Authors: Endo Shusaku
A la dura luz del sol, el cielo ondulante no era azul sino más bien del color de la mica. Un ave solitaria, la primera águila calva que los japoneses veían, flotaba lentamente sobre las corrientes de aire. Atravesaban ahora campos de maíz y algunos bosquecillos de olivos que pronto desaparecieron en el desierto de cactos. En las zonas de cultivo había cabañas indias con techos de hojas y ramas y muros de barro. En los techos se posaban las águilas calvas.
Los japoneses pasaron por las ruinas de varios poblados, cuyos muros de piedra se apoyaban contra las colinas veteadas de granito. Todavía se veían las plazas abandonadas, por las que corría invariablemente un viento seco. Escuchando el sonido del viento, el samurái recordó las palabras que Matsuki había pronunciado con aire desafiante: «Cuando se cae en el remolino de la política, sólo se puede confiar en uno mismo».
Tanaka preguntó si los pueblos habían sido abandonados a causa del hambre.
—No ha sido el hambre —dijo Velasco—. Nuestro antepasado Cortés invadió el territorio de los indios con menos de cien soldados. —Parecía casi orgulloso de su respuesta.
«¿Para qué sirven las especulaciones? —se preguntó el samurái mientras acompañaba el paso de su animal—. Un hombre sin inteligencia, como yo, sólo puede pensar en cumplir su misión. Estoy seguro de que eso mismo hubiera dicho mi padre si viviera.»
Llegaron a un río. No había una gota de agua. Apareció una montaña pelada con manchas de granito. Cuando llegaron a la cima, se irguió majestuosamente en el horizonte otra enorme montaña cubierta de blanca nieve. Esa montaña era mucho mayor y más alta que las del dominio de Su Señoría.
—¿Es más alta que el Fuji? —exclamó Nishi con asombro.
Velasco se volvió hacia el joven y le sonrió con simpatía.
—Por supuesto. Esta montaña se llama Popocatépetl.
Abrumado por la emoción, Nishi pronunció las mismas palabras que había dicho antes.
—El mundo es verdaderamente inmenso.
La gran montaña permaneció constantemente a la vista mientras descendían como una columna de hormigas. No se acercaba al avanzar; parecía mirar en silencio el mundo de los hombres. Mientras el samurái la contemplaba, las opiniones de Matsuki le parecieron triviales. Partía ahora hacia un mundo del que Matsuki no podía saber nada.
La noche del quinto día, los agotados y sudorosos japoneses llegaron a una ciudad que habían visto desde muy lejos. Al aproximarse, el aire se tornó más fresco y les llegó un olor de árboles, flores y vida humana. Después de tanto andar por tierras desiertas y cocidas por el sol, los emisarios inhalaron esos olores profundamente, como si bebieran agua.
—Esta ciudad se llama Puebla.
Cuando avistaron a los japoneses, los soldados que custodiaban la puerta de la ciudad desaparecieron de prisa en el interior. Velasco alzó una mano y detuvo la procesión; luego desmontó de su caballo para mostrar a los soldados el salvoconducto del virrey. No observó que los emisarios cambiaban miradas. Puebla. Conocían ese nombre. Lo había mencionado aquel japonés que se parecía tanto a un indio. «El pueblo de Tecali está cerca de Puebla. Tecali...»
Finalmente se concedió al grupo autorización para entrar. Más allá de la puerta había una plaza de mercado parecida a la de Ciudad de México. Indios con coleta, sentados en el suelo, abrazaban sus rodillas como estatuas de piedra. Ante ellos se veían frutas, hortalizas, cerámica denominada «talavera», largos sarapes y sombreros de ala ancha. Entre los puestos se apretujaban rebaños de cabras con cascabeles repiqueteantes. Los indios no demostraron sorpresa al ver a los japoneses; quizá pensaban que eran una tribu de alguna región montañosa. El samurái sintió inesperadamente nostalgia de la llanura. Se preguntó qué estarían haciendo en ese momento su mujer y sus hijos. Tal vez eso se debía al hecho de haber llegado, después de andar tanto tiempo por el desierto deshabitado, a un sitio impregnado por los olores de la humanidad.
Velasco llevó a los japoneses al monasterio franciscano de Puebla. Como conocían el protocolo después de su estancia en Ciudad de México, los japoneses estrecharon las manos de los sacerdotes que salieron a recibirlos, y sonrieron aunque no comprendían lo que les decían. Los condujeron a una gran habitación. El aroma de las flores entraba por las ventanas abiertas.
—¿Qué pensáis hacer? —susurró Nishi al samurái mientras se quitaba los pantalones sucios de polvo—. ¿Pensáis visitar a ese japonés?
—Me agradaría, pero tengo una misión que cumplir. —El samurái también bajó la voz para que Tanaka no escuchara—. Pero él debe de saber que hemos llegado a Puebla. Tengo el presentimiento de que volverá a aparecer.
Llegó la noche. Acostados en sus camas, después de la cena, escucharon campanadas, como en Ciudad de México. Procedían de la gran catedral construida treinta años antes en la plaza de la ciudad. Al son de la campana, los japoneses, fatigados de su viaje por el desierto, cayeron en un profundo sueño. Pronto se oyeron pasos en el pasillo y Velasco, con una vela, miró en la habitación. Después de comprobar que todos dormían en paz, salió silenciosamente.
En sueños, el samurái volvía a la llanura. Un cielo bajo y plomizo que parecía a punto de estallar en finos copos de nieve pesaba sobre los campos cenagosos. Yozo y él, con los cuerpos envueltos en abrigos de paja y los pies cubiertos con botas de lo mismo, esperaban, conteniendo el aliento, en la ribera de la laguna. Todavía estaba salpicada de nieve endurecida. Escondidos entre los juncos secos vieron una bandada de patos sobre la negra superficie. Yozo tocó el hombro del samurái y señaló un cisne blanco con el largo cuello hundido en el agua, debajo de un árbol de la laguna.
El samurái asintió y escuchó mientras Yozo avivaba las brasas del fuego. Se preguntó vagamente de dónde venía el ave. Todos los años las bandadas de cisnes atravesaban el cielo invernal para visitar la laguna. Atravesaban el océano desde algún país distante y desconocido.
A una señal de Yozo el samurái se cubrió de prisa los oídos. La detonación del mosquete fue atronadora. Decenas de patos se elevaron. El cisne blanco dio un salto y cayó al agua. Se deslizó velozmente agitando las alas. El estruendo se difundió por el aire helado como las sombras que se forman en la superficie del agua. Me alegra que hayamos errado, pensó el samurái. Los ecos del disparo se demoraban en sus oídos y el olor a pólvora se adhería pertinazmente a las ventanas de su nariz...
La conjetura del samurái demostró ser correcta. Cuando los emisarios japoneses y sus servidores visitaron un mercado indio cerca del monasterio la tarde siguiente, el japonés los contemplaba desde las inmediaciones. Algunos indios imitaban a los españoles y usaban sombrero y sandalias de cuero, pero casi todos iban desnudos hasta la cintura, con el largo pelo suelto sobre los anchos hombros. Los japoneses estaban fascinados por las mercancías que los indios ofrecían, diseminadas en el suelo, y por su curioso lenguaje. Los indios estaban recogiendo sus pertenencias y se disponían a marcharse. Cuando Daisuke se puso un sombrero en la cabeza haciendo reír a todos, el samurái alzó la vista y vio al japonés; los miraba con envidia desde corta distancia, detrás de un gran sicómoro.
—Hola. —El samurái se deslizó hacia el hombre—. De modo que finalmente habéis venido. ¿Por qué no os habéis acercado a nuestra casa?
—No puedo ir allá. Os he estado esperando desde muy temprano.
Tanaka y Nishi se acercaron para conversar con el sacerdote renegado.
—¿Está cerca Tecali?
—En las afueras de la ciudad, junto a la laguna.
Con los ojos cerrados, como si recordara algo, el hombre tironeaba de sus ropas como había hecho antes.
La campana de la iglesia empezó a tañer. Era el ángelus y, para los japoneses, la señal de que la cena estaba lista. Velasco les había explicado que debían regresar al monasterio cuando la oyeran.
—Debemos regresar —ordenó Tanaka—. Si llegamos tarde, dirán que no somos corteses.
—Por favor, habladme del Japón. ¿Cuándo os iréis de aquí?
—Mañana. He oído decir que después de mediodía.
—Tecali está muy cerca. Mañana por la mañana, temprano, haré que un guía indio os espere aquí en la plaza.
—No podemos hacer eso. —Tanaka, inflexible, movió la cabeza—. Hemos venido a este país para cumplir una misión. Si nos alejamos y algo nos ocurre, comprometemos su éxito.
El monje renegado asintió afligido. Desde detrás del sicómoro miró a los japoneses que regresaban al monasterio.
El frío lo despertó. A la luz de la luna vio a Nishi que se calzaba, tratando de no despertar a nadie. Cuando sintió la mirada del samurái, el joven mostró, turbado, sus blancos dientes. La sonrisa dijo claramente al samurái adonde iba.
—No os causaré ninguna dificultad. Regresaré antes de la mañana.
El samurái miró hacia Tanaka, que dormía profundamente.
—No comprendéis el lenguaje. ¿Cómo lo haréis?
—Ha dicho que enviaría un guía.
El samurái imaginó al monje del Japón. Comprendía, sin embargo, la insistencia de Tanaka en que la misión era más importante que cualquier otra cosa.
—Dejadme ir, por favor. —Nishi se puso de pie silenciosamente.
El samurái envidiaba la ferviente curiosidad de Nishi y su personalidad joven y resuelta. No poseían esas dotes ni él ni Tanaka, cuya única esperanza era que no ocurriera nada que pudiera perjudicar su misión.
—¿Estáis decidido a ir?
—Sí.
—Esperad. —El samurái se incorporó y miró a Tanaka, que roncaba. Sintió el deseo de rebelarse contra Tanaka y contra algo que había también en su interior.
—Vamos —dijo, mientras se ponía de pie.
Se vistió rápidamente y los dos hombres salieron de puntillas. No tenían velas, pero la luz de la luna que brillaba por las ventanas del pasillo los guió hasta la puerta del patio, bañado por la blanca luz y perfumado con la densa fragancia de las flores tropicales, mientras el monasterio dormía.
También la ciudad dormía cuando los dos hombres salieron, sin ser observados, del monasterio. Al pie de un árbol donde había asnos atados, varios indios yacían desparramados como trapos. Uno de ellos abrió los ojos y empezó a decir algo incomprensible.
—Tecali —dijo Nishi, ofreciéndole como regalo una caja para medicinas—. Tecali.
El hombre tomó la caja para medicinas, la olisqueó y dijo «Vamos» mientras desataba tres asnos del árbol. Atravesaron la ciudad dormida y la alta muralla negra.
Cuando llegaron al cauce seco de un río, la oscuridad de la noche empezó a disiparse y el horizonte se tiñó de rosa. Mientras la línea rosada se ensanchaba gradualmente, vieron una laguna. La superficie era roja como la sangre y aquí y allá las aves acuáticas aleteaban entre los juncos mientras alzaban el vuelo. Bajo el sol dorado, una cordillera dormitaba más allá de la laguna.
—Aquí. —El indio tiró de las riendas de su asno, que jadeaba y exhalaba un aliento blanquecino—. Tecali.
El sol de la mañana iluminó un grupo de unas diez cabañas con techos de paja. Ante una de ellas una india de nariz chata se lavaba con el agua de un cubo. Cuando Nishi exclamó «¡Japoneses!» en voz alta, la mujer volvió la cabeza y los miró. «¡Japoneses!» Pero ella, que parecía una reliquia de otros tiempos, no respondió. El sol empezaba a azotar los campos de maíz y caña de azúcar, presagiando el calor del día. Indios desnudos hasta la cintura emergieron de las cabañas. Uno de ellos lanzó un grito. Era el monje renegado.
—Gracias por venir. ¡Gracias por venir! —dijo, acercándose a los emisarios. Mientras hablaba sin cesar, como si se le hubiera prohibido hablar durante muchos años y finalmente se le hubiera dado permiso para hacerlo, la boca se le llenaba de saliva.
Les dijo que había nacido en Yokoseura, en la provincia de Hizen. Había perdido a su padre y a su madre durante una guerra, cuando era joven; lo había recogido un sacerdote cristiano que predicaba en la zona y a quien había servido. Cuando empezaron las persecuciones y los misioneros decidieron ocultarse, ese sacerdote, con la ayuda de un colega, embarcó al joven hacia Manila para que pudiera estudiar allí en el seminario. Se había ordenado sacerdote, pero había empezado a sentir disgusto por la iglesia. Aconsejado por un amigo marino, había partido hacia Nueva España, convencido de que encontraría un mundo completamente nuevo. Después de un viaje largo y difícil había llegado a Ciudad de México, donde durante un tiempo había desempeñado distintas tareas en el monasterio. Pero también allí se sintió a disgusto con los sacerdotes y terminó por desencantarse de todo. Luego había huido y se había unido a ese grupo de indios y ahora vivía con ellos.
—¿Jamás volveréis a vuestro hogar en el Japón? —preguntó el samurái.
El monje renegado sonrió tristemente.
—No tengo familiares. Incluso si lograra volver, no habría nadie para recibirme. Y los cristianos...
—Pero habéis abandonado la cristiandad, ¿no es verdad?
—No, no, todavía soy cristiano. Sólo que... —se interrumpió. Luego apareció en sus ojos una expresión resignada, como si no pudiera poner en palabras sus sentimientos—. Sólo que... ya no creo en el cristianismo que los padres predican.
—¿Por qué no?
—En Nueva España se cometieron atrocidades antes de que llegaran los padres. Los españoles arrebataron las tierras a los indios y los expulsaron de sus hogares. Muchos fueron brutalmente asesinados; los supervivientes fueron vendidos como esclavos. Veréis por todas partes los pueblos que los indios se vieron obligados a abandonar. Ahora nadie vive en ellos: sólo se mantienen en pie las casas y los muros de piedra.
Los dos emisarios recordaron las ruinas que habían visto en el desierto entre Acapulco y Ciudad de México, y durante el viaje desde Ciudad de México hasta Puebla. Sólo el doloroso gemido del viento visitaba las plazas de esos pueblos en ruinas, cubiertos de cizaña y enterrados en la arena.
—Pero la guerra es así —murmuró el samurái—. Lo mismo ocurre en todos los países ocupados.
—No estoy hablando de la guerra —el hombre hizo una mueca—. Es sólo que los padres que llegaron más tarde a este país han olvidado los terribles sufrimientos del pueblo indio... No, no los han olvidado. Pretenden que nada ha ocurrido. Fingen ignorancia, y con aparente sinceridad predican la piedad y el amor de Dios. Eso es lo que me disgusta. En este país, los labios de los sacerdotes sólo pronuncian palabras hermosas. Jamás se manchan las manos con el barro.