excepcional» de la oficina del magistrado. Estaban demacrados y se les veían las costillas. La cena de la última noche —otra consideración especial de sus carceleros— incluía un pescado casi podrido con el habitual cuenco de verduras. El guardia explicó que ésa sería su última comida, puesto que como norma no se daba desayuno a los prisioneros la mañana de la ejecución. Algunos prisioneros, aterrorizados, vomitaban en el patíbulo.
—¿Vuestro último deseo?
Velasco y Luis Sasada pidieron papel. Ambos querían escribir su testamento. A la luz del poniente que penetraba entre los barrotes, Velasco empezó a escribir a sus camaradas del monasterio de Luzón.
«Siento que con cada momento que pasa se aproxima mi hora final. Bendito sea Dios, que envía la lluvia de su amor a esta tierra estéril y rocosa. Espero que también cada uno de vosotros perdone mis pecados. He cometido muchos errores durante mi vida. Como un hombre ineficaz que trata de resolverlo todo con un único esfuerzo, ahora espero el martirio. Hágase la voluntad de Dios en la tierra no hollada del Japón así como en el cielo. Perdonadme, por favor, que no haya podido cumplir por completo la vocación de sacerdote que Dios me dio. Por favor perdonadme las numerosas oportunidades en que os ofendí con mi orgullo y mi arrogancia. Quiera Dios que todos alcancéis el éxito en vuestra tarea santa de cultivar los campos del Señor, y que todos nos reunamos en Su gloria.»
Mientras escribía el testamento, Velasco sentía verdaderamente que su orgullo y su arrogancia habían ofendido a muchas personas a lo largo de los años, y que la agonía del día siguiente sería su castigo. Cuando entregó la carta al guardia, la habitual helada oscuridad empezaba a invadir la celda. Pensó que la próxima noche no habría nadie allí, pero que la misma oscuridad inundaría la celda desierta, y se sintió bruscamente agraviado.
Mientras oraba con Luis Sasada oyó unos pasos inusitados a lo lejos y la puerta cerrada de la celda se abrió. El rostro del guardia, achatado como el de un pez, fluctuaba con la luz de la vela.
—Adentro.
Una gran sombra encorvada entró con torpeza en la celda. Habló a los dos hombres en latín.
—Pax Domini.
No pudieron distinguir en la oscuridad el rostro del hombre, que olía mal.
—¿Sois sacerdote?
Con voz grave el recién llegado dijo que era el padre Carvalho de la Compañía de Jesús.
—Estaba en la prisión de Suzuda. Seré ejecutado mañana con vosotros.
Había estado escondido cerca de Nagasaki, explicó, pero lo habían capturado a fines del año anterior. Lo habían traído desde Suzuda, una ciudad situada entre Omura y Nagasaki, para ser ejecutado a la mañana.
En la oscuridad, Velasco sonrió. No era su habitual sonrisa condescendiente. Acababa de pensar que no había sentido el menor resentimiento cuando se enteró de que el nuevo prisionero era un jesuita, un miembro de la orden que se había valido de todas las calumnias posibles para entorpecer sus planes durante su viaje. Aunque ese hombre era miembro de la Compañía, no sentía odio sino incluso nostalgia. Quizá la idea de que a la mañana siguiente morirían juntos había borrado todo. Ciertamente el odio y la furia eran cosas banales comparadas con la enormidad de la muerte.
—Yo —se presentó— soy el padre Velasco.
El padre Carvalho nada dijo. Su silencio expresaba que conocía el nombre y las actividades de Velasco.
—No os preocupéis —dijo éste con amabilidad—. Ya no pienso como pensaba. Mañana estaremos juntos en el mismo país.
Le preguntó si podía oírle en confesión. Se arrodilló junto al cuerpo maloliente. Sabía que Luis Sasada podía escuchar distintamente su voz, pero ya no le importaba.
—Mi altanería y mi orgullo han extraviado y ofendido a muchas personas. He tratado de satisfacer mi orgullo tomando el nombre de Dios en vano.
»He tomado mi propia voluntad por la voluntad de Dios.
»Ha habido momentos en que he odiado a Dios, porque la voluntad de Dios no coincidía con la mía.
»He negado a Dios, porque Dios ignoraba mis deseos.
»No he reconocido mi propio orgullo ni mis ansias de poder. Yo me justificaba diciendo que todo era para el bien de Dios.
Con voz cascada y mal aliento, el padre Carvalho pronunció la absolución y luego se persignó.
—Ve en paz.
Cuando oyó estas palabras, Velasco recordó al hombre cuya confesión había oído en Ogatsu. No sabía dónde estaba ahora ese hombre ni qué hacía, pero él había mentido y ahora iba a morir. Su muerte sería también el castigo de esa mentira. Aunque su confesión había sido completa, su corazón no estaba en paz.
Durante la noche, Luis Sasada se echó súbitamente a llorar. No era la primera vez que lo aquejaba el temor a la muerte. Como siempre, Velasco aferró la delgada mano de Sasada y pidió fervientemente a Dios que echara sobre sus espaldas también esa agonía. El padre Carvalho se arrodilló al lado de Sasada y rezó por el hombre tembloroso que sollozaba. Pronto una luminosidad blanquecina se insinuó en la celda. Había amanecido el día de la ejecución.
El cielo estaba claro y soplaba fuerte viento. Cuando sacaron a los condenados de sus celdas, ya había soldados de infantería con lanzas y mosquetes alineados en el jardín de la prisión y flameaba la bandera con el blasón del dominio de Omura. Había varios miembros del clan sentados en taburetes junto a la bandera, entre ellos el funcionario de la oficina del magistrado que había interrogado a los prisioneros.
Fue él quien se puso de pie y ordenó a los tres hombres que dijeran sus nombres. Luego se inclinó y murmuró al oído de una persona que parecía su superior. Era un anciano robusto que desenrolló un papel y leyó la sentencia de muerte.
El viento no cesaba. A la distancia el mar espumoso parecía glacial. Después de la lectura de la sentencia, los guardias rodearon a los tres hombres y les ataron las manos. También les pasaron cuerdas alrededor del cuello, pero no las ajustaron.
Se inició la procesión. Iban por un sendero que serpenteaba entre mandarinos; los funcionarios a caballo, los prisioneros, guardias y soldados, a pie. Las campesinas interrumpieron su tarea y miraron sorprendidas.
—Crucifixus etiam pro nobis,
Mientras bajaban trastabillando por el sendero, el padre Carvalho empezó a cantar.
—Crucem passus.
Después del descenso entre los árboles, entraron en la ciudad de Omura. Había casas techadas con paja a ambos lados de la calle, y hombres con cestos y mujeres con sus niños contemplaban asombrados la procesión. Velasco trataba de alentar a Luis Sasada, que de vez en cuando tropezaba.
—Pronto habrá terminado todo. El Señor nos espera.
La hilera de espectadores se extendía hasta el final de la calle.
—Padre, perdónalos —concluyó el padre Carvalho—, porque no saben lo que hacen.
Apareció a la distancia una empalizada de bambú. También había allí soldados armados con mosquetes formando una fila. Ese lugar, llamado Hokonbaru, era el terreno de ejecución del dominio de Omura.
Mientras caminaban por la playa salpicada de conchillas y algas, Velasco miró el mar. El viento le golpeaba la frente. Lejos, en el puerto, se veían las suaves colinas de color orquídea de la isla de Hario. Las olas azotaban las rocas con una niebla de espuma. El sol reservaba sus rayos más luminosos para el mar abierto. Era la última imagen del Japón que verían Velasco y los demás prisioneros.
Los soldados abrieron la empalizada de bambú. La procesión se detuvo. Los rostros de los condenados, expuestos al viento del mar, estaban pálidos. En el centro de la empalizada había tres grandes estacas clavadas en el suelo; al pie de cada una había un montón de leña y paja. Rectas y adustas, parecían tres altos verdugos.
Los guardias ajustaron las ligaduras de los tres hombres y el funcionario de la oficina del magistrado se acercó.
—¿No queréis abjurar todavía? Es vuestra última oportunidad.
Los dos misioneros sacudieron firmemente las cabezas. Después de un momento, también Luis Sasada se negó.
El funcionario asintió y retrocedió dos o tres pasos. Entonces, como si hubiera recordado algo, se acercó a Velasco y mirándolo fijamente dijo:
—Es una información confidencial, pero..., Hasekura y Nishi, que fueron con vos al extranjero, han sido ejecutados por ser cristianos.
Una sonrisa de júbilo apareció en los labios pálidos de Velasco.
—¡Ah! —El grito escapó de su garganta; se dirigió al padre Carvalho y exclamó: — ¡Ahora podré reunirme con ellos!
Los tres hombres rezaron el padrenuestro al unísono mientras se dirigían a las estacas. Los tres maderos esperaban pacientemente su llegada. Los guardias empujaron a cada prisionero contra su estaca, y los ataron firmemente. El aullido del viento era ensordecedor.
Cuando los guardias concluyeron su tarea gritaron:
—¡Que renazcáis en el paraíso! —Luego se dispersaron en todas direcciones. Los funcionarios se habían puesto al abrigo del viento y observaban estos preparativos desde detrás de la empalizada de bambú.
Un soldado de infantería encendió con una antorcha las tres piras de leña y paja. Avivadas por el viento, las llamas ascendieron violentamente entre volutas de humo. La plegaria de los tres hombres se oía clara y distinta a través del humo.
Libera me, Domine,
De morte aeterna.
Mientras las llamas crecían, las voces de Luis Sasada, primero, y luego del padre Carvalho, callaron súbitamente. Sólo se oían el viento y el crepitar de los leños. Por fin, desde la columna de humo blanco que envolvía la estaca de Velasco, surgió un solo grito.
—¡He vivido!
Los guardias, soldados y funcionarios se mantuvieron a cierta distancia hasta que amainó la violencia de las llamas. Cuando esto ocurrió, las tres estacas, despojadas de sus prisioneros y torcidas como arcos, continuaron ardiendo suavemente. Luego un guardia recogió los huesos y las cenizas, los puso sobre una estera de juncos, cargó la estera de piedras y la arrojó al mar.
Las olas espumosas que lamían la playa devoraron la estera, chocaron entre sí, se retiraron. Estos movimientos se repitieron varias veces, y luego el sol invernal cayó sobre la larga playa como si nada hubiera sucedido, y el océano se desperezó bajo el silbido del viento. Los guardias y los funcionarios ya no estaban dentro de la empalizada de bambú.