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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (16 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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—Meiron, mi señor —lo corrigió el noble con expresión dolida.

Tenía rasgos romos, ásperos, y cejas inusitadamente peludas para ser un druchii. Sin que viniera al caso, Malus se preguntó si la madre del señor Meiron no se habría apareado con un oso para tener un hijo semejante. El señor Meiron consultó sus informes y se irguió.

—Actualmente, contamos con quince mil lanceros, y un millar de soldados de la Guardia Negra bajo dieciséis estandartes, aunque está previsto que cuatro de esos estandartes regresen a sus ciudades...

—Nadie va a regresar a su ciudad hasta que la horda haya sido destruida —declaró Malus con seriedad.

El señor Meiron parpadeó bajo sus peludas cejas, y asintió con la cabeza, vacilante. Malus frunció el ceño. «Han pasado tanto tiempo entrenando soldados y encabezando incursiones que no parecen capaces de comprender nada más —pensó—. Bueno, bastante pronto tendrán la oportunidad de revisar su manera de reflexionar.»

Malus se dio cuenta de que tenía la copa llena y bebió un largo trago; apreció la calidad. Tomó nota mental de conseguir una lista de las reservas de vino de la fortaleza cuando dispusiera de un momento.

—Señor Suheir —dijo al volverse hacia el gigante con armadura que tenía a la derecha—, ¿qué tal la caballería real?

El señor Suheir se volvió ligeramente en la silla para mirar a Malus, y pareció un poco sorprendido de que el nuevo comandante recordara su nombre. Suheir le pasaba la cabeza y los hombros al más alto de los otros druchii de la sala, y parecía lo bastante fuerte como para partir nueces con las manos. Si la madre del señor Meiron se había apareado con un oso, entonces la malhadada progenitora de Suheir había yacido con un nauglir. Tenía la cara ancha y el mentón casi cuadrado, combinación desafortunada para un señor druchii.

—La caballería real cuenta con mil quinientos miembros —replicó con voz tronante—, además de quinientos carros que no han sido usados en una sola batalla, por lo que yo sé.

Malus dio vueltas a los números mentalmente, mientras hacía girar el vino en la copa. ¡Veinticuatro mil soldados! Era con total facilidad el doble de cualquier otra guarnición de Naggaroth, con la posible excepción de la propia Naggarond. La noción resultaba mucho más embriagadora que cualquier cosecha de vino que hubiera bebido. La cantidad de poder que tenía a su disposición era inmensa. Mientras pensaba en eso, sus ojos se posaron en las placas de plata bruñida que descansaban sobre la mesa, ante él.

Ahora entendía demasiado bien las palabras de Nuarc.

El noble inspiró profundamente.

—Muy bien. ¿Qué hemos averiguado acerca del enemigo?

Las cabezas se volvieron. En el extremo de la mesa, el druchii de más edad que se encontraba presente se irguió en la silla, se inclinó hacia delante y apoyó los codos en el borde de la mesa. El cabello del señor Rastillan era más gris que negro, y estaba trenzado con huesos de dedos y alambre de plata. A diferencia de los demás nobles, llevaba sólo una cota de malla ajustada sobre un kheitan de corte rústico, casi propio de los autarii. Su mejilla derecha estaba decorada con un tatuaje de un perro que gruñía, una marca de considerable honor entre los sombras, si a Malus no le fallaba la memoria. Ciertamente, Rasthlan podría haberse encontrado más cómodo entre los cojines y alfombras de una casa autarii que sentado ante una mesa con gente civilizada.

—Nuestros exploradores han estado siguiendo el rastro de la horda desde que se reunió tras haber saqueado la mayoría de los bosques de montaña, hace casi un mes —dijo Rasthlan con voz rasposa—. Kuall ha dicho la verdad: el ejército es el más grande que yo he visto jamás. Decenas de miles de hombres bestia, además de tribus humanas.

—¿Soldados con armadura pesada? —preguntó Malus.

—Ninguno que hayan visto mis exploradores, temido señor —replicó el comandante—. Pero había gigantes, y grandes trolls de montaña, y posiblemente incluso cosas más terribles marchando junto a ellos en el centro de la formación. Parece que al mando de la horda hay un hechicero o chamán muy poderoso, porque el aire hedía a magia.

—De eso podéis tener la seguridad —replicó Malus—. Bien, ¿cuál es tu cálculo más sincero? ¿Qué tamaño tiene la fuerza con la que nos enfrentamos?

Rasthlan hizo una pausa y tragó con dificultad, para luego mirar a los druchii que tenía a su lado.

—No podría decírtelo con certeza, mi señor.

Los oscuros ojos de Malus se clavaron en los del señor de más edad.

—En ese caso, dame tu cálculo más aproximado. ¿Treinta mil? ¿Cincuenta mil?

El druchii bajó los ojos hacia la mesa.

—No querría calcular...

—Lo entiendo —dijo Malus, a cuya voz afloró un ligero tono acerado—, así que puedes tomarte esto como una orden: dime, según tu mejor estimación, qué tamaño piensas que tiene la horda del Caos.

El señor Rasthlan inspiró profundamente, y luego miró al noble a los ojos.

—Ciento veinte mil, poco más o menos —dijo con voz firme—. Los he contemplado con mis propios ojos. Ennegrecen las llanuras con su enorme masa. Esa horda no se parece a nada que haya visto antes.

El resto de los nobles se miraron unos a otros con inquietud; la conmoción era evidente en la expresión de sus rostros. El señor Suheir se miró las anchas manos.

—Kuall estaba en lo cierto —dijo con lentitud—. No hay manera de que podamos enfrentarnos con un ejército semejante en el campo de batalla. Sería una masacre.

Incluso el propio Malus estaba conmocionado ante semejante número, pero mantuvo una expresión cuidadosamente neutra. Estudió a Rasthlan con atención.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó.

El comandante de los exploradores asintió de inmediato.

—Yo mismo no quise creerlo, y por eso fui a contarlos personalmente.

Malus asintió poco a poco con la cabeza, y su mirada bajó hacia el mapa que estaba extendido sobre la mesa.

—¿Y dónde están ahora?

Rasthlan se levantó de la silla y rodeó la mesa.

—La horda avanza con lentitud —dijo—. Menos de veinte kilómetros al día, más o menos. Después de arrasar la atalaya Bhelgaur, giraron en dirección a la Torre Negra, lo que significa que deberían estar aproximadamente por aquí. —Señaló una zona de las estribaciones de las montañas situadas al noroeste de la Llanura de Ghrond, a unas quince leguas de la Torre Negra.

Malus consideró las distancias y estudió el terreno. Durante los últimos cuatro días había estado pensando en todo lo que le había dicho Nuarc, intentando encontrar un camino de salida de todas las trampas que le habían tendido. Había descartado un plan tras otro, hasta que a primeras horas de la mañana lo asaltó una idea que sugería una posibilidad de éxito. Ahora, al mirar el mapa, acabó por decidirse.

—Muy bien. Os doy las gracias, caballeros. Me habéis proporcionado todo lo que necesito para desarrollar un plan de acción. —Echó atrás la cabeza y vació la copa de vino, para luego dejarla con cuidado sobre la mesa—. Ha sido un día muy largo para todos nosotros, imagino. Voy a buscar una cama para dormir unas horas. Volveremos a reunimos mañana, cuando os daré órdenes detalladas para cada una de las divisiones. —Tras apoyar cuidadosamente las manos en los reposabrazos de la silla, Malus se puso de pie—. Hasta entonces, podéis marcharos. Os sugiero a todos que descanséis tanto como os sea posible. Será algo que podréis hacer muy poco en los próximos días.

Los altos mandos se pusieron de pie, intercambiando miradas de desconcierto, mientras Malus se encaminaba con paso decidido hacia la puerta. Finalmente, fue el señor Suheir quien reunió el valor suficiente como para hablar.

—¿Temido señor?

Malus se detuvo, con la cabeza enturbiada por el vino y la fatiga.

—¿Sí?

—¿Hay algo que tú sepas y nosotros ignoremos? —inquirió con su voz tronante—. El señor Rasthlan dice que la horda avanza sólo veinte kilómetros al día. Eso significa que no llegará a la Torre Negra hasta dentro de casi una semana.

Malus miró al capitán de caballería y le dedicó una sonrisa lobuna.

—Lo sé. Eso nos da justo el tiempo suficiente como para emprender el ataque.

A continuación, desapareció de la sala, rodeado por las veloces sombras de los infinitos.

10. Guerrero de Naggaroth

Malus soñaba que estaba de vuelta en el bosque cercano a la Ciudad de los Verdugos y corría entre los apretados árboles, bajo la luz de las lunas gemelas. Algo lo perseguía; oía los pesados pasos y el crujido de las ramas de los árboles al partirse cuando el perseguidor se abría paso a través del bosque, tras él. Y sabía, de alguna manera, que si aquello lograba atraparlo, le devoraría el alma.

Su armadura y su hacha habían desaparecido, y las zarzas le desgarraban la ropa y le herían la cara. Igual que zarpas afiladas como navajas le hacían jirones el grueso kheitan y los ropones de debajo, y le desollaban las mejillas y la frente. Por su piel corría sangre caliente, pero no sentía ningún dolor. No sentía nada más que un mortal y puro terror porque aquella cosa iba a atraparlo por muy rápidamente que corriera.

Y, en efecto, los pesados pasos sonaban más cercanos, como si su perseguidor fuera un gigante que cubriera varias leguas con cada paso. Reprimió un alarido de pavor y corrió a mayor velocidad aún, mientras ramas y zarzas le abrían tajos aún más profundos en la piel. Ansiaba encontrar a
Rencor
, pero no se veía al nauglir por ninguna parte. Malus aguzaba el oído por si captaba el familiar bramido del gélido, convencido de que tenía que estar cazando en algún sitio del bosque, pero no podía oír nada a causa del fuerte palpitar de su corazón y de los regulares golpes sordos de los pasos de su perseguidor. Por el sonido, parecía que ahora se encontraba a escasos metros detrás de él; se le erizó la piel de la nuca, pero no se atrevió a mirar atrás por miedo a ver lo que podría tender sus garras hacia él.

Entonces, sin previo aviso, salió con brusquedad a una depresión densamente poblada de árboles y cayó de rodillas en un estrecho sendero de caza que la atravesaba. Con un estremecimiento de alivio, se dio cuenta de dónde estaba.

El árbol. Había encontrado el árbol. Si podía volver a meterse dentro, su perseguidor no lograría encontrarlo.

Se puso en pie de un salto y corrió frenéticamente hacia el norte, hasta encontrar la mancha de sangre que, según recordaba, atravesaba el sendero. Con el pulso palpitándole con fuerza en la garganta, se arriesgó a echar una mirada hacia atrás, y comprobó que de momento el perseguidor estaba justo fuera de la vista. Rodeó con rapidez la mancha y se adentró entre los árboles del lado oeste del sendero. Espinosas enredaderas y zarzas penetraban profundamente en las heridas ya sangrantes, pero él continuó adelante de todos modos, rezándole a la Madre Oscura para que la oscuridad y la vegetación lo ocultaran.

Al cabo de un momento se encontró junto al árbol fulminado. El viejo tronco brillaba suavemente bajo la luz lunar, como un regalo de la diosa. Reprimió un grito de alivio y se metió apretadamente a través de la oscura grieta. Cuando se enderezó, le cayó encima una lluvia de madera podrida e insectos, y él la tomó como una bendición de la diosa.

En el sueño, el árbol era más grande por dentro que por fuera. Se volvió al aproximarse los pasos, y retrocedió para apartarse del fino rayo de luz lunar que entraba a través de la abertura.

Los pasos estaban ahora tan cerca que sentía cómo la tierra se estremecía con cada uno de ellos. Bum. Bum. Bum. Contuvo el aliento y fijó los ojos en el fino rayo de luna oblicuo que tenía ante sí.

Una sombra pasó ante la grieta. Al mirar a través de ella, Malus vio un par de pies calzados con botas que estaban a menos de un metro de distancia de su escondite. Retrocedió otro involuntario paso y se adentró más en la sombra. Las botas giraron a izquierda y derecha.

—Sé que estás aquí, pequeño druchii —dijo Tz'arkan desde fuera, con voz tan untuosa y mortífera como acero aceitado—. De nada sirve que te escondas. Puedo olerte. Estás casi lo bastante cerca como para que pueda saborearte.

Al oír el sonido de la voz del demonio, a Malus lo recorrió un estremecimiento. Las botas volvieron a desplazarse hacia la derecha, y entonces se detuvieron. Un pie se movió hacia el árbol.

—¿Estás ahí dentro? —preguntó el demonio—. Sí, creo que sí.

Un alarido intentaba abrirse paso a través de la garganta de Malus. Retrocedió otro paso y se quedó de espaldas contra el irregular tronco del árbol. Percibió olor a podredumbre y el húmedo hedor de las lombrices de tierra. La sustancia que tenía detrás cedió ligeramente bajo su peso, como si fuera carne blanda.

Entonces, una mano salió por detrás para taparle la boca con fuerza, mientras otra se deslizaba apretadamente en torno a su cintura. Malus percibió el olor a sepultura y sintió sabor a carne putrefacta en los labios. De las muñecas del ser muerto se soltaron ondulantes gusanos que cayeron, retorciéndose, sobre su cuello.

—No temas, mi señor —le susurró una voz conocida al oído. Una respiración gélida y húmeda, cargada del repugnante olor de la carne podrida, bajó por su cuello—. El demonio no puede poseerte. Yo te he reclamado primero.

Malus se retorció y debatió en el abrazo de Lhunara, pero los brazos de ella lo retenían como si fueran de hierro. Ahora no podía oler nada más que carne putrefacta, y el amargo hedor de la tierra de sepultura. La frenética mirada del noble se volvió hacia el haz de luz y vio que el demonio se detenía en el exterior, repentinamente inseguro. Intentó gritar el nombre del demonio. ¡Era mejor ofrecer el alma para saciar el hambre del demonio que permanecer un solo momento más en el inmundo abrazo de Lhunara! Pero la gélida mano de ella le cerraba la boca con fuerza, y él no lograba inspirar suficiente aire a través del maloliente miasma que manaba de la putrefacta piel.

En el exterior, las botas se alejaban a paso lento.

—No podrás esconderte eternamente, Darkblade —gritó el demonio—. Es sólo cuestión de tiempo que te encuentre.

Luego, para horror de Malus, Tz'arkan se marchó y sus pesados pasos se alejaron rápidamente hasta perderse en la distancia.

Una fría lengua viscosa recorrió con suavidad un costado del cuello de Malus.

—¿Lo ves? Ya te dije que te mantendría a salvo —dijo Lhunara, cuya respiración sentía fría en el cuello—. No va a hacerte daño nadie más que yo.

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