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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (15 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Con una sonrisa ceñuda, Malus apoyó una bota contra la puerta y la empujó con todas sus fuerzas.

La hoja de roble se abrió y rebotó contra la pared de piedra con un golpe atronador. Los nobles y los guardias del interior de la habitación se levantaron de un salto con gritos sobresaltados y coléricas maldiciones. Malus entró como una tromba y golpeó con el plano de la hoja del hacha la puerta, que ya retrocedía y que se detuvo con un golpe hueco.

Al otro lado de la gran sala cuadrada había una ancha mesa cubierta de mapas, notas escritas en pergamino, copas de vino y platos de peltre cuyo contenido estaba a medio comer. Una docena de nobles ataviados con armaduras y sus guardias personales miraron con ferocidad a Malus a causa de su intrusión, muchos con la mano posada sobre la empuñadura de la espada. Otros cuatro soldados de la Guardia Negra salieron rápidamente de las sombras, dos por cada lado del noble que empuñaba el hacha, y apuntaron al cuello de Malus con el extremo de sus alabardas.

Enfrente de la puerta de la cámara, al otro lado de la mesa, se encontraba sentado un noble de más edad que llevaba una ornamentada armadura encantada. El lacado peto tenía incrustados en oro sigilos de serpientes enroscadas, y su mano derecha estaba enfundada en un guantelete provisto de garras de un tipo que Malus conocía demasiado bien. Era, literalmente, el Puño de la Noche, símbolo mágico de la autoridad del drachau. El señor Myrchas, drachau de la Torre Negra, estudió a Malus con brillantes ojillos negros. Su rostro alargado, acentuado por un largo bigote caído, estaba marcado por docenas de cicatrices menores hechas por espadas y zarpas. Le recordaba un poco a su difunto padre, Lurhan, cosa que empeoró aún más su humor.

A la derecha del drachau había, de pie, una alta y flaca figura con ornamentada armadura que lucía el sigilo de una torre grabado en el peto. Era mayor que Malus, aunque no tanto como el drachau, y su piel estaba oscurecida por años de exposición a los elementos en los campos de batalla. Llevaba el cinturón y las vainas de las espadas tachonados de gemas, sin duda saqueadas en docenas de incursiones por los Desiertos. El señor era calvo como un huevo de nauglir, y su cara y cuero cabelludo presentaban las marcas de muchísimas batallas. Quizá en otros tiempos hubiera sido apuesto, pero eso cambió el día en que le rompieron la nariz por cuarta vez y la espada de un enemigo le cortó limpiamente la oreja derecha. En la mejilla izquierda tenía una cicatriz grande que se la arrugaba, lo que confería a su ceño fruncido por el enojo un horrendo toque de desequilibrado.

—¿Cuál es tu nombre, necio? —rugió el druchii de las cicatrices—. Quiero saber de quién será la cabeza que colgaré de una de las púas de lo alto de la puerta interior.

—Soy Malus de Hag Graef —replicó el noble con frialdad.

El señor Myrchas se irguió.

—¿Malus el asesino de parientes? —exclamó—. ¿El proscrito?

Malus sonrió.

—Ya no. —Alzó el poder para que lo vieran los señores reunidos—. Su temida majestad el Rey Brujo ha creído adecuado dar buen uso a mis famosos talentos.

El drachau tendió la mano provista de garras.

—Deja que sea yo el juez de eso —declaró—. He oído hablar de tus proezas, desdichado. Por lo que sé, entre esas placas de metal no hay nada más que una cuenta de pescadera.

Malus inclinó la cabeza, genuinamente divertido por la acusación del drachau, y le entregó el poder al señor que tenía más cerca, y que a su vez se la pasó a otro para que lo hiciera correr alrededor de la mesa hasta el señor Myrchas. Mientras el drachau abría las placas y estudiaba el pergamino del interior, Malus hizo un gesto hacia los infinitos.

—Y supongo que éstas serán las hijas de la pescadera disfrazadas.

El señor Myrchas leyó el pergamino, y luego escrutó atentamente el sello, momento en que su rostro palideció.

—Bendita Madre de la Noche —dijo en voz baja, al mismo tiempo que alzaba los ojos hacia Malus—. El mundo está patas arriba.

—Como tiene por costumbre hacer de vez en cuando —dijo Malus con tono tétrico—. Y que motiva que el Rey Brujo solicite los servicios de personas como yo.

El drachau palideció aún más, y Malus no pudo evitar sentir una ola de cruel alegría. «Este es un papel que puede llegar a gustarme», pensó. Se volvió a mirar al alto señor que se encontraba al lado de Myrchas.

—Ahora estoy en desventaja, mi señor. ¿Tú quién eres?

El destello de cólera de los ojos del señor druchii se amorteció ligeramente ante el repentino giro de los acontecimientos.

—Soy el señor Kuall Manonegra, vaulkhar de la Torre Negra.

La sonrisa de Malus se ensanchó.

—¡Ah, sí, señor Kuall! He hecho un largo camino en muy poco tiempo para traerte un mensaje del mismísimo Rey Brujo.

Una agitación recorrió a los nobles reunidos. Incluso el drachau se recostó en el respaldo del asiento y le lanzó una severa mirada al vaulkhar. El señor Kuall se irguió al oír la noticia, y se le contrajeron los músculos de los lados de la mandíbula, marcada por cicatrices. Cualesquiera que fuesen sus defectos, el vaulkhar de la torre no era un cobarde.

—Muy bien —dijo con voz tensa—. Oigámoslo.

Malus respondió con un formal asentimiento de cabeza.

—Como desees. Mi señor y dueño ha observado los esfuerzos que has hecho aquí desde la llegada de la horda del Caos, señor Kuall, y está descontento con lo que ha visto. Muy descontento.

Murmullos de preocupación recorrieron la reunión de los señores, y los ojos del drachau se entrecerraron con desconfianza. El señor Kuall, sin embargo, se puso blanco de furia.

—¿Y qué quería Malekith que hiciera? —gritó—. ¿Enfrentarme a esa maldita multitud en el campo de batalla? —Cogió bruscamente un montón de pergaminos y los arrojó al otro lado de la mesa, hacia Malus—. ¿Ha leído el Rey Brujo los informes de mis exploradores? ¡La horda del Caos es inmensa! Cuando se pone en marcha levanta tanto polvo que puede verse desde los puestos de los centinelas que hay en lo alto de la torre. ¿Esperas que forme líneas de batalla e intente derrotar a una fuerza semejante? ¡Nos aplastarían completamente! —Con el guantelete golpeó la mesa e hizo saltar las copas—. He sido el comandante del ejército de la torre durante doscientos años, y he mandado incontables incursiones al interior de los Desiertos. En todo ese tiempo nunca he visto una horda como ésa. Esta fortaleza —Kuall señaló el techo con un dedo— fue construida para que una horda del Caos se hiciera pedazos contra sus murallas. Si tuvieras un gramo de sensatez siquiera habrías visto eso con sólo atravesar sus puertas. La única línea de acción sensata es conservar nuestras fuerzas y prepararnos para la acometida que se avecina, donde podremos desangrar al enemigo contra nuestras fortificaciones.

Los señores reunidos escuchaban y asentían con la cabeza, al mismo tiempo que lanzaban alternativamente miradas inquietas hacia el señor Kuall y Malus. Pero el noble no se sintió impresionado.

—Así que mientras tú te escondías en tu agujero como un conejo asustado, el enemigo destruyó sistemáticamente casi un tercio de nuestras atalayas de frontera —replicó con frialdad—, por no hablar de que asesinó a centenares de soldados aislados que opusieron resistencia en espera de unos refuerzos que nunca llegaron. En cambio, tú te protegías detrás de estas murallas para preservar tu propio pellejo, y ahora el reino será vulnerable a las incursiones del Caos durante años por venir.

—¡La horda del Caos tiene que vencer a la Torre Negra si quiere tener la esperanza de avanzar hacia el interior de Naggaroth! —contraatacó Kuall—. No le queda más elección que atacarnos, y aquí estamos en una posición de fuerza.

—¿De verdad? —preguntó Malus—. Si no recuerdo mal, poco más de la mitad de vuestra guarnición está compuesta por caballería. ¿Qué utilidad va a tener para vosotros eso en un asedio prolongado, a menos que penséis situar a los caballeros sobre las murallas y enviar sus monturas a las cocinas? —Posó una ardiente mirada feroz sobre el vaulkhar—. Señor Kuall, tienes bajo tu mando una fuerza poderosa y, por encima de todo, móvil, y sin embargo, temes ponerla a prueba contra una masa de salvajes ignorantes. Por aprensión has abrigado la esperanza de que pudiéramos rechazar al enemigo con medio ejército, mientras te quedabas aquí sentado a la espera de que Malekith viniera a rescatarte. No es así como lucha nuestro pueblo, señor Kuall. No es así como el Estado responde a los animales que invaden nuestros dominios.

—¡Te atreves a llamarme cobarde! —gritó Kuall, al tiempo que desenvainaba con brusquedad la espada.

Los nobles reunidos retrocedieron apresuradamente ante el colérico señor, y en la huida derribaron sillas y volcaron copas.

—Yo no te llamo nada —se burló Malus—. Cuando hablo es con la voz del propio Rey Brujo, y él no te llama más que fracasado. —Malus hizo un gesto hacia los infinitos—. Coged a este desgraciado y ensartadlo en las púas de lo alto de la puerta interior. Con un poco de suerte, vivirá durante el tiempo suficiente como para presenciar la derrota de la horda.

Los enmascarados guardias avanzaron como una silenciosa ola, y en sus manos aparecieron repentinamente las espadas. Con un grito de furia, Kuall retrocedió mientras amenazaba a los implacables infinitos con la punta de la espada. Pero los guerreros apenas si alteraron su paso, y avanzaron, impertérritos, hasta quedar al alcance de la larga espada del señor, la cual atraparon con las suyas propias. Otros dos guardias apresaron a Kuall por los brazos, y momentos más tarde arrastraban a través de la cámara al druchii que se debatía, y salían por la puerta.

Malus disfrutó del conmocionado silencio que siguió a la repentina salida del señor Kuall. Sus oscuros ojos se posaron sobre el drachau, y aguardó a que el señor Myrchas hiciera el siguiente movimiento.

El drachau lo miró a los ojos, y Malus vio que estaba sopesando las opciones. Por el momento, el drachau era intocable; como uno de los vasallos personales del Rey Brujo estaba fuera del alcance de Malus, pero esto también era cierto a la inversa. Al fin, su expresión se suavizó ligeramente, y el noble supo que había ganado.

—¿Qué ordena nuestra temida majestad? —preguntó el drachau.

—El Rey Brujo está reuniendo el ejército de Naggaroth y preparándose para marchar hacia aquí de inmediato —replicó el noble, que sentía la emoción del triunfo—. Hasta el momento de su llegada, yo estaré al mando de las fuerzas de la Torre Negra.

Myrchas se alteró ante la noticia.

—¡Malekith no puede nombrarte vaulkhar sin la aprobación de los señores de la torre!

El noble interrumpió la protesta del drachau con una mano alzada.

—Yo no he afirmado que sea el vaulkhar, señor Myrchas. He dicho que estaré al mando del ejército. La diferencia es pequeña, pero importante, como sin duda reconocerás.

—Muy bien —replicó el drachau, malhumorado, al darse cuenta de que lo había vencido.

—Excelente —dijo Malus, que entonces alzó el hacha y la clavó en la mesa con un golpe atronador.

Todos los nobles reunidos saltaron hacia atrás con maldiciones de sobresalto, y Malus se inclinó hacia delante para coger una copa vacía al mismo tiempo que sonreía ferozmente.

—Y ahora, como mi primera orden oficial, quiero que se traiga una botella de buen vino, y luego podéis contarme quiénes sois e informarme de la disposición de nuestras fuerzas.

Los informes duraron casi tres horas. Malus escuchaba atentamente cada uno de ellos, mientras se esforzaba por mantenerse despierto, y asimilaba todos los detalles que podía. El poco tiempo que había pasado como teniente del pequeño destacamento de Fuerland no lo había preparado en absoluto para la magnitud de ejercer el mando del ejército de la Torre Negra.

Malus se esforzaba por memorizar los nombres de los numerosos nobles que se adelantaban para informar de una de las muchas facetas de la guarnición, y de la preparación de las defensas de la torre. Se le presentaron listas donde se detallaba el número de soldados de cada regimiento, el estado de su equipo y la preparación general, la cantidad y calidad de la comida, y del tiempo de entrenamiento que les restaba antes de que fueran enviados de vuelta a su ciudad de origen. Se le presentaron detalladas listas de flechas, saetas de ballesta, virotes, armaduras de recambio, escudos de reserva, espadas, puntas de lanza, puntas de flecha, piedras para catapulta, toneles de aceite, hatos de antorchas...

—De acuerdo, de acuerdo —intervino Malus, agitando la copa hacia el par de nobles que en ese momento le informaban acerca del estado de las cocinas—. Ya he tenido suficiente.

Los dos druchii se inclinaron rápidamente y volvieron a sus asien tos, agradecidos por haber escapado a la atención de Malus con la piel intacta. El noble hizo una mueca de dolor al moverse en la incómoda silla del consejo y vació la copa de vino de un solo trago.

Tendió la copa hacia un asistente para que se la llenara, mientras hacía lo posible por reunir las dispersas impresiones que había recibido. Los infinitos habían ocupado posiciones junto a la puerta y observaban a los miembros del consejo desde detrás de las implacables máscaras.

—Para mí está claro que la Torre Negra no ha perdido el tiempo desde la aparición de la horda. Vuestros preparativos están mal encaminados, pero vuestra dedicación y esfuerzo son encomiables —dijo.

Los nobles reunidos asintieron respetuosamente con la cabeza. Junto a Malus, la silla de alto respaldo del drachau estaba vacía. El señor Myrchas se había retirado hacía un par de horas.

Malus se fijó en un noble druchii que estaba al otro lado de la mesa y se había presentado como el comandante de la caballería. Era un personaje flaco como una vara, ataviado con armadura oscura y envuelto en una pesada capa de lustrosa piel de oso. Malus no podría haber recordado cómo se llamaba aunque su vida hubiera dependido de ello.

—Volvamos a lo básico. ¿Cuántos soldados de caballería ligera has dicho que tenemos, señor...?

—Irhaut, temido señor —replicó el noble con mansedumbre.

El señor Irhaut tenía una larga nariz aguileña, y en su oreja izquierda destellaban tres aros de oro, cosa que apuntaba a una pasada y provechosa carrera de corsario.

—Actualmente tenemos seis mil soldados de caballería ligera, agrupados bajo seis estandartes.

Malus asintió con la cabeza.

—Muy bien. —Se volvió hacia el noble de anchos hombros que estaba sentado junto a Irhaut—. ¿Y nuestra infantería, señor Murmon?

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