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Authors: Carlos Castaneda

Tags: #Autoayuda, Esoterismo, Relato

El segundo anillo de poder (39 page)

BOOK: El segundo anillo de poder
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También decía don Juan que cuando detenemos el diálogo interno también paramos el mundo. Esa era una descripción operativa del inconcebible proceso de concentración de nuestra segunda atención. Aseveraba que hay una parte de nosotros siempre cerrada bajo lla­ve, porque le tememos; para la razón es algo así como un pariente loco al que mantenemos en un calabozo. Se­gún palabras de la Gorda, eso era nuestra segunda atención. Cuando lográbamos finalmente concentrarla en algo, el mundo se paraba. Puesto que, como hombres corrientes, sólo conocemos la atención del tonal, no pa­rece exagerado afirmar que, una vez que la misma es suprimida, el mundo entero debe cesar su movimiento. La concentración de nuestra salvaje, ineducada, segun­da atención, debe ser, por fuerza, terrorífica. Don Juan tenía razón al decir que el único modo de evitar que el pariente loco irrumpiera con violencia en nuestra vida, era escudarse en el infinito diálogo interno.

La Gorda y las hermanitas se pusieron de pie tras unos treinta minutos de observación. La Gorda me indi­có con la cabeza que las siguiera. Entraron en la cocina. La Gorda me señaló un banco para que me sentara. Dijo que iba al camino a buscar a los Genaros. Salió por la puerta de delante.

Las hermanitas se sentaron a mi alrededor. Lidia se ofreció para responder a todo lo que yo quisiera pregun­tar. Le pedí que me hablase de su observación del lugar de poder de don Juan, pero no me comprendió.

—Soy observadora de distancias y de sombras —dijo—. Cuando llegué a serlo, el Nagual me hizo comenzar todo otra vez; hube de observar las sombras de hojas, plantas y árboles y rocas. Yo no miró los objetos: sólo miro sus sombras. Aunque no haya luz alguna, hay sombras; has­ta de noche hay sombras. Dado que soy observadora de sombras, lo soy de distancia. Puedo observar sombras, aún en la distancia.

—Las sombras del amanecer no rebelan gran cosa. Las sombras descansan a esa hora. De modo que es inútil observar muy temprano. Alrededor de las seis, las sombras despiertan, y su mejor momento está cerca de las cinco de la tarde. En ese momento se hallan entera­mente despiertas.

—¿Qué te dicen las sombras?

—Todo lo que desee saber. Me dicen cosas ya sea por su temperatura, sus movimientos o sus colores. No co­nozco, sin embargo, todos los significados del color y el calor. El Nagual dejó por mi cuenta el aprenderlo.

—¿Cómo aprendes?

—En el
soñar
. Los soñadores deben observar para
soñar
, y deben buscar sueños para observar. Por ejem­plo, el Nagual me hacía observar sombras de rocas; lue­go, en mi
soñar
, descubría que esas sombras poseían luz, de modo que, desde entonces, buscaba la luz en las sombras hasta dar con ella. Observar y
soñar
son cosas que están unidas. Me costó un largo tiempo de observa­ción de sombras el llevarlas a mi
soñar
. Y luego me cos­tó un largo período de
soñar
y observar el conseguir que ambas cosas se unieran, para
ver
realmente en las som­bras lo que veía en mi
soñar
. ¿Entiendes? Todos hace­mos lo mismo. El
soñar
de Rosa gira en torno a los árbo­les porque es una observadora de árboles y el de Josefina ­tiene que ver con nubes porque es una observadora de nubes. Observan árboles y nubes hasta alcanzar con ello el nivel de su
soñar
.

Rosa y Josefina hicieron un gesto de asentimiento.

—¿Y la Gorda? —pregunté.

—Es la observadora de pulgas —dijo Rosa, y todas rieron.

—A la Gorda no le gusta que le piquen pulgas —ex­plicó Lidia—. No tiene forma y puede observarlo todo, pero antes solía dedicarse a la lluvia.

—¿Y Pablito?

—Observa el sexo de las mujeres —dijo Rosa con in­diferencia.

Soltaron una carcajada. Rosa me palmeó la espalda.

—Se me ocurre que, puesto que es tu compañero, sigue tu ejemplo —dijo.

Golpearon la mesa y movieron los bancos al empu­jarlos con los pies en medio de su risa.

—Pablito es observador de rocas —dijo Lidia—. Néstor atiende la lluvia y a las plantas y Benigno a la distan­cia. Pero no me preguntes más acerca de la observación, porque perderé mi poder si te cuento más.

—¿Y por qué la Gorda me lo dice todo?

—Ella ha perdido la forma —replicó Lidia—. Cuan­do yo la pierda haré lo mismo. Pero para entonces no te interesará escucharme. Te importa ahora porque eres tan torpe como nosotras. Cuando pierdas tu forma deja­rás de serlo.

—¿Por qué haces tantas preguntas cuando sabes todo esto? —quiso saber Rosa.

—Porque es como nosotras —dijo Lidia—. No es un verdadero nagual. Aún es un hombre.

Se volvió hacia mí. Durante un instante su rostro se mostró duro y sus ojos penetrantes y fríos, pero su ex­presión se hizo más dulce al hablarme.

—Pablito y tu son compañeros —dijo—. Le aprecias ¿no?

Lo pensé antes de responder. Le dije que, de algún modo, confiaba en él implícitamente. Por cierta razón ignorada, sentía afinidad con el.

—Le estimas tanto que jugaste sucio con él —dijo en tono acusador—. En aquella cima desde la cual salta­ron, él estaba llegando a concentrar su segunda aten­ción por sus propios medios; tú le obligastes a arrojarse contigo.

—Sólo le cogí por el brazo —protesté.

—Un brujo no coge a otro brujo por el brazo —dijo. Todos somos capaces de valernos por nosotros mismos. Tú no necesitas que ninguna de nosotras te ayude. Sólo un brujo que
ve
y carece de forma puede auxiliar. En aquella montaña, era de esperar que tu saltases prime­ro. Ahora Pablito está ligado a ti. Imagino que te propones ayudarnos del mismo modo. ¡Dios mío! ¡Cuanto más pienso en ti más te desprecio!

Rosa y Josefina mascullaron unas palabras diciendo estar de acuerdo. Rosa se puso de pie y me enfrentó con los ojos llenos de ira. Exigía saber lo que me proponía hacer con ellas. Le respondí que pensaba partir muy pronto. Esa afirmación pareció chocarles. Las tres ha­blaron a la vez. La voz de Lidia se imponía a las demás. Dijo que el momento de partir había sido en la noche anterior, y que mi decisión de quedarme había suscita­do su odio. Josefina comenzó a aullar obscenidades en mi contra.

Experimenté un súbito escalofrío. Me puse de pie y les dije que se callaran con una voz distinta a la mía. Me miraron horrorizadas. Traté de restar importancia a la cuestión, pero me había asustado a mi mismo tanto como a ellas.

En ese instante se presentó la Gorda en la cocina, como si hubiese estado escondida en la habitación de delante, aguardando a que iniciáramos una pelea. Ma­nifestó que nos había advertido sobre el peligro que to­dos corríamos de caer los unos en las redes de los otros. Tuve que reír al ver el modo en que nos regañaba, como si fuésemos niños. Aseveró que nos debíamos mutuo respeto y que el respeto entre guerreros era un asunto sumamente delicado. Las hermanitas sabían compor­tarse como guerreros entre sí, al igual que los Genaros, pero en cuanto yo me inmiscuía en alguno de los gru­pos, o los dos grupos se reunían todos olvidaban su sa­ber guerrero y se comportaban como bestias.

Nos sentamos. La Gorda lo hizo a mi lado. Tras una pausa, Lidia expuso que temía que hiciera con ellas lo que le había hecho a Pablito. La Gorda rió aseveran­do que nunca permitiría que ayudase a nadie así. Le ex­puse que no comprendía qué le había hecho a Pablito que resultaba tan malo. En todo caso, lo había hecho sin ser consciente de ello, y no me hubiese enterado de la acción en sí, de no habérmela hecho conocer Néstor.

Es más: me preguntaba si Néstor no exageraría un tan­to y si no estaría equivocado.

La Gorda afirmó que el Testigo nunca cometería un error semejante, que mucho menos lo exageraría, y que era el más perfecto guerrero de entre todos ellos.

—Los brujos no se ayudan entre sí como tu hiciste con Pablito —prosiguió—. Te comportaste como un hombre corriente. El Nagual nos había preparado para ser guerreros. Decía que un guerrero no sentía compa­sión por nadie. Para él, sentir compasión implicaba de­sear que la otra persona fuese como uno, estuviese en el lugar de uno y que esa es la razón por la que se da una mano. Eso hiciste con Pablito. Lo más difícil del mundo, para un guerrero, es dejar ser a los otros. Cuando yo era gorda me preocupaba porque Lidia y Josefina no co­mían lo suficiente. Tenía miedo de que enfermasen y muriesen por no comer. Hice lo imposible por que en­gordasen, y con el mejor de los propósitos. La impeca­bilidad de un guerrero consiste en dejar de ser y apoyar a los demás en lo que realmente son. Desde luego, eso implica confiar en que los otros son también guerreros impecables.

—¿Y si no son guerreros impecables?

—Entonces tu deber es ser impecable y no decir pa­labra —replicó—. El Nagual sostenía que sólo un brujo que ve y ha perdido la forma puede permitirse ayudar a otro. Es por eso que el nos ayudó e hizo de nosotros lo que somos. No creerás que es posible andar por la calle recogiendo gente para auxiliarla, ¿verdad?

Ya don Juan me había enfrentado con el dilema de no poder ayudar a mis semejantes en modo alguno. En realidad, para él, todo esfuerzo de nuestra parte en ese sentido era un acto arbitrario determinado por nuestro propio interés.

Un día, estando juntos en la ciudad, alcé un caracol que se hallaba en medio de la calzada y lo llevé a lugar seguro, bajo unas parras. Estaba convencido de que, de dejarlo donde lo había encontrado, tarde o temprano alguien lo habría pisado. Pensaba que, al ponerlo fuera de peligro, lo había salvado.

Don Juan señaló que mi suposición era muy superficial, puesto que no había tomado en cuenta dos posibilidades. Una de ellas consiste en que el caracol quizás esta­ba huyendo de una muerte segura por envenenamiento de parra; la otra, en que el caracol poseyese el poder per­sonal suficiente para atravesar la calzada. Mi interven­ción no sólo no lo había salvado, sino que le había hecho perder lo que hubiera ganado muy penosamente.

Naturalmente, quise devolver el caracol al lugar en que lo había hallado, pero no me lo permitió. Dijo que era el destino del caracol el que un idiota se cruzase en su sendero y le echase a perder lo mejor de su ímpetu. Si lo dejaba donde lo había puesto, era probable que volviese a reunir el poder necesario para alcanzar su objetivo.

Creí entenderle. Era evidente que no había hecho sino aceptar su posición sin profundizar. Lo que más me costaba era dejar ser a los otros.

Conté la anécdota. La Gorda me palmeó la espalda.

—Somos todos bastante malos —dijo—. Los cinco so­mos personas horrorosas, que se niegan a entender. Yo me desembaracé de mi peor parte, pero aún no soy en­teramente libre. Somos bastante lentos y en compara­ción con los Genaros, pesimistas y tiránicos. Los Gena­ros, en cambio se parecen a Genaro: hay muy poco de perverso en ellos.

Las hermanitas asintieron con un gesto.

—Tú eres el más feo de todos nosotros —me dijo Li­dia—. No creo que seamos tan malas como tú.

La Gorda sofocó una risilla y me dio unas palmadas en la pierna, como pidiéndome que le diese la razón a Lidia. Lo hice y todas rieron como niñas.

Pasamos un rato en silencio.

—Voy a comunicarte ahora lo único que me queda por decirte —me informó la Gorda de repente.

Nos hizo poner de pie a todos. Dijo que me iban a mostrar el nivel de poder de los guerreros toltecas. Lidia se colocó a mi derecha, enfrentándome. Puso su mano sobre la mía, palma contra palma, pero sin que entrecruzásemos los dedos. Luego me cogió el brazo de­recho por sobre el codo con la mano izquierda y me apretó con fuerza contra su pecho. Josefina hizo exacta­mente lo mismo a mi izquierda. Rosa se puso cara a cara conmigo, pasó las manos por debajo de mis axilas y se aferró a mis hombros. La Gorda se acercó desde de­trás y me abrazó por la cintura, entrelazando los dedos sobre mi ombligo.

Todos teníamos aproximadamente la misma estatu­ra y les era posible apoyar su cabeza contra la mía. La Gorda me habló al oído, en voz baja, aunque lo bastante fuerte como para que todos la oyesen. Dijo que íbamos a tratar de oponer nuestra segunda atención en el lugar de poder del Nagual, sin que nada ni nadie nos estorba­ra. Esa vez no había a mano maestros ni aliados que nos impulsaran. Lo único que nos llevaba a ello era nuestro deseo.

No pude vencer la irresistible urgencia de pregun­tarle qué debía hacer. Me respondió que debía centrar mi segunda atención en aquello que había observado.

Me explicó que la formación en la cual nos hallába­mos era una postura de poder tolteca. En aquel instan­te era yo el centro y la fuerza capaz de reunir los cuatro rincones del mundo. Lidia era el Este, el arma que los guerreros toltecas blandían con la mano derecha; Rosa era el Norte, el escudo sostenido por delante del guerre­ro; Josefina era el Oeste, el espíritu cazador del guerre­ro, sostenido por su mano izquierda; y la Gorda era el Sur, el cesto que los guerreros llevan a la espalda y en la que guardan sus objetos de poder. Afirmó que la posi­ción natural de todo guerrero era de cara al Norte, puesto que debía sujetar el arma, el Este, en la mano derecha. Pero la dirección a la que debíamos orientar­nos era el Sur, con una ligera desviación hacia el Este: en consecuencia, el acto de poder que el Nagual nos ha­bía encomendado era cambiar las direcciones.

Me recordó que una de las primeras cosas que el Na­gual nos había hecho a todos había sido reorientar nuestros ojos hacia el Sudeste. De ese modo, había in­ducido a nuestra segunda atención a realizar la hazaña que íbamos a efectuar entonces. Había dos posibilida­des. Una consistía en que todos girásemos hacia el Sur, utilizándome como eje y alterando en el proceso los va­lores y funciones básicos de cada uno. Lidia sería así el Oeste, Josefina el Este, Rosa el Sur y ella el Norte. La otra alternativa implicaba cambiar nuestra dirección, enfrentando el Sur, pero sin girar. Esa era la alternati­va de poder, que nos imponía la adquisición de nuestro segundo rostro.

Dije a la Gorda que no entendía qué era nuestro se­gundo rostro. Me respondió que el Nagual le había con­fiado la misión de reunir la segunda atención de todos los miembros del grupo, y que todo guerrero tolteca te­nía dos rostros y enfrentaba dos direcciones opuestas. El segundo rostro era la segunda atención.

De pronto la Gorda me soltó. Las demás hicieron lo mismo. Ella se sentó y me instó a hacerlo a mi vez, a su lado. Las hermanitas permanecieron de pie. La Gorda me preguntó si lo tenía todo claro. En efecto, lo tenía, aunque, en cierto sentido, no era así. Antes de que hu­biese tenido tiempo para formular una pregunta, me es­petó que una de las últimas cosas que el Nagual le ha­bía encargado decirme era que debía cambiar la dirección, sumando mi segunda atención a la de ellas, y adquirir mi rostro de poder, para ver lo que ocurría a mis espaldas.

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