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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (36 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Yo le narré el modo en que don Juan logró hacerme entender en qué consistía la impecabilidad. Atravesába­mos un día un barranco de paredes muy escarpadas; un enorme pedrusco se desprendió de sus sostén rocoso y cayó con fuerza formidable al fondo del cañón, a veinte o treinta metros de nosotros. El tamaño de la piedra hizo que su caída resultara impresionante. Dijo que la fuerza que rige nuestros destinos está fuera de nosotros y nada tiene que ver con nuestros actos ni con nuestra voluntad. En ocasiones, esa fuerza nos lleva a detenernos en el ca­mino para inclinarnos a atar los cordones sueltos de los zapatos, como yo acababa de hacer, y ganar así un mo­mento precioso. De seguir adelante, era indudable que el inmenso trozo de roca nos hubiese aplastado. No obstan­te, otro día, en otro desfiladero, era posible que la misma decisiva fuerza exterior nos obligara a anudarnos los cordones en el preciso lugar sobre el cual descendiera un canto rodado de iguales dimensiones. En ese casó, nos hu­biese hecho perder un momento precioso: de continuar caminando, nos habríamos salvado. Don Juan concluyó que, dada mi total falta de control sobre las fuerzas que decidían mi destino, el único acto de libertad posible con­sistía en atarme los cordones impecablemente.

La Gorda daba la impresión de estar conmovida por mi relato. Retuvo durante un instante mi rostro entre las manos desde el otro lado de la mesa.

—La impecabilidad es para mí transmitirte, en el momento oportuno, lo que el Nagual me encomendó decir­te —precisó—. Pero el poder debe decidir el instante exac­to de revelártelo; de lo contrario, no servirá de nada.

Hizo una pausa dramática. Su dilación fue muy es­tudiada, pero surtió un terrible efecto sobre mí.

—¿Qué ocurre? —pregunté desesperadamente.

No respondió. Me cogió por el brazo y me condujo hasta la zona inmediata a la puerta de delante. Me hizo sentar en el duro suelo apisonado, con la espalda apoya­da en una estaca de más o menos medio metro de altura con el aspecto de un tocón plantado casi contra el muro exterior de la casa. Había una hilera de cinco palos iguales, instalados en tierra a unos sesenta centímetros el uno del otro. Tenía la intención de preguntar a la Gorda qué función cumplían. Mi primera impresión ha­bía sido que un anterior propietario los debía haber em­pleado para atar a ellos animales. Mi conjetura, no obs­tante, resultaba incongruente, puesto que el lugar era una especie de galería techada.

Comenté a la Gorda mis suposiciones cuando se sen­tó a mi izquierda, apoyándose en otro tocón. Rió y me dijo que, en efecto, los palos se empleaban para atar ani­males de todas clases; pero no se debían a la obra de un antiguo dueño. Agregó que casi había destrozado sus ri­ñones mientras cavaba los agujeros para implantarlos.

—¿Para que los utilizan? —inquirí.

—Digamos que para atarnos a ellos —replicó—. Y ello me recuerda la siguiente cosa que el Nagual me en­cargó decirte. Me explicó que, debido a que estabas va­cío, debía concentrar tu segunda atención, tu atención del Nagual, valiéndose de métodos distintos de aquellos que empleaba con los demás. Nosotros llegamos a con­solidar esa atención por medio del
soñar
, en tanto tú lo hiciste a través de las plantas de poder. El Nagual sos­tenía que sus plantas de poder reducían el aspecto más amenazador de tu segunda atención a una mata, y que esa era la forma que se desprendía de tu cabeza. Según sus palabras, eso es lo que les ocurre a los brujos que to­man plantas de poder. Si no mueren, las plantas de po­der convierten su segunda atención en esa espantosa forma que surge de su cabeza.

—Ahora llegamos a lo que él quería que hicieras. Dijo que a esta altura debías cambiar de dirección y comenzar a concentrar tu segunda atención de otro modo, más seme­jante al nuestro. No puedes mantenerte en el sendero del conocimiento, a menos que equilibres tu segunda aten­ción. Hasta ahora, la llevaste a hombros del poder del Nagual, pero ya estás solo. Eso era lo que debía decirte.

—¿Y qué debo hacer para equilibrar mi segunda atención?

—Debes
soñar
, tal como nosotras lo hacemos. El
so­ñar
es el único modo de concentrar la segunda atención sin dañarla, sin que resulte amenazadora u horrenda. Tu segunda atención se dirige al lado espantoso del mundo; la nuestra, al lado hermoso. Debes cambiar de lado y venir al nuestro. Eso es lo que escogiste la otra noche, al decidirte a marchar con nosotros.

—Esa forma, ¿puede surgir en mí en cualquier mo­mento?

—No. El Nagual dijo que no volvería a aparecer has­ta que no fueses viejo como él. Tu Nagual ya se ha mostrado siempre que ha sido necesario. El Nagual y Genaro se cuidaron de ello. Solían hacerlo salir por fas­tidiarte. El Nagual me contó que en ocasiones llegabas a un pelo de la muerte porque tu segunda atención era muy complaciente. Una vez incluso le asustaste: tu na­gual le atacó y se vio obligado a cantar para serenarlo. Pero lo peor te sucedió en Ciudad de México; un día en­traste a una oficina y allí pasaste por la grieta entre los mundos. Su único objetivo consistía en dispersar tu atención del tonal; estabas preocupado hasta un punto increíble por una cuestión idiota. Pero en cuanto te em­pujó, todo tu tonal se redujo y tu ser entero cruzó la grieta. Pasó momentos terribles buscándote. No me ocultó que, por un momento, creyó que te habías alejado incluso de los lugares a los cuales él podía acceder. Pero logró
verte
vagando a la ventura y te trajo de regreso. Me contó que saliste de la grieta a las diez de la mañana. Así, las diez pasó a ser tu hora.

—¿Mi hora para qué?

—Para todo. Si sigues siendo un hombre morirás al­rededor de esa hora. Si llegas a ser un brujo, dejarás este mundo alrededor de esa hora.

—Eligio también siguió un camino diferente; un ca­mino que ninguno de nosotros conoce. Lo conocimos poco antes de su partida. Era un soñador maravilloso. Tanto que el Nagual y Genaro solían llevarle a través de la grieta y tenía el poder necesario para cruzarla como si nada. Ni siquiera jadeaba. Ellos le dieron el empujón final con plantas de poder. Disponía del con­trol y del poder preciso para dominar las fuerzas resul­tantes del empujón. Y ello lo llevó hasta el lugar en que se halla.

—Los Genaros me dijeron que Eligio había saltado con Benigno. ¿Es cierto eso?

—Claro. Para cuando Eligio hubo de saltar, su segun­da atención ya había estado en ese otro mundo. El Na­gual estaba convencido de que la tuya también lo había estado, pero, debido a tu falta de control, te habría resul­tado una pesadilla. Según él, sus plantas de poder te de­sequilibraban; habían forzado a abrirte camino por tu atención del nagual y te habían situado directamente en el reino de tu segunda atención, aunque sin dominio al­guno sobre ella. El Nagual no administró plantas de po­der a Eligio hasta el final.

—¿Crees que mi segunda atención ha sido dañada, Gorda?

—El Nagual no dijo jamás nada semejante. Él pen­saba que eras un loco peligroso, pero eso no tenía nada que ver con las plantas de poder. Aseveraba que, en ti, ambas atenciones eran ingobernables. Si te sobrepusie­ras a ello, serías un guerrero.

Quería que siguiera hablándome sobre el tema. Plantó su mano sobre mi libreta y me hizo saber que te­níamos por delante un día terriblemente agotador y ne­cesitábamos reponer energías para soportarlo. Por tan­to, debíamos reforzarnos mediante la luz solar. Aseguró que las circunstancias requerían la captación de sus ra­yos por el ojo izquierdo. Comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, lentamente, mirando con fijeza al sol a través de sus párpados entornados.

Instantes más tarde se nos unieron Rosa, Josefina y Lidia. Lidia se sentó a mi derecha, Josefina junto a ella, y Rosa lo hizo al lado de la Gorda. Todas apoyaban la espalda en las estacas. Yo me encontraba en el centro de la fila.

Era un día claro. El sol estaba por encima de la dis­tante hilera de montañas. Comenzaron a mover la cabe­za con una sincronización perfecta. Las imité y tuve la impresión de haberme puesto de acuerdo con ellas pre­viamente. Al cabo de un minuto más o menos, se detu­vieron.

Todas llevaban sombrero y se cubrían el rostro con las alas, evitando que la luz del sol diese en sus ojos cuando no los bañaban adrede en ella. La Gorda me ha­bía dado mi viejo sombrero.

Estuvimos allí sentados durante cerca de media hora. En ese lapso repetimos el ejercicio incontables ve­ces. Yo pretendía indicar en la libreta el número, pero la Gorda, como al descuido, la había puesto fuera de mi alcance.

De pronto, Lidia se puso en pie murmurando algo ininteligible. La Gorda se inclinó sobre mí y susurró que los Genaros venían por el camino. Me erguí para mirar, pero no había nadie a la vista. Rosa y Josefina también se levantaron y entraron tras Lidia a la casa.

Comuniqué a la Gorda que no veía a nadie en las proximidades. Replicó que los Genaros se habían dejado ver en un punto del camino; añadió que temía el momento en que nos volviéramos a reunir, pero tenía con­fianza en que yo manejara la situación. Me aconsejó ser extremadamente cuidadoso con Josefina y Pablito por­que carecían de control sobre sí mismos. Me dijo que mi misión más importante consistía en sacar a los Genaros de la casa al cabo de una hora, más o menos.

Yo seguía observando el camino. No había la menor señal de que alguien se aproximara.

—¿Estás segura de que vienen? —pregunté.

Dijo que ella no les había visto, pero que Lidia sí. Los Genaros habían resultado visibles para ella porque, a la vez que bañaba sus ojos en la luz, no había dejado de observar los alrededores.

La explicación de la Gorda no me había resultado sa­tisfactoria y le pedí que se explayara sobre el particular.

—Somos observadores —dijo—. Como tú. Somos lo mismo. No es necesario que lo niegues. El Nagual nos contó tus proezas de observación.

—¡Mis proezas de observación! ¿De qué hablas, Gorda?

Contrajo los labios. Se la veía casi enfadada a causa de mi pregunta; sorprendida. Sonrió y me dio una pal­mada.

De pronto, su cuerpo vibró. Miró por encima de mi hombro, con los ojos en blanco y entonces sacudió la ca­beza vigorosamente. Dijo que acababa de «ver» que los Genaros no iban hacia allí: era demasiado temprano. Esperarían un rato antes de hacer su aparición. Sonrió, como si la demora la complaciera.

—De todos modos, es demasiado temprano para re­cibirles —dijo—. Y ellos sienten lo mismo en lo que a nosotros respecta.

—¿Dónde se encuentran? —pregunté.

—Han de estar sentados en alguna parte, a un lado del camino —replicó—. Es indudable que Benigno miró hacia la casa antes de subir y nos vio aquí sentados; esa es la razón por la cual decidieron esperar. Es perfecto. Ello nos dará tiempo.

—Me preocupas, Gorda. ¿Tiempo para qué?

—Hoy debes acorralar tu segunda atención, y eso nos afecta a todos.

—¿Y cómo lo haré?

—No lo sé. Nos resultas muy misterioso. El Nagual te hizo cantidad de cosas con sus plantas de poder, pero no puedes afirmar que constituyan un conocimiento. Eso es lo que he estado tratando de decirte. A menos que tengas dominio sobre tu segunda atención, te será imposible valerte de ella. Hasta entonces, permanece­rás para siempre a medio camino entre las dos, como ahora. Todo lo que te ha sucedido desde tu llegada ha tenido como objeto poner en movimiento esa atención. Te he ido dando instrucciones poco a poco, tal como el Nagual me lo ordenó. Dado que has seguido otro sende­ro, ignoras las cosas que nosotros conocemos; del mismo modo, nosotros nada sabemos acerca de las plantas de poder. Soledad sabe algo más, porque el Nagual la llevó a su tierra. Néstor conoce plantas medicinales, pero ninguno ha recibido las enseñanzas que tú. Aún no ne­cesitamos de tu saber. Pero algún día, cuando estemos preparados, tú serás el único que conozca el modo de proporcionar un estímulo mediante plantas de poder. Sólo yo sé dónde se encuentra escondida la pipa del Na­gual, en espera de ese día.

—La orden del Nagual es la siguiente: debes desviar­te de tu camino y marchar con nosotros. Eso significa que tienes que
soñar
con nosotras y acechar con los Ge­naros. Ya no puedes permanecer donde te encuentras, en el lado horrendo de tu segunda atención. Otra salida violenta de tu nagual podría matarte. El Nagual me dijo que los seres humanos eran criaturas frágiles com­puestas por muchas capas de luminosidad. Cuando los
ves
, parecen poseer fibras, pero éstas son en realidad capas, semejantes a las de una cebolla. Las sacudidas, de cualquier clase que sean, separan esas capas y pue­den producir la muerte.

Se puso en pie y me condujo a la cocina. Allí nos sen­tamos, el uno frente al otro. Lidia, Rosa y Josefina esta­ban atareadas en el patio. No alcanzaba a verlas, pero las oía conversar y reír.

—El Nagual decía que nuestra muerte es consecuen­cia de la separación de las capas —dijo la Gorda—. Las sacudidas siempre las separan, pero vuelven a unirse. No obstante, a veces, la sacudida es tan violenta que las capas se distancian entre sí hasta el punto de no poder volver a juntarse.

—¿Has
visto
alguna vez las capas, Gorda?

—Claro. Vi morir a un hombre en la calle. El Nagual me contó que tú también habías dado con un hombre en trance de muerte, pero no le habías
visto
morir. El Na­gual me hizo ver las capas del moribundo. Eran como las pieles de una cebolla. Cuando los seres humanos se ha­llan en salud, semejan huevos luminosos, pero si están enfermos comienzan a descascararse como una cebolla.

—El Nagual me dijo que tu segunda atención era tan poderosa que pugnaba constantemente por salir. Él y Genaro tenían que unir tus capas, pues de otro modo habrías muerto. Por eso estimaba que tu energía podía alcanzar para permitir la aparición de tu nagual por dos veces. Quería decir con ello que te era posible con­servar las capas en su sitio por ti mismo en dos oportu­nidades. Lo hiciste más veces, y ahora estás terminado. Ya no posees la energía necesaria para mantener uni­das tus capas en caso de otra sacudida. El Nagual me encargó cuidar de todos; en cuanto a ti, debo ayudarte a apretar tus capas. El Nagual decía que la muerte las se­para. Me explicó que el centro de nuestra luminosidad, la atención del nagual, ejerce permanentemente una fuerza hacia fuera, y que esa es la causa de que las ca­pas se separen. De modo que a la muerte le resulta fácil introducirse en ellas y separarlas por completo. Los brujos tienen que hacer todo lo posible para mantener unidas sus propias capas. Por eso el Nagual nos enseñó a
soñar
. El
soñar
une las capas. Cuando los brujos aprenden a
soñar
reúnen sus dos atenciones y ya no es necesario que el centro empuje hacia afuera.

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