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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (38 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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Quería preguntarle acerca del paso de don Juan y don Genaro por aquella grieta. Me hizo callar rozándo­me la boca con los dedos.

Dijo que otra etapa era la de la observación de lo dis­tante y de las nubes. Ante ambas cosas, el esfuerzo del observador se limitaba a remitir su segunda atención al lugar observado. Así, era posible recorrer grandes dis­tancias montado en una nube. En caso de mirar una nube, el Nagual no permitía jamás observar el naci­miento de los rayos. Les decía que debía perder la for­ma antes de intentar tal hazaña. Entonces podrán mon­tar no solo en una chispa inicial, sino también en el propio rayo.

La Gorda se echó a reír y me pidió que tratase de imaginar quién podía ser tan atrevido o estar tan loco como para intentar realmente observar el nacimiento de los rayos. Aseveró que Josefina lo había probado todas las veces posibles, en ausencia del Nagual, hasta el día en que un rayo casi le causó la muerte.

—Genaro era un brujo del rayo —continuó—. Sus dos primeros aprendices, Benigno y Néstor, fueron se­ñalados por el trueno, su amigo. El aseguraba buscar plantas en una zona muy remota, en la cual los indios forman un grupo muy cerrado y no gustan de visitantes de ninguna clase. Habían permitido a Genaro acceder a su tierra debido a que él hablaba su lengua. Se encontraba recogiendo plantas cuando empezó a llover. Había por allí algunas casas, pero la gente era poco cordial y él no deseaba molestar. Estaba a punto de deslizarse, a gatas, en un agujero cuando vio acercarse a un hombre en bicicleta, aplastado por su carga. Era Benigno, el hombre del poblado, que trataba con aquellos indios. La bicicleta se clavó en el lodo y en ese preciso momento un rayo cayó sobre él. Genaro pensó que le había matado. La gente del lugar había visto lo ocurrido y había sali­do. Benigno estaba más asustado que lastimado, pero tanto su bicicleta como su mercancía estaban destroza­das. Genaro pasó una semana a su lado y lo curó.

—Algo casi idéntico le sucedió a Néstor. Acostumbra­ba a comprar plantas medicinales a Genaro; cierto día le siguió hasta las montañas, para ver donde las recogía y no tener que pagar más por ellas. Genaro se adentró en las montañas, adrede, mucho más que de costumbre; su intención era que Néstor se extraviara. No llovía, pero había rayos. Uno de ellos tomó tierra y corrió por ella como una serpiente. Pasó por entre las piernas de Néstor y fue a dar en una piedra a diez metros.

—Según Genaro, había chamuscado las piernas de Néstor. Los testículos se le hincharon y se puso muy en­fermo. Genaro se vio obligado a cuidar de él durante una semana allí mismo, en las montañas.

—Para cuando Benigno y Néstor estuvieron curados, se vieron también enganchados. Es necesario engan­char a los hombres. A las mujeres no. Las mujeres en­tran libremente en todo. En ello radica su poder y su desventaja. Los hombres deben ser guiados y las muje­res, contenidas».

Sofocó una risilla y dijo que era indudable que había mucho de masculino en ella, puesto que necesitaba ser guiada, y que yo debía tener mucho de femenino, por­que requería ser contenido.

La etapa final había sido la de la observación del fuego, el humo y las nubes. Me comunicó que para un observador el fuego y el humo no eran luminosos, sino negros. Las sombras, en cambio, eran brillantes y tenían movimiento y color.

Había dos cosas más que se mantenían separadas: la observación del agua y la de las estrellas. La observa­ción de estrellas era exclusividad de los brujos que habían perdido su forma humana. Me contó que a ella le había ido muy bien en ello; no así en la observación del agua; especialmente del agua fluyente, que servía a los brujos sin forma para concentrar su segunda atención y llevarla a cualquier parte a la que desearan ir.

—A todos nosotros nos aterroriza el agua —conti­nuó—. Un río puede atrapar tu segunda atención y lle­vársela, sin que sea posible detenerla. El Nagual me habló de tus hazañas como observador de agua. Pero no me ocultó que una vez estuviste a punto de desintegrar­te en el curso de un río poco profundo y que ahora no puedes siquiera tomar un baño.

En varias oportunidades, don Juan me había hecho observar una acequia que se encontraba detrás de su casa bajo los efectos de su mezcla de fumar. Había expe­rimentado sensaciones inconcebibles. Llegué a verme enteramente verde, como cubierto de algas. Fue enton­ces cuando me recomendó evitar el agua.

—¿Perjudicó el agua a mi segunda atención? —pre­gunté.

—En efecto —respondió ella—. Eres un individuo muy descuidado. El Nagual te advirtió que debías pro­ceder con cautela, pero excediste tus propias limitacio­nes en la observación del agua fluyente. Él me contó que podías haber utilizado el agua como nadie, pero no era tu destino el ser moderado.

Acercó su asiento al mío.

—Eso es todo, por lo que a la observación respecta —dijo—. Pero debo comunicarte más cosas antes de que partas.

—¿De qué se trata, Gorda?

—Primero, antes de que te diga nada debes volver tu segunda atención hacia las hermanitas y yo.

—No creo que me sea posible.

La Gorda se puso de pie y entró en la casa. Volvió poco después, con un pequeño cojín redondo de la mis­ma fibra natural que se utiliza para hacer las redes. Sin una palabra, me condujo hacia la galería de entrada. Me dijo que el cojín lo había hecho ella misma, para es­tar cómoda mientras aprendía a observar, puesto que la posición del cuerpo era de gran importancia para ello. Había que sentarse en el suelo, sobre un rimero de ho­jas secas o un cojín de fibras naturales. La espalda de­bía apoyarse en un árbol, un tocón o una piedra lisa. Era necesario estar completamente relajado. Los ojos no se fijaban jamás en el objeto, para evitar cansarlos. El observar consistía en explorar muy lentamente, mo­viendo los ojos en sentido opuesto al de las agujas del reloj, pero sin variar la posición de la cabeza. Agregó que el Nagual les había hecho instalar allí aquellas es­tacas para apoyarse.

Me hizo sentar sobre el cojín y colocar la espalda contra uno de los tocones. Me advirtió que iba a orien­tarme en la observación de un lugar de poder que el Na­gual había hallado en las colinas erosionadas del otro lado del valle. Confiaba en que por ese medio lograría la energía necesaria para cambiar la dirección de mi se­gunda atención.

Se sentó muy cerca de mí, a mi izquierda, y comen­zó a darme instrucciones. Casi en un susurro me orde­nó tener los párpados entornados y mirar el punto en que convergían dos grandes colinas. Había allí una caí­da de agua. Dijo que esta observación en particular constaba de cuatro acciones separadas. La primera consistía en emplear el ala de mi sombrero como visera para evitar el excesivo resplandor solar y permitir que llegase a mis ojos tan sólo una pequeña cantidad de luz; luego, había que entrecerrar los ojos, el tercer paso requería mantener constante el ángulo de apertura de los mismos con la finalidad de que el flujo de luz fuese uniforme; el cuarto suponía distinguir al fondo la caída de agua, a través de la malla de fibras luminosas de las pestañas.

Al principio no me vi capaz de seguir sus instruccio­nes. El sol estaba alto y me veía forzado a ladear la ca­beza. Incliné el sombrero hasta cubrir con el ala lo más violento de la luz. Eso parecía bastar. Tan pronto como entorné los ojos, un destello, que parecía provenir del ala, explotó, literalmente, sobre mis pestañas, que ha­cían las veces de filtro, creando una telaraña al paso de los rayos. Mantuve los párpados entrecerrados y jugué con la imagen hasta que el trazado oscuro, vertical, del hilo del agua destacó con claridad del conjunto.

La Gorda me indicó entonces que observase la parte media del declive hasta divisar una mancha de color castaño muy oscuro. Me hizo saber que se trataba de un agujero, inexistente, para el ojo que miraba, pero real para aquel que «veía». Me advirtió sobre la necesidad de controlarme a partir del momento en que aislase la man­cha para que ésta no me atrajera. Me propuso que, lle­gado ese instante, se lo hiciese saber con una presión de mis hombros sobre los suyos. Se deslizó hasta ponerse en contacto conmigo.

Luché durante un momento por coordinar y estabili­zar los cuatro movimientos; de pronto, en el medio del salto, surgió un punto oscuro. Advertí sin tardanza que no lo veía en el sentido corriente del término. Se trataba fundamentalmente de una impresión, una distorsión óp­tica. En cuanto mi control disminuía, desaparecía. En­traba en mi campo de percepción únicamente en tanto conservaba bajo control los cuatro aspectos del esfuerzo. Recordé entonces que don Juan me había inducido innu­merables veces a realizar tareas similares. Acostumbra­ba a colgar un trozo de tela de reducido tamaño en una rama baja de un arbusto, escogido estratégicamente para que se hallase en línea con formaciones geológicas específicas en las montañas que les servían de fondo. El sentarme a aproximadamente metro y medio de aquella pieza de paño y contemplarla en relación con las ramas de las cuales pendía, solía suscitar en mí un efecto per­ceptual especial. El trapo, siempre algo más oscuro que el accidente geológico al cual dirigía la vista, daba la im­presión de ser, en principio, un detalle del mismo. Todo consistía en dejar que la percepción actuara libremente, prescindiendo de todo análisis. Todos mis intentos esta­ban condenados al fracaso porque yo era incapaz de no llevar a cabo un juicio; mi mente terminaba siempre por lanzarse a alguna especulación racional referida a la mecánica de mi percepción fantasma.

Esta vez no sentí necesidad de realizar especulación alguna. La Gorda no me resultaba una figura imponen­te con la cual necesitase inconscientemente enfrentar­me, como en el caso de don Juan.

El punto oscuro en mi campo de percepción, pasó a ser casi negro. Me recliné sobre el hombro de la Gorda para hacérselo saber. Me susurró al oído que debía es­forzarme por no variar la posición de mis párpados y respirar con tranquilidad con el abdomen. No tenía que permitir que la mancha me atrajera, sino dejarme ir gradualmente hacia ella. Lo que debía evitar era que el agujero creciese y de improviso me engullera. Si tal cosa sucedía, debía abrir los ojos de inmediato.

Comencé a respirar según sus recomendaciones; merced a ello, me era posible mantener los ojos indefini­damente abiertos en la medida adecuada.

Permanecí en esa posición durante bastante tiempo. Entonces reparé en que había vuelto a respirar como de costumbre sin que ello hubiese apartado mi percepción de la mancha oscura. Pero de repente la mancha co­menzó a moverse, a latir y, antes de que me fuera posi­ble retornar al ritmo respiratorio aconsejable, la oscuri­dad se cercó y me envolvió. Me sentí al borde de la locura y abrí los ojos.

La Gorda dijo que como lo que estaba haciendo era observar a distancia, se hacía necesario que respirara de acuerdo con sus instrucciones. Me instó a comenzar­lo todo nuevamente. Dijo que el Nagual les hacía sentar durante días enteros acorralando la segunda aten­ción mediante la observación de aquel punto. Les había hablado repetidas veces acerca del peligro de ser devo­rados, a causa de la sacudida que experimentaba el cuerpo.

Me llevó casi una hora de observación llegar a hacer lo que ella había indicado. Elevarse sobre la mancha marrón y observar su interior implicaba la iluminación por entero imprevista del objeto de mi percepción. A medida que se hacía más claro, iba comprendiendo que en mi interior tenía lugar un imposible, a cargo de un algo desconocido. Sentía que avanzaba realmente hasta observado, por eso tenía la impresión de que era más preciso. Llegué a encontrarme tan cerca de él que me era posible distinguir sus características, como, por ejemplo, las rocas y la vegetación. La cercanía alcanzó a ser tal que logré discernir una formación peculiar sobre una piedra. Tenía el aspecto de una silla toscamente ta­llada. Me gustaba mucho; comparadas con ella, las ro­cas de alrededor resultaban insignificantes y sin brillo.

No se cuanto tiempo pasé observándola. Alcanzaba a precisar todos y cada uno de sus detalles. Comprendí que no debía intentar agotarlos, porque nunca lo conse­guiría. Pero algo disipó mi atención; una nueva y desco­nocida imagen se superpuso a la anterior en la roca, y luego otra y otra más. Me irritaba la interferencia. En­tonces, me di cuenta de que la Gorda, situada a mis es­paldas, me hacía mover la cabeza de un lado hacia otro. En cuestión de segundos, toda mi concentración se ha­bía desvanecido.

La Gorda se echó a reír y me dijo que comprendía por qué había causado en el Nagual tanta preocupación. Había visto por si misma mi tendencia a trasponer los límites. Se sentó junto al palo más próximo al mío y me comunicó que ella y las hermanitas iban a observar el lugar de poder del Nagual. Emitió un reclamo agudo. Al momento, las hermanitas salieron de la casa y se senta­ron a observar junto a ella.

Su maestría en la observación era evidente. Sus cuerpos adquirieron una extraña rigidez. No daban muestra alguna de estar respirando. Su quietud era tan contagiosa que me hallé inesperadamente con los ojos entornados contemplando las colinas.

El observar había constituido una verdadera revela­ción para mí. Al practicarla había corroborado muchos aspectos importantes de las enseñanzas de don Juan. La Gorda había descrito la tarea de un modo muy vago: «lanzarse» constituía más una orden que la explicación de un proceso, y no obstante, no dejaba de ser esto últi­mo en tanto se hubiese satisfecho un requisito previo, al que don Juan llamaba detención del diálogo interno. La gorda se había referido a ello al decir «silenciar los pen­samientos». Si bien me había guiado por el sendero opuesto, don Juan no había dejado de enseñármelo; en vez de adiestrarme para concentrar mi visual, como los observadores, me preparó para abrirla, para anegar mi conciencia mediante el expediente de no centrar la atención en nada singular. Mi obligación consistía, en cierto modo, en poner los ojos sobre todo aquello que fuera visible para mí en un radio de 180 grados, en tan­to dirigía la atención a un punto impreciso, inmediata­mente por encima de la línea del horizonte.

La observación me resultaba muy difícil, por cuanto suponía revertir esa educación. Al tratar de concentrar­me, tendí a dispersarme. No obstante, el esfuerzo que debía hacer para contener esa tendencia me apartaba de mis pensamientos. Una vez lograda esa desconexión de mi diálogo interno, era sencillo observar según las pres­cripciones de la Gorda.

Don Juan se había cansado de repetir que la condi­ción esencial de la brujería residía para él en la capaci­dad para detener el diálogo interno. En términos co­rrespondientes a la explicación provista por la Gorda, respecto de los dos dominios de la atención, la detención del diálogo interno era una forma de descripción opera­tiva del acto de desconectar la atención del tonal.

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