Read El señor de la destrucción Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Entonces, sus perfectos dientes se le clavaron en la piel, y por primera vez logró inspirar lo suficiente como para gritar.
—¡Mi señor! ¡Mi señor, despierta!
Malus despertó boca arriba, mirando un cielo estrellado que enmarcaba un arco de piedra. Yacía de espaldas, vestido sólo con una camisa de dormir que se le había enredado en las piernas. En las mejillas sentía un viento frío que olía a nieve. El corazón le latía dolorosamente, golpeándole el pecho con la fuerza del pataleo de los pies de un nauglir lanzado a la carga.
Por encima de él había una silueta oscura, iluminada desde detrás por la luz lunar. El se debatía violentamente, aún en poder de la pesadilla, y la figura le aferraba los brazos con fuerza.
—¡Estate quieto, mi señor! ¡Podrías caer por encima de la barandilla!
La advertencia atravesó sus embotados sentidos. Parpadeó para librarse de los últimos vestigios del sueño, y se dio cuenta de que estaba tendido en el suelo de un estrecho balcón situado en lo alto de un flanco de la Torre Negra. Moviéndose lenta y precavidamente, se sentó, auxiliado por las fuertes manos de su oscuro ayudante. Malus miró al otro lado de la blanca llanura que rielaba débilmente bajo la luz lunar. Vio las oscuras montañas situadas al norte, iluminadas por la cambiante luz de las auroras boreales. Hacia el noroeste podía distinguir apenas una débil línea blanca de estribaciones de montaña. Más allá de éstas, a muchas leguas al noroeste, se encontraban Nagaira y la horda del Caos.
—Un sueño, un sueño terrible —dijo para sí mismo mientras se frotaba el mentón, aturdido. Le dolía el cuello y en la boca tenía sabor a orinal—. Anoche bebí demasiado —comentó con aire ausente—. Nunca más. ¿Oyes eso, Hauclir? Nunca más, condenado canalla. Por mucho que te lo implore.
—¿Hauclir, mi señor? —preguntó la figura con voz preocupada—. Soy yo, Shevael. El drachau me destinó a tu servicio como guardia personal. ¿Lo recuerdas?
Malus se apartó de la barandilla del balcón y miró de cerca al hombre que tenía a su lado.
—¡Ah, sí! Shevael —dijo con voz hueca—. Shevael. No hagas caso de mis divagaciones, muchacho. Son sólo vino y recuerdos.
—Sí, mi señor, por supuesto —dijo el joven noble, que por el tono de su voz lo parecía todo menos tranquilizado—. ¿Cómo has llegado al balcón? La última vez que lo he comprobado, estabas profundamente dormido en la cama.
Malus se levantó con pies inseguros. La doble puerta que comunicaba el dormitorio con el balcón estaba abierta de par en par; dentro podía ver el mortecino resplandor de dos braseros que iluminaban débilmente el amplio lecho y el enredo de ropa de cama que, como una estela, señalaba hacia donde ahora se encontraba.
—Debo haberme levantado en medio de la noche —dijo con voz débil, pero recordó la ocasión en que, estando en el bosque, había despertado lejos del lugar en que se había acostado.
«En el nombre de la Madre Oscura, ¿qué me está sucediendo?», pensó. Por primera vez se encontró con que echaba de menos la constante presencia de los infinitos. Tras haberlo escoltado sano y salvo hasta la Torre Negra y haberse asegurado de que quedaba instalado como comandante del ejército, su deber había concluido, y lo habían dejado para emprender la tarea de preparar un conjunto de habitaciones con vistas a la inminente llegada del Rey Brujo.
Malus dejó que Shevael lo acompañara hasta la cama y lo cubriera con las sábanas y las mantas, mientras él miraba fijamente el techo.
—¿Qué hora es?
—Es la hora del lobo, mi señor —respondió el joven noble—. El alba romperá dentro de una hora y media. La luz aparece temprano estando tan al norte.
—Lo sé, muchacho, lo sé —respondió Malus—. Déjame descansar aquí hasta que rompa el alba, y luego avísame. Nos pondremos en marcha a mediodía.
—Muy bien, mi señor —replicó el joven noble, y se retiró.
Al llegar a la puerta, Shevall se detuvo para volverse a mirar a Malus con miedo, y luego se escabulló al exterior.
Malus no le hizo el más mínimo caso. Estaba perdido en sus pensamientos, y a través del balcón abierto miraba fijamente las cambiantes auroras boreales.
El atronar de tres mil pies en marcha reverberó a lo largo de la plaza de entrenamiento y vibró contra la caja torácica de Malus. Sintió el medido pisar de las botas a través de las pesadas piedras del cuerpo de guardia exterior, y esto hizo aflorar una sonrisa feroz a su pálido semblante.
Había dado las órdenes apenas una hora después del amanecer, y las fuerzas que había escogido se habían reunido en buen orden tan sólo tres horas después. Para mérito de todos ellos, los mandos nobles no habían siquiera parpadeado cuando les había expuesto el plan. Tal vez la noche anterior habían sojuzgado sus temores con vino, de un modo muy parecido a como había hecho él.
Los exploradores, como siempre, fueron los primeros en partir. Se habían marchado casi inmediatamente después de reunirse con sus tenientes. El señor Rasthlan se había ido con ellos, ataviado con ropones oscuros y malla, igual que los propios autarii. Al alzar la mirada hacia el sol de mediodía, Malus calculó que los sombras estarían ya a leguas de distancia.
Una hora antes había sonado la primera fanfarria de cuernos en el cuerpo de guardia exterior, y los primeros tres estandartes de caballería habían partido como vanguardia del ejército. Los últimos escuadrones de jinetes atravesaban en ese preciso momento la enorme puerta, y el regimiento de la Guardia Negra cruzaba la plaza detrás de ellos. El capitán alzó la espada para saludar a Malus al pasar por debajo del alto arco, y él le devolvió orgullosamente el gesto con el hacha levantada.
Detrás de la Guardia Negra esperaban otros dos regimientos de lanceros, luego la caballería real, y por último los carros tirados por nauglirs, que por fin iban rumbo a un campo de batalla. Aún más atrás aguardaban los tres regimientos restantes de la caballería ligera que actuarían como retaguardia. Toda la caballería de la guarnición y casi una cuarta parte de su infantería —cerca de la mitad de todo el ejército— estaban siendo apostadas a una única jugada desesperada. El pensamiento lo heló hasta los tuétanos, pero cualquier número inferior a ése habría condenado la expedición a un fracaso seguro.
De repente, se produjo una ruidosa conmoción en el extremo opuesto de las almenas. Malus oyó gritos coléricos por encima de pesados pasos, y miró a lo largo del adarve para ver qué sucedía. De pronto, los soldados de la guardia de la puerta que observaban el ejército junto a él se movieron para esquivar a una figura que iba a toda prisa por las almenas en dirección a Malus. No podía distinguir de quién se trataba, pero tenía una idea bastante aproximada.
Se irguió y se aseguró de que su brillante armadura estuviera presentable cuando el drachau de la Torre Negra apareció repentinamente a la vista. El señor Myrchas estaba lívido y todo su cuerpo temblaba de furia.
—¿Qué te crees que estás haciendo? —dijo el drachau con voz estrangulada—. ¡Detén esta locura de inmediato y devuelve a esas tropas a sus barracas!
Malus inclinó la cabeza con pesar.
—No puedo —replicó—. Y no tienes ninguna autoridad para darme órdenes, aunque fuera tu vaulkhar.
Por un momento, dio la impresión de que Myrchas iba a desenvainar la espada. Las manos le temblaban de furia... «y de no poca cantidad de miedo», imaginó el noble.
—¡No puedes derrotar a la horda en una batalla directa! —gritó el drachau—. ¡Estás enviando a esos hombres a una muerte segura, y dejando la Torre Negra sin defensas!
—¿Sin defensas? —El noble arqueó una ceja—. En absoluto. Os dejo con trece mil lanceros bien entrenados para defender las murallas de la fortaleza. Eso debería ser más que suficiente para proteger la Torre Negra contra un número de enemigos diez veces superior. Y si mi plan tiene éxito, no se los necesitará en absoluto.
El drachau no se dejaba aplacar.
—Pero la horda...
—Mi señor, no tengo ninguna intención de luchar contra el ejército del Caos en una batalla directa —le espetó Malus al mismo tiempo que clavaba en Myrchas una fija mirada feroz—. Una horda como ésa no se mantiene unida gracias al entrenamiento o la disciplina. Es un arma poco eficaz, blandida bastante inútilmente por su jefe de guerra. Si el jefe muere, los integrantes del ejército se volverán unos contra otros como una manada de perros enloquecidos. —Malus señaló hacia el norte con un dedo protegido por la armadura—. Me llevo la fuerza más móvil de que puedo disponer, y tengo planeado lanzar un ataque nocturno dirigido directamente hacia el palpitante corazón de la horda. Vamos a abrirnos paso hasta la tienda del jefe de guerra, y a ella tengo pensado partirle el cráneo yo mismo.
—¿Ella? —dijo el drachau, momentáneamente confuso.
—No importa, mi señor —dijo Malus—. Lo importante del asunto es que un ataque rápido y decisivo podría interrumpir en seco esta invasión. Necesito la movilidad y el poder de ataque de la caballería, y los lanceros me proporcionarán una sólida retaguardia tras la cual puedan replegarse los escuadrones. —Se inclinó más hacia el drachau—. Piensa en la gloria cuando llegue Malekith con su ejército y se encuentre con la cabeza del jefe de guerra colgada de una púa del cuerpo de guardia. Cantarán tu heroísmo a todo lo largo y ancho de Naggaroth.
Myrchas lo pensó. En sus ojos destelló un débil brillo de avaricia.
—Las recompensas por una victoria así serían grandiosas —concedió, y luego frunció el ceño con preocupación—. ¿Estás absolutamente seguro de que esto saldrá bien?
Malus negó con la cabeza.
—En la guerra no hay nada seguro, mi señor. Pero créeme si te digo que aunque quien comanda la horda del Caos es una poderosa hechicera, no tiene la más mínima experiencia como general. No esperará un ataque así, lo que nos da una gran ventaja. En el peor de los casos, podremos infligirles a los enemigos un tremendo número de bajas y sembrar una terrible confusión entre ellos, cosa que nos permitirá retirarnos en buen orden a la fortaleza.
Malus invirtió hasta el último gramo de sinceridad que tenía en ese argumento. Creía en el plan; era el único que había sido capaz de concebir y que le daría una oportunidad de escapar de las zarpas de Malekith, localizar la reliquia y huir a tiempo hacia el norte. Si podía matar a Nagaira antes de que llegara el Rey Brujo con su ejército, podría usar su autoridad transitoria para buscar la reliquia dentro de la Torre Negra —y en las ruinas del campamento del Caos, en caso necesario—, sin interferencias. Luego, podría escabullirse fuera de la fortaleza y desaparecer en los Desiertos sin que nadie se diera cuenta.
El noble luchó para conservar la paciencia mientras el drachau pensaba en el asunto. Finalmente, Myrchas asintió con la cabeza.
—No puedo encontrarle fallo alguno a tu plan —dijo—. Ve con la bendición de la Madre Oscura a sembrar el miedo y el aborrecimiento entre nuestros enemigos. —Sonrió—. Naturalmente, lamento no poder acompañarte...
—No digas nada más, mi señor —lo tranquilizó Malus—. Alguien tiene que quedarse al mando de la guarnición, esperando al Rey Brujo. Con suerte, regresaré con el ejército en unos cinco días.
El drachau volvió a sonreír.
—Aguardaremos vuestro regreso —dijo—. Y ahora que lo mencionas, hay muchísimos asuntos de los que debo ocuparme antes de que llegue el Rey Brujo, así que me despido.
—Por supuesto, mi señor —replicó Malus, y le hizo una profunda reverencia.
Continuó inclinado mientras el drachau se alejaba apresuradamente para ocultar la sonrisa de satisfacción que había en sus labios.
El ejército marchó durante el resto del día y hasta bien pasada la medianoche. Malus mantuvo un paso vivo pero medido; en las últimas dos semanas había participado en marchas forzadas suficientes para toda una vida.
Rencor
parecía haberse recuperado completamente del agotamiento del viaje con poco más de un día de descanso y media tonelada de carne de caballo para renovar las fuerzas.
Al día siguiente marcharon a paso cauteloso por las estribaciones de las montañas, en espera de los primeros informes de los exploradores que habían partido primero. Malus mantenía el ejército avanzando al paso, tanto para minimizar la cantidad de delatora polvareda como para evitar lanzarse de cabeza contra la horda del Caos que se aproximaba. Escoger el momento oportuno para acercarse al ejército enemigo sería la parte más delicada del ataque.
Al mediodía apareció el señor Rasthlan ante los ojos de la vanguardia, con un par de autarii detrás. Malus ordenó un alto y se reunió con los exploradores a la sombra de un soto de abetos que se encontraba en la ladera del otro lado de un montículo.
—¿Dónde están? —preguntó el noble mientras Shevael les daba pan, queso y vino a los exploradores de cansado aspecto.
—A unas cinco leguas al norte —dijo Rasthlan, que bebió un largo trago de la copa.
Los espectros estaban acuclillados bajo los árboles y comían en silencio, mirando a Malus con ojos inescrutables. El señor Rasthlan rompió un trozo de pan, se lo metió rápidamente en la boca y se lo tragó casi entero.
—Han acelerado un poco el paso, pero no creo que cubran más de dos o tres leguas antes de que caiga la noche —continuó.
Malus asintió con aire pensativo. Ésa sería más o menos la distancia perfecta.
—¿Sabéis con certeza dónde se encontrará la tienda del jefe de guerra?
Rasthlan hizo una mueca y negó con la cabeza.
—Los bárbaros del Caos son tan numerosos como moscas —dijo—. Desde el borde del campamento hasta su centro hay casi cinco kilómetros. Es demasiado arriesgado penetrar, incluso para estos espectros —dijo, y señaló a los autarii—. La tienda del jefe de guerra estará en el centro del campamento. Debería ser fácil de encontrar, incluso a oscuras.
El noble asintió con la cabeza.
—¿Tus hombres estarán preparados al caer la noche?
Uno de los autarii soltó un bufido de desdén, y Rasthlan hizo una mueca.
—Están preparados ya, mi señor —replicó—. Cumpliremos con nuestra parte del plan, no temas.
—Muy bien —respondió Malus, que experimentó las primeras punzadas de expectación—. En ese caso, aguardaremos la llegada de la noche. —Se volvió a mirar a Shevael—. Convoca a los comandantes de las divisiones para que asistan a una reunión dentro de tres horas, con el fin de ultimar los preparativos —ordenó. Cuando el joven noble se marchó a toda prisa, Malus se volvió otra vez hacia los exploradores—. Y en cuanto a vosotros, os sugiero que descanséis un poco. Probablemente será una noche muy larga.