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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (25 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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El general condujo al noble a través de la puerta interior y entraron en la alta torre. Los andares de Malus eran tan inestables como los de un bebé. Entonces, se dio cuenta de que había permanecido sobre la silla de montar durante dos días seguidos. Resultaba asombroso que las piernas le funcionaran siquiera.

En lo que también reparó fue en que las heridas no le causaban dolor alguno. Una palpación experimental del cuero cabelludo y la rodilla le indicaron que las heridas estaban cicatrizando muy rápidamente gracias a la negra corrupción del demonio. De modo perverso, se preguntó cuántos tajos tendría que asestarle el ejecutor para decapitarlo. ¿Su cuerpo continuaría retorciéndose durante varias horas después, como el de una serpiente?

Nuarc le dirigió una curiosa mirada por encima del hombro. El noble se preguntó si había reído en voz alta. No lo recordaba.

El general lo condujo hasta un par de puertas que tenían grabado el sigilo de Ghrond. Una veintena de infinitos de negro ropón observaron impasiblemente a Malus mientras las puertas se abrían para dejarlo entrar.

Malekith lo estudió con ojos ardientes desde un trono de hierro no menos impresionante que aquel desde el que reinaba en Naggarond. La sala del trono era más grande que la que había en la Corte del Dragón, construida para dar cabida a varios cientos de nobles y sus séquitos. Al pie de la plataforma se veían cuatro sillas ornamentadas dispuestas en semicírculo. Cuatro nobles druchii que lucían atavío marcial se pusieron en pie de un salto, mientras Malus y Nuarc realizaban el largo recorrido desde la puerta. Malus sintió las miradas ardientes como hierros al rojo sobre su piel, pero el calor le causaba poca impresión después del incendio con que se había enfrentado recientemente.

Reconoció de inmediato al señor Myrchas. El drachau de la Torre Negra estaba pálido de rabia, pero en sus ojos negros brilló un destello de miedo cuando Malus fue llevado ante los señores reunidos. «Sin duda, recuerda la conversación que mantuvimos ante la torre —pensó el noble—, y teme que vaya a arrastrarlo conmigo.» Una suposición que no era disparatada.

Luego, Malus reconoció al druchii que se encontraba de pie junto a Myrchas, y su corazón se saltó un latido. Por un instante, imaginó que el vengativo espectro de su padre Lurhan había salido del Abismo para atormentarlo. Reconoció la ornamentada armadura de su progenitor y la gran espada
Slachyr
, la ancestral arma del vaulkhar de Hag Graef, pero la cara del hombre que llevaba puesta la armadura le resultó extraña. La última vez que había visto el rostro de su medio hermano Isilvar, era de color verde pálido, blando y fofo debido a décadas de decadencia carnal. Ahora había desaparecido toda la carne blanda para dejar paso a afilados huesos y ojos muy hundidos que destellaban con un odio casi feroz. Una corona de oro le mantenía retirado de la cara el cabello negro, aún atado con alambres que tenían ganchos y anzuelos ocultos, y su cuello vigoroso estaba rodeado por el grueso
hadrilkar
de oro de los miembros del séquito del Rey Brujo. Malus reparó en que Isilvar llevaba el collar de súbdito por fuera de un alto cuello de flexible cabritilla. «Sin duda, para evitar que el pesado oro le irrite la delicada piel», pensó el noble con sarcasmo.

Junto a Isilvar había un desgarbado druchii ataviado con ropones de color azul vivo y que llevaba una lustrosa armadura, y de todos los nobles de la habitación fue el único que miró a Malus con otra cosa que no fuera enojo u odio. Malus supuso que se trataba del drachau de Clar Karond, el único gobernante de las seis ciudades al que no había logrado ofender en el último año. El drachau observaba al noble con desconcierto, como si no entendiera el porqué de tantos aspavientos. Malus necesitó un momento para darse cuenta de que el gobernante de Clar Karond estaba un poco borracho.

Al otro lado del señor Myrchas había una alta figura de hombros estrechos que llevaba una ornamentada armadura con filigranas de plata y oro. Tenía el semblante alargado y un pequeño mentón cuadrado; era un druchii apuesto que a Malus le recordó de inmediato a su madre Eldire. Pero en los ojos de Balneth Calamidad no había nada cordial, sólo un negro abismo de odio infinito.

Si los nobles reunidos esperaban que se acobardara bajo sus feroces miradas, se quedaron decepcionados. El les dedicó sólo la más breve de las miradas, y concentró la mayor parte de su atención en la figura con armadura que ocupaba el trono. Cuando llegó al pie de la plataforma —rodeada por el círculo de señores con expresiones de odio—, bajó lentamente hasta clavar una rodilla en tierra.

—Acudo a tu orden, temida majestad —dijo simplemente.

—¿Has cumplido con mis órdenes, Malus de Hag Graef? —preguntó Malekith, cuya voz salía hirviendo del ornamentado yelmo como el aire de dentro de una forja llena de ascuas.

—Vivo para servir, temida majestad.

—En ese caso, cuéntame todo lo que has hecho.

Y así lo hizo. Relató su llegada a la Torre Negra y su fallido ataque contra el campamento de Nagaira. No descuidó ningún detalle; incluso se refirió, para su propia sorpresa, al heroísmo y el sacrificio del señor Meiron y sus lanceros.

—Es debido a la valentía de ellos que me encuentro de pie aquí para relatar estos hechos, temida majestad —dijo Malus—. Me avergüenza haber conducido a tantos de tus mejores guerreros a su muerte.

—¡Como podéis ver, él se condena libremente! —declaró el señor Myrchas, que señaló al noble con un dedo acusador.

Una vez que quedó claro que Malus no iba a usarlo como chivo expiatorio de la batalla perdida, la actitud del drachau volvía a ser la de siempre.

—¡Merece la misma suerte que sufrió el señor Kuall! ¡Al menos, Kuall no echó por la borda a diez mil de nuestros mejores soldados!

—Por lo que sabemos, condujo a esos soldados a la muerte como parte de un plan que trazó de acuerdo con la propia Nagaira —dijo el nuevo vaulkhar de Hag Graef.

La voz de Isilvar, en otros tiempos sedosa y refinada, era ahora un horror gutural, aún peor que el ronco gruñido de Nuarc. El sonido hizo aflorar una sonrisa a los labios de Malus, que puso buen cuidado en mantener el rostro inclinado hacia el suelo.

—Él y mi hermana han estado conspirando durante años, temida majestad. Fue ella quien dejó mi casa de la ciudad convertida en una ruina, la primavera pasada, y fue él quien desfiguró a nuestro drachau de tal manera que convalece aún en el presente. Para mí está claro que trabajaban juntos para destruir Hag Graef, y creo que ahora conspiran para destruir la Torre Negra y tal vez suplantarte a ti, además. ¡Debemos matarlo de inmediato!

—¡Si va a morir, temida majestad, deja que sea por mi mano! —pidió Balneth Calamidad. El autodenominado Señor Brujo del Arca Negra se situó junto a Malus con los puños cerrados—. El condujo a mi hijo y su ejército a la destrucción ante las murallas de Hag Graef. ¡Esto es un asunto de enemistad de sangre!

—¡Deja que Balneth Calamidad lo mate, temida majestad! —declaró Isilvar—. Permite que vengue a su hijo, y también acabará la enemistad existente entre nuestras ciudades.

Pero Malekith no parecía oír las súplicas de sus vasallos.

—¿Qué puedes decirme sobre ese segundo paladín del Caos?

Malus se encogió de hombros.

—No lo sé, temida majestad. Su aparición en la tienda de Nagaira fue una sorpresa para mí. Pero es poderoso; ha sido favorecido con dones de los Poderes Malignos, y su cuerpo no puede ser herido por las armas mundanas. Sospecho que es el verdadero poder que hay detrás de la horda. Los guerreros lo sirven a él, mientras que él, a su vez, sirve a Nagaira.

—¿Y qué tamaño tiene la hueste que se ha reunido contra nosotros?

Malus se detuvo a pensar. Ahora sabía cómo se había sentido Rasthlan cuando él lo había interrogado días antes.

—Yo diría que el enemigo aún suma alrededor de cien mil guerreros, temida majestad.

El número dejó mudo incluso a Isilvar a causa de la conmoción. Malus oyó con claridad el acero que frotaba contra acero cuando el Rey Brujo se volvió a mirar a Nuarc.

—¿En qué condiciones está nuestro ejército?

—Hemos podido reunir cuarenta y dos mil soldados, temida majestad: dieciocho mil de Naggarond, dos mil del Arca Negra, y diez mil tanto de Hag Graef como de Ciar Karond, además de dos mil mercenarios reclutados entre los sobrantes del puerto de la Ciudad de los Barcos. Tomando en cuenta las bajas sufridas por Malus, eso deja a la guarnición de la Torre Negra con unos catorce mil efectivos. Así que podremos oponer unos cincuenta y seis mil contra la hueste de Nagaira, más que suficiente para desangrar a su ejército contra estas murallas. Cuando lleguen nuestras fuerzas adicionales desde Karond Kar y Har Ganeth, estaremos en posición de inmovilizar al enemigo contra las murallas de la fortaleza y destruirlo.

—Siempre y cuando Nagaira no use su brujería —dijo Isilvar con tono ominoso—, ni nos enfrentemos con una traición desde el interior.

Malus no podía aguantar más. Estaba vapuleado y herido, físicamente exhausto, y ahora comenzaban a dolerle las rodillas. Con un doloroso esfuerzo, se puso en pie, tambaleándose.

—Si complace a tu temida majestad matarme, hagámoslo de una vez —dijo—. Reconozco mi fracaso en el campo de batalla. ¿Qué decides?

Por un momento, nadie habló. Incluso Malekith pareció desconcertado ante la franqueza del agotado noble.

—Yo no veo fracaso alguno en este caso —declaró el Rey Brujo, al fin—. Has atraído a Nagaira hacia la Torre Negra, como te ordené.

—Pero, temida majestad —exclamó Myrchas—, ha perdido la mitad del ejército...

—¿Perdido? —dijo el Rey Brujo—. No. Ha utilizado a esos soldados como debe hacer un señor de la guerra para lograr sus objetivos, mientras luchaba contra un enemigo que ha invadido nuestro reino. Algo que no ha hecho ninguno de vosotros.

—Pero... ¡no podéis tener la intención de nombrarlo vaulkhar de Ghrond! —gritó Myrchas—. No lo aceptaré, no después de todas las ofensas que ha perpetrado contra mis nobles pares.

—No, no será el vaulkhar de la Torre Negra —dijo Malekith—. Ya no comandará ejércitos en el campo de batalla. —El Rey Brujo se inclinó hacia delante desde el trono, y tendió hacia Malus una mano parecida a una zarpa—. Por el contrario, yo lo nombro mi paladín, para que se enfrente a los enemigos del Estado y los mate en mi nombre.

—No puedes decirlo en serio —oyó Malus que decía alguien. Tardó un momento en darse cuenta de que era él mismo quien había hablado.

—Es mi decreto, Malus de Hag Graef, que seas nombrado mi paladín y luzcas sobre la armadura los tres cráneos de oro de Tyran, para que tanto amigos como enemigos sepan que luchas en mi nombre. El honor del reino descansa sobre tus hombros. No lo desampares, o la cólera de la Madre Oscura caerá sobre ti.

—Yo... oigo y obedezco, temida majestad —replicó Malus, que se inclinó ante el trono. El noble sabía que no se trataba de una verdadera recompensa, sino de otra faceta del juego de Malekith. Simplemente estaba demasiado cansado para ver cuál era la estratagema del Rey Brujo. Y en cualquier caso, no podía negarse.

—¿Cómo puede ser esto? —dijo Isilvar, cuya destrozada voz parecía cargada de genuina indignación—. Ha cometido graves crímenes contra el reino y contra tu persona, temida majestad. ¿Cómo es que no sólo continúa vivo, sino que además se le juzga digno de semejante honor?

—Continúa vivo porque el hecho de que así sea sirve a los propósitos del Rey Brujo —declaró una voz dura como el hierro desde el otro lado de la sala.

Morathi salió silenciosamente de las sombras; en sus ojos destellaban la fría amenaza y la autoridad.

—Es una lección que todos vosotros haríais bien en aprender.

—¿Qué noticias traes de mis Novias Oscuras, Morathi? —preguntó Malekith, refiriéndose a las brujas encerradas en el convento de la Torre Negra.

—Son muchachas necias de voluntad débil —replicó Morathi con desdén—. Pero aún podríamos lograr alguna obra decente de ellas antes de que acabe el asedio. Debo tomar medidas para rectificar los vacíos que hay en su formación.

—Hazlo —asintió el Rey Brujo, y luego volvió a mirar a sus nobles vasallos—. Marchaos ahora, y preparaos para el ataque que se avecina. Los guerreros de Nagaira están rodeando la ciudad incluso mientras hablamos. Servidme bien, y vuestra recompensa será grande.

Ninguno de los señores reunidos tenía la más leve duda de cuál sería la alternativa.

14. El templo de Tz’Arkan

Los Desiertos del Caos, primera semana del invierno

Más allá del umbrío portal del gran templo aguardaba una oscuridad negra como la tinta que latía con blasfemo poder. Giraba y se arremolinaba en torno a Malus mientras él daba traspiés por la estrecha nave, y retrocedía ante el druchii poseído como si elevara una súplica al demonio que iba dentro de él.

El templo estaba muy cambiado desde que lo había visto por última vez. No, aún estaba cambiando: potentes energías corrían por las enormes piedras y le erizaban visiblemente la helada piel. Tz'arkan se hinchaba dolorosamente dentro del torturado cuerpo del noble, y las fuerzas que obraban dentro del grandioso edificio respondían y se ordenaban de acuerdo con la voluntad del demonio.

El cuerpo de Malus se movía por su propia cuenta y lo obligaba a avanzar como si fuera un muerto viviente. Al final de la nave, llegó a la antecámara del templo. Más de cien figuras ataviadas con ropones ceremoniales flanqueaban la estrecha nave que corría por el amplio pasillo. Las formas antiguas habían permanecido arrodilladas en actitud reverente durante tanto tiempo que los cuerpos se habían transformado en polvo hacía mucho, y sólo habían quedado petrificados caparazones de cuero y hueso con runas talladas. Recordó la primera vez que había visto aquellas desdichadas figuras, y que se había preguntado qué clase de espantoso horror podría haber hecho que los esclavos del templo mantuvieran apoyada la frente contra el suelo de piedra hasta acabar muriendo. Ahora lo sabía demasiado bien.

Los tacones de sus botas resonaban desamparadamente sobre los polvorientos suelos de mármol, mientras caminaba entre las filas de los condenados. De repente, oyó un sonido susurrante, como de viejo pergamino que se desmenuza y de cuero que se resquebraja, y se le heló el corazón al ver que las filas de sirvientes del templo se enderezaban lenta y espasmódicamente. El polvo se arremolinó en las profundidades de las capuchas echadas muy adelante, para reunirse en forma de caras esqueléticas. Verdes esferas de luz de cementerio brillaban misteriosamente en las oscuras cuencas oculares, y sus espectrales bocas se movían en silenciosa adoración por el señor que regresaba. Manos etéreas le rozaban las botas y el borde del ropón, y la cruel voluntad de Tz'arkan medía cada uno de sus pasos, bañándose en la horrenda adoración de aquellas almas en pena. Al otro extremo de la sala rechinó débilmente el acero corroído cuando los muertos con armadura que montaban guardia en la cámara alzaron sus herrumbrosas espadas para saludarlo. En los orificios oculares de los yelmos de los guardias brillaba luz verde, y las runas talladas en sus armaduras del Caos hormigueaban con energías brujas.

BOOK: El señor de la destrucción
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