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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (35 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Don Juan aseveraba que el núcleo de nuestro ser era el acto de percibir, y lo mágico de nuestro ser era la toma de conciencia. Para él la percepción y la conciencia constituían una sola, inseparable, unidad funcional, una unidad con dos esferas. La primera de ellas corres­pondía a la «atención del tonal», es decir, a la capacidad de la gente corriente de percibir y situar su conciencia en el mundo ordinario, el de la vida diaria. Don Juan también llamaba a esa forma de atención «primer anillo de poder», y la describía como nuestra terrible pero in­discutible facultad de poner orden en nuestra percep­ción del mundo.

La segunda esfera abarcaba la «atención del na­gual», esto es, la capacidad de los brujos de situar su conciencia en el mundo no ordinario. El denominaba a este ámbito «segundo anillo de poder»: la facultad com­pletamente tormentosa, que todos teníamos, pero sólo los brujos usaban, de poner orden en ese otro mundo.

La Gorda y las hermanitas, al demostrarme que el arte de los soñadores consistía en retener las imágenes de los sueños mediante la atención, no habían hecho más que desarrollar el aspecto práctico del esquema de don Juan. Ellas habían llevado a la práctica el conjunto teórico de sus enseñanzas. Para poder realizar una ex­hibición de tal arte, debían valerse de su «segundo ani­llo de poder», o «atención del nagual». Y para poder pre­senciarla, yo debía hacer lo mismo. En realidad, era evidente que yo había repartido mi atención entre am­bos dominios. Tal vez todos percibimos constantemente ambas formas, pero decidimos aislar una para el re­cuerdo y descartar la otra; o tal vez archivamos la se­gunda, como había hecho yo. En ciertas condiciones de tensión y receptividad, la memoria censurada sale a la superficie y tenemos entonces dos visiones distintas de un mismo acontecimiento.

Lo que don Juan había luchado por derrotar, o, me­jor dicho, suprimir en mí, no era mi razón considera­da en el sentido de capacidad para el pensamiento ra­cional, sino mi «atención del tonal» o conciencia del mundo del sentido común. La Gorda me había explicado el motivo por el cual él había buscado que así fuera al explicarme que el mundo diario existe porque sabemos cómo retener sus imágenes; por lo tanto, si uno pierde la atención necesaria para conservarlas, el mundo se derrumba.

—El Nagual nos decía que lo importante era la prác­tica —dijo la Gorda de pronto—. Una vez centrada la atención en las imágenes de tu sueño, queda atrapada allí para siempre. Al final puedes llegar a ser como Ge­naro, que recordaba cuanto había visto en todos sus sueños.

—Cada una de nosotras posee otros cinco sueños —dijo Lidia—. Pero te mostramos sólo el primero por­que es el que nos dejó el Nagual.

—¿Pueden
soñar
cuantas veces lo deseen? —pre­gunté.

—No —replicó la Gorda—.
Soñar
requiere mucho poder. Ninguna de nosotras tiene tanto. Las hermani­tas se ven obligadas a rodar por el piso numerosas ve­ces, como has visto, porque, al hacerlo, la tierra les da energía. Tal vez también recuerdes haberlas
visto
como seres luminosos qué sorben energía de la luz de la tie­rra. El Nagual sostenía que la mejor manera de obtener energía consiste, desde luego, en permitir que la luz so­lar penetre en los ojos, especialmente el izquierdo.

Le comuniqué que nada sabía de ello y me describió un procedimiento que le había enseñado don Juan. Al oírla recordé que también me lo había enseñado a mí. Se trataba de mover la cabeza lentamente de un lado a otro, en tanto captaba la luz solar con el ojo izquierdo, entornado. Él afirmaba que no sólo era posible utilizar el sol, sino también cualquier otro tipo de luz suscepti­ble de ser reflejada por los ojos.

La Gorda dijo que el Nagual les había recomendado atarse los chales bajo la cintura para protegerse las ca­deras al rodar. Le comenté que don Juan nunca me ha­bía hablado de rodar. Me explicó que sólo las mujeres podían hacerlo porque tenían útero. La energía entra­ba directamente en él y al rodar la distribuían por el resto del cuerpo. Un hombre, para captar energía, debía echarse de espalda, flexionando las rodillas hasta lograr que las plantas de los pies estuviesen en contacto en toda su superficie. Los brazos debían abrirse hacia los lados, con los antebrazos en posición vertical y los dedos en forma de garra hacia arriba.

—Pasamos años
soñando
esos sueños —dijo Lidia—. Son lo mejor que tenemos porque en ellos nuestra aten­ción está completa. En los demás sueños sigue siendo inestable.

La Gorda afirmó que el retener las imágenes de los sueños era un arte tolteca. Tras años de agotadora prácti­ca, todas ellas habían logrado realizar una acción en cada sueño. Lidia podía andar sobre lo que fuese, Rosa colgarse de todo, Josefina ocultarse tras cualquier cosa, y ella misma volar. Había llegado a poner toda su aten­ción en una sola actividad. Pero aún eran principiantes, aprendices de ese arte. Agregó que Genaro era el maes­tro del «soñar»: era capaz de volver las cosas a su favor a voluntad y atender a todas las actividades de la vida diaria; para él las dos esferas de la atención tenían el mismo valor.

Me vi obligado a plantearle el tema de costumbre: ne­cesitaba conocer los procedimientos, el modo en que se las arreglaban para retener las imágenes de sus sueños.

—Los conoces tan bien como yo —dijo la Gorda—. Lo único que puedo decirte es que tras repasar un mismo sueño una y otra vez, comenzamos a percibir las líneas del mundo. Ellas nos ayudaron a realizar lo que nos
vis­te
hacer.

Don Juan había dicho que nuestro «primer anillo de poder» penetra en nuestras vidas en épocas muy tem­pranas y vivimos bajo la impresión de que ese es todo nuestro mundo. El «segundo anillo de poder», «la aten­ción del nagual» permanece oculto para la inmensa ma­yoría de nosotros, y se nos revela justo en el momento de la muerte. No obstante, existe un camino para llegar hasta él, al alcance de todos, pero cuyo recorrido sola­mente emprenden los brujos: el «soñar». «Soñar» consis­te, en esencia, en transformar los sueños corrientes en cuestiones volitivas. Los soñadores, mediante el expe­diente de concentrar la «atención del nagual» en los asuntos y sucesos de sus sueños ordinarios, los transfor­man en «soñar».

Don Juan aseguraba que no existía un procedimiento específico para alcanzar la «atención del nagual». Sola­mente me había dado pistas. La primera fue que debía buscar mis manos en sueños; entonces, el ejercicio de atención fue ampliado a la búsqueda de objetos, rasgos característicos del paisaje, como calles, edificios, etcéte­ra. Desde allí había que pasar a «soñar» sobre lugares determinados a determinadas horas. El último grado consistía en concentrar la «atención del nagual» en el yo total. Don Juan sostenía que esa etapa final se anuncia­ba generalmente por un sueño que buena parte de la gente había tenido en una u otra oportunidad, en el cual el sujeto se ve a sí mismo yaciendo dormido. Para cuan­do un brujo tiene ese sueño, su atención se ha desarro­llado hasta el punto de que, en vez de despertar, como les ocurre a la mayoría de las personas, da media vuelta y se pone en actividad, como lo haría en el mundo en que tiene lugar nuestra vida diaria. En ese momento se pro­duce una ruptura, una división definitiva en la hasta en­tonces unificada personalidad. En la concepción de don Juan, el atrapar la «atención del Nagual» y desarrollarla hasta el nivel de perfección de nuestra atención diaria al mundo tenía por resultado el nacimiento del otro yo, un ser idéntico a uno, pero construido en el «soñar».

Don Juan me había hecho saber que no existen re­glas establecidas para la educación de ese doble, como no existen para alcanzar la conciencia corriente. Senci­llamente, se logra mediante la práctica. Él aseveraba que el método más adecuado se nos revelaba en la cap­tación de la «atención del nagual». Me instaba a practi­car el «soñar» sin permitir que mis temores convirtieran la actividad en una carga.

Lo mismo había hecho con la Gorda y las hermani­tas, pero era evidente que algo les había permitido lle­gar a ser más receptivas que yo a la idea de otro nivel de atención.

—Genaro pasaba la mayor parte del tiempo en su cuerpo de
soñar
—dijo la Gorda—. Lo prefería. Por eso podía hacer las cosas más fantásticas y asustarte mor­talmente. Genaro podía pasar por la grieta de entre los mundos como tú y yo lo hacemos por una puerta, en ambas direcciones.

Don Juan también me había hablado mucho de la grieta entre los mundos. Yo siempre había creído que se refería, metafóricamente, a una división sutil entre el mundo percibido por un hombre corriente y aquel perci­bido por los brujos.

La Gorda y las hermanitas me habían demostrado que la grieta entre los mundos era algo más que una metáfora. Era más bien la capacidad para pasar de uno a otro nivel de atención. Una parte de mí entendía per­fectamente a la Gorda, en tanto la otra se hallaba más aterrorizada que nunca.

—Has estado preguntando por el lugar al que ha­bían ido el Nagual y Genaro —dijo la Gorda—. Soledad fue muy brutal al decirte que se habían ido al otro mun­do; Lidia te dijo que habían abandonado estos alrededo­res; los Genaro, como buenos idiotas, te asustaron. Lo cierto es que se marcharon por esa grieta.

Por alguna razón, inaprehensible para mí, sus pala­bras me lanzaron al caos. Siempre había estado con­vencido de que su partida era definitiva. Sabía que no se habían ido en sentido ordinario, pero había dejado el asunto en el reino de la metáfora. Si bien había llegado a decírselo a amigos íntimos, nunca lo había creído realmente. En lo profundo de mí, nunca había dejado de ser un hombre racional. Pero la Gorda y las hermani­tas habían convertido mis oscuras metáforas en posibi­lidades reales. Lo cierto era que la Gorda nos había transportado medio kilómetro valiéndose de la energía de su «soñar».

La Gorda se puso en pie y declaró que yo lo había en­tendido todo y era hora de comer. Nos sirvió lo que había preparado. Tuve la impresión de no estar comiendo. Una vez que terminamos, se levantó y se acercó a mí.

—Creo que ya ha llegado el momento de que te va­yas —me dijo.

La frase parecía ser una indicación para las herma­nitas. Éstas dejaron los asientos a su vez.

—Si te quedas, ya nunca podrás partir —prosiguió la Gorda—. El Nagual te ofreció la libertad una vez, pero tú escogiste permanecer con él. Me dijo que si so­brevivíamos al último contacto con los aliados debía darles de comer, hacerlos sentir bien y despedirme de todos. Supongo que ni las hermanitas ni yo tenemos dónde ir, de modo que no hay posible elección. Pero tu caso es diferente.

Las hermanitas me rodearon y se despidieron una a una.

La situación era monstruosamente irónica. Podía irme, pero no tenía a dónde. Tampoco para mí había elección. Años atrás don Juan me había brindado una oportunidad de marchar; ya entonces me había quedado por no tener lugar alguno al cual dirigirme.

—Se escoge sólo una vez —me había dicho don Juan­—. Elegimos ser guerreros o ser hombres corrientes. No existe una segunda oportunidad. No sobre esta tierra.

C
APÍTULO
S
EXTO

LA SEGUNDA ATENCIÓN

—Debes marchar hoy, más tarde —me dijo la Gorda al terminar el desayuno—. Puesto que has decidido seguir con nosotros, has asumido el compromiso de ayudarnos a realizar nuestra tarea. El Nagual me dejó a cargo úni­camente hasta tu llegada. Me encargó, como ya sabes, comunicarte ciertas cosas. Te he dicho la mayor parte. Pero aún quedan algunas, que no podía mencionarte hasta que hubieses hecho tu elección. Hoy nos ocupare­mos de ellas. Una vez hecho, deberás irte, con la finali­dad de darnos tiempo para prepararnos. Necesitamos unos pocos días para solucionarlo todo y disponernos a abandonar estas montañas para siempre. Pasamos aquí muchísimo tiempo. Es duro separarse de ellas. Pero todo ha terminado de pronto. El Nagual nos advirtió del cambio absoluto que tu presencia iba a acarrear, más allá del resultado de tus enfrentamientos; pero creo que nadie le creyó realmente.

—No alcanzo a ver por qué ustedes tienen que cam­biar nada —apunté.

—Ya te lo he explicado —protestó—. Hemos perdido nuestro antiguo propósito. Ahora tenemos otro y este requiere que lleguemos a ser tan ligeros como la brisa. La brisa es nuestro nuevo talante. Antes era el viento cálido. Tú has cambiado nuestra dirección.

—Estás dando rodeos, Gorda.

—Sí, pero ello se debe a que estás vacío. No puedo ser más clara. Cuando regreses, los Genaros te enseña­rán el arte del acecho y luego partiremos. El Nagual dijo que si decidías quedarte con nosotros, lo primero que debía decirte era que tenías que recordar tus en­cuentros con Soledad y con las hermanitas y examinar todos y cada uno de los detalles de lo sucedido en rela­ción con ellas, porque todo es un presagio de lo que te ocurrirá en el camino. Si eres cauteloso e impecable, ve­rás que esos hechos eran ofrendas de poder.

—¿Qué va a hacer doña Soledad?

—Se va. Las hermanitas le han estado ayudando a desmontar su suelo. Ese suelo la ayudaba a alcanzar la atención del nagual. Las líneas estaban dotadas de po­der para hacerlo. Dada una de ellas captaba una parte de su atención. El estar incompleto no representa un in­conveniente para que ciertos guerreros alcancen ese ni­vel. Soledad fue transformada porque llegó a ese grado de atención antes que los demás. Ya no le es necesario mirar su piso para entrar a ese otro mundo y dado que el suelo ya no le hace falta, lo ha devuelto a la tierra de la cual lo había cogido.

—Están de veras decididos a partir, ¿no, Gorda?

—Lo estamos. Es por eso que te pido que te marches por unos días para que tengamos tiempo de deshacer­nos de todo lo que poseemos.

—¿Soy yo el encargado de hallar un lugar para to­dos, Gorda?

—Tal sería tu deber si fueses un guerrero impeca­ble. Pero no lo eres; tampoco lo somos nosotros. Sin em­bargo, deberemos hacer todo lo posible para hacer fren­te al nuevo desafío.

Tuve una sensación opresiva de perdición. Nunca me habían agradado las responsabilidades. Pensé que el cometido de guiarles era una carga demasiado pesa­da para mí.

—Tal vez no tengamos que hacer nada —dije.

—Sí. Eso es cierto —dijo, y rió—. ¿Por qué no te lo re­pites una y otra vez, hasta que te sientas a salvo? El Na­gual se cansó de decirte que la única libertad de que dis­ponen los guerreros consiste en su conducta impecable.

Me contó hasta qué punto había insistido el Nagual en que comprendiesen que la impecabilidad no sólo re­presentaba la libertad, sino que era el único medio para ahuyentar la forma humana.

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