Read El señor de la destrucción Online

Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (27 page)

BOOK: El señor de la destrucción
13.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Usa el polvo para dibujar el sigilo con precisión, según te lo ordene —dijo el demonio—. Debes hacer esto por ti solo, Darkblade. No puedo obligarte. Sigue mis instrucciones en todos sus detalles. Tu alma depende de ello.

De repente, sintió que la presa del demonio se aflojaba; el cambio fue tan súbito que Malus se tambaleó, y sólo un esfuerzo de voluntad impidió que cayera. Su mirada se desvió hacia la negra espada que yacía sobre la piedra, a poca distancia.

—No lo intentes —dijo el demonio—. Te detendré antes de que des un solo paso, y luego te haré sufrir de una manera tal que jamás has creído posible. ¿Recuerdas la cámara de los altares? Eso fue un tierno beso comparado con lo que podría hacer si me sintiera realmente descontento. Y al final tendrías aún menos tiempo para salvar tu espíritu inmortal. Ahora, comienza.

Las instrucciones fluyeron como inmundicia helada dentro del cerebro del noble. Reprimió un grito ante las monstruosas imágenes que le pasaban por la cabeza, y metió una mano en la urna para coger un puñado de polvo.

15. Los encargados de los cadaveres

La Torre Negra de Ghrond, cuatro semanas antes

El estruendo del trueno golpeó las murallas de la fortaleza como un martillazo e hizo que muchos de los defensores situados sobre ellas agacharan la cabeza y gritaran de miedo. El rugido que estremeció la tierra prácticamente ahogó el agudo lamento de los cuernos que gritaban su estridente advertencia desde los reductos. Malus se levantó de la base de las almenas y miró hacia la negrura atravesada por los rayos. Un salvaje viento maloliente le rugió en la cara y enredó los mechones sueltos de su pelo húmedo de sudor.

Todo era oscuridad en la cenicienta llanura. Contó los segundos mientras esperaba el destello pálido de un rayo. ¡Allí! Una cinta de fuego atravesó el firmamento y permitió ver la marea de monstruosidades que cargaba hacia las murallas.


¡Sa'an'isharl
—les gritó a los lanceros que se acuclillaban contra las almenas, junto a él—. ¡De pie! ¡Aquí llegan!

Ahora, el rugido del ejército que avanzaba podía ser oído por encima de la rugiente tempestad, y el destello y el parpadeo de los rayos cada vez más numerosos desterraban las sombras y permitían ver a los atacantes, que se encontraban a menos de veinte metros de la base de la muralla. Allí, el suelo ya estaba alfombrado por los cadáveres de hombres bestias y bárbaros, y mientras Malus miraba, sobre la aullante horda comenzó a caer una lluvia de negras saetas procedentes de los reductos de la derecha y la izquierda. Hombres bestia carnosos y medio desnudos gritaron y tropezaron, atravesados por mortíferas flechas. Algunos continuaron corriendo mientras que otros cayeron sobre la tierra empapada de sangre y murieron. Pero la hirviente masa continuaba avanzando a la carga, impertérrita ante la mortífera granizada. Largas escalerillas oscilaban por encima de filas de bárbaros de ceñudo rostro; cuando uno de los que transportaban las escalerillas resultaba herido, otro corría a ocupar su lugar. Algunos hombres continuaban andando con dos o tres saetas clavadas en el cuerpo, impelidos por una atroz sed de batalla y por las bendiciones de sus temibles Dioses Malignos.

Malus desenfundó la espada y apretó la mandíbula con fuerza mientras los atacantes se acercaban. Ya tenía la armadura salpicada de sangre seca y pegajoso icor, y sentía como si los brazos fueran de plomo debido a todos los enemigos que había matado. No recordaba si ése era el tercer ataque o el cuarto. A esas alturas ni siquiera sabía si era de día o de noche. Las nubes que habían llegado ante la horda se habían apretujado en torno a la Torre Negra como una mortaja y habían bloqueado la pálida luz solar del norte. Una vez comenzada la lucha, el tiempo había perdido significado.

Con gemidos y amargas maldiciones, los druchii de la compañía asignada a defender ese lienzo de muralla se pusieron lentamente de pie. Eran soldados regulares de Ciar Karond, algo que evidenciaban los ropones azules y los cortos kheitanes ligeros preferidos por los corsarios. Al comenzar el primer ataque los soldados se habían mostrado animados, pero ahora tenían expresiones cansadas y ceñudas, manchadas de mugre y de la sangre de otros. Pasaron un brazo por las correas del vapuleado escudo y recogieron las armas; uno de cada tres empuñó una ballesta de repetición, mientras que los demás desenvainaron cortas espadas. Comprobaron que tenían sus pies bien afianzados en medio de los charcos de sangre casi seca que manchaba las piedras del suelo, y observaron a la masa que avanzaba para ver dónde era probable que las escalerillas tocaran la muralla. Un joven druchii pasó corriendo por la línea para echar sobre las piedras serrín que llevaba en un cubo; el serrín absorbería parte de la sangre cuando la lucha comenzara de verdad, pero nunca era suficiente.

Malus se echó hacia atrás y miró a lo largo de la muralla para asegurarse de que todos los soldados se encontraban de pie. Vio un par de piernas que aún estaban estiradas de través sobre las piedras del adarve, y acudió a paso ligero a echar un vistazo.

—En pie, lancero —gruñó el noble, y se arrodilló ante el guerrero.

Era una mujer joven a la que habían reclutado para luchar con el regimiento a consecuencia de la proclama de guerra de Malekith. No presentaba ninguna marca que Malus pudiera ver, pero su piel estaba blanca como la tiza y tenía los labios azules. Muy probablemente un golpe de martillo o de garrote le había reventado algo bajo la piel, y se había desangrado internamente mientras dormía. Malus la aferró por la cota de malla y la arrastró hasta el lado interno de la muralla, para luego hacerla rodar y echarla abajo. Ya había grandes pilas de cadáveres sobre las losas de piedra situadas a doce metros más abajo, donde otros se encargaban de quitarles la armadura y las armas, y arrastrarlos hasta los hornos crematorios. Incluso en aquellos fríos climas, los muertos podían acarrear una peste capaz de diezmar las defensas de la ciudad-fortaleza.

El resto de la línea parecía preparada, hasta donde podía ver. Cada uno de los ocho lienzos de muralla que se extendían a lo largo de más de cuatro kilómetros entre los voluminosos reductos estaba defendido por un sólo regimiento. En la sección donde se encontraba Malus, el comandante del regimiento fijaba el extremo opuesto del lienzo, mientras que el extremo de Malus lo había fijado el segundo al mando. Los sesos de ese tipo habían acabado esparcidos contra el costado de un merlón situado a pocos metros a la derecha del noble. El estaba casualmente cerca cuando el oficial había muerto, y sin pensarlo dos veces había avanzado para ocupar su lugar. Eso había sucedido durante el segundo ataque, y allí había permanecido desde entonces.

Malekith no le había dado ninguna orden después de declararlo paladín. Sin soldados bajo su mando —ni siquiera un séquito al que considerar suyo—, era como si lo hubieran apartado a un lado en la precipitación y confusión del ataque inminente. Había encontrado el camino hasta sus aposentos, les había ordenado a los sirvientes que le llenaran la bañera y comida, y había observado mientras un par de herreros de la armería de la fortaleza fijaban un juego de tres cráneos de oro en el peto de su armadura. Los cráneos lo señalaban como paladín del Rey Brujo: Athlan na Dyr, el Cosechador de Cabezas. Por lo que a Malus respectaba, lo convertían en tentador objetivo para todos los hombres bestia con cabeza de toro y todos los bárbaros que pasaban por encima de la muralla.

Sin embargo, cuando los cuernos comenzaron a sonar, se había puesto la armadura para encaminarse hacia las almenas.

Esperaba que cuando empezara el ataque, fuera el paladín de Nagaira quien lo encabezara. El guerrero, protegido por el Amuleto de Vaurog, sería literalmente una máquina de destrucción sobre las murallas de la ciudad, pero Malus esperaba que si tenía detrás de sí los suficientes lanceros, el paladín podría ser derribado durante el tiempo suficiente para quitarle el talismán del cuello. Después de eso podrían cortar en pedazos al bastardo, y colgar de las almenas su cabeza con casco y todo, y Malus hallaría un modo de escabullirse fuera de la fortaleza y encaminarse hacia los Desiertos del Caos.

Pero nada había ido de acuerdo con lo planeado hasta ese momento. El paladín aún no se había dejado ver entre la vocinglera masa, y la mayoría de los guerreros de lo alto de la muralla miraban a Malus con resentimiento y hostilidad abiertos. Los lanceros de la Torre Negra habían oído las historias de la desastrosa expedición al norte, y lo culpaban por la pérdida de sus compañeros y de su comandante, el señor Meiron. Pero no eran ni de lejos los peores; cuando Malus caminaba por lo alto de la muralla se encontró con guerreros de Hag Graef y del Arca Negra, quienes lo veían como al más negro de los villanos tras los malhadados acontecimientos de la primavera anterior. Era muy probable que tanto unos como otros le clavaran una estocada por la espalda o lo empujaran desde lo alto de la muralla durante un ataque, tanto si era paladín del Rey Brujo como si no. Había permanecido durante tanto tiempo con el regimiento de Clar Karond por la sencilla razón de que para ellos no era más que otro oficial.

Ahora estaban disparando los ballesteros de lo alto de la muralla, y Malus oía los gritos de los que morían doce metros más abajo.

—¡Llegan las escaleras! —gritó uno de los guerreros, y el noble corrió a las almenas para ver cuántas habían tocado la muralla en las proximidades.

Sólo había dos: una estaba muy cerca del reducto de la derecha, mientras que la otra se encontraba a casi diez metros a su izquierda. Las que estaban apoyando en puntos más alejados de la línea eran problema de otros. Bárbaros de pies ligeros ya subían por las largas escalerillas, muchos con cuchillos arrojadizos entre los dientes. Otros bárbaros situados en la base de la muralla les lanzaban hachas a los defensores, pero los druchii les hacían poco caso.

—¡Ballesteros, cubrid las escaleras! —chilló el noble, aunque había poca necesidad de hacerlo.

Los hombres de esa parte de la muralla conocían bien la rutina a esas alturas. Las saetas de sus ballestas y las que salían por las saeteras del reducto cercano volaron a lo largo de la línea de hombres que subían tenazmente hacia lo alto de la muralla. Los bárbaros avanzaban impertérritos hacia la tormenta de saetas de negras plumas, y continuaban adelante aun después de haber sido heridos por múltiples de ellas. Cuando no podían seguir subiendo, se arrojaban hacia un lado de la escalerilla, gritando o riendo como dementes hasta que llegaban al suelo, y los de abajo redoblaban sus esfuerzos por llegar a lo alto.

Y a lo alto llegaban. Siempre lo hacían, a pesar de las espantosas bajas que sufrían. Las ballestas sólo podían disparar a una determinada velocidad, y los guerreros del Caos no temían a la muerte. Lenta pero inexorablemente, la línea de guerreros se acercaba cada vez más a las almenas.

—¡Cuatro hombres por cada escalera! —rugió Malus, que corrió a recibir al primer enemigo que pasó por encima de las almenas.

Obedientes, los soldados se apiñaron en torno a la parte superior de cada escalerilla, preparados para acometer a los atacantes desde varias direcciones a la vez. Esto no era esgrima ni elegante juego de fintas, sino pura carnicería destinada a matar hombres tan rápida y eficientemente como fuera posible. Mientras pudieran evitar que los guerreros enemigos establecieran una posición sobre las almenas, casi podrían matar a discreción a los que llegaran.

De repente, el aire zumbó a causa de media docena de hachas que volaron destellando en corto arco cuando las lanzaron los guerreros que estaban más cerca de los últimos peldaños. Se oyó un choque de acero, y uno de los druchii que estaban al lado de Malus cayó en silencio; una de las hachas arrojadas había hendido el yelmo del soldado y se le había clavado en la frente.

—¡Arriba los escudos, malditos! —gritó el noble—. ¡Cuidado con las hachas!

Levantó una mano para comprobar las correas de su nuevo yelmo. Malus detestaba llevarlo puesto, pero era mucho mejor que la alternativa.

En lo alto de la escalerilla apareció una cara sonriente como la de un demonio. Malus saltó hacia el bárbaro con un grito, y evitó por poco que se le clavara en la cara un hacha arrojadiza. Su repentino movimiento hizo que el hombre lanzara mal, y el girante proyectil le pasó con la velocidad de un rayo junto a una oreja; antes de que el bárbaro pudiera desenvainar la espada, Malus le atravesó la garganta de una estocada. La sangre cayó como una cascada por el tatuado pecho del bárbaro, pero él continuó subiendo por la escalerilla hasta llegar a las almenas. Los lanceros lo acometieron por ambos lados con estocadas y tajos, y Malus bajó un hombro y lo estrelló contra el vientre ensangrentado del tambaleante hombre, que salió despedido al vacío.

Pero con su último segundo de vida, el guerrero ganó tiempo para el que venía detrás de él. Una estocada de espada resbaló sobre la armadura que cubría el vientre de Malus, y luego el aullante hombre bestia bajó la cabeza y corneó al noble en el pecho. La fuerza del impacto lo lanzó un par de metros hacia atrás, y el guerrero saltó con rapidez sobre las almenas. Los druchii acometieron al enemigo por ambos lados con estocadas y tajos de sus espadas cortas. Rugiendo de furia, Malus saltó de vuelta a la refriega, donde pilló al guerrero a medio giro y le abrió un tajo en un costado del cuello. La sangre caliente salpicó a los lanceros cuando el astado guerrero se tambaleaba a causa del golpe. Uno de los druchii lo acometió, decidido a acabar con la criatura, pero el hombre bestia no estaba acabado en absoluto. Con un grito parecido a un balido, bajó la ancha espada y le clavó una estocada en un muslo; la hoja hendió el músculo y cortó una arteria importante. El druchii cayó con un alarido, aferrándose la mortal herida, mientras sus compañeros clavaban sus armas en la espalda del hombre bestia.

El siguiente en llegar a las almenas fue un bárbaro que saltó por encima del hombre bestia moribundo, directamente hacia Malus, con la cara contorsionada por una expresión de locura, y los brazos extendidos en un abrazo mortal. El noble gruñó con desdén, se agachó y esquivó limpiamente el temerario ataque del guerrero, y luego se lanzó tras el tambaleante cuerpo del demente y lo hizo caer de una patada por el borde interior de la muralla. El druchii herido intentaba alejarse a rastras de la refriega y dejaba un espeso rastro de sangre en el serrín recién esparcido.

BOOK: El señor de la destrucción
13.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Wolf Blood by N. M. Browne
El Palacio de la Luna by Paul Auster
The Cupcake Coven by Ashlyn Chase
The Pearl Diver by Jeff Talarigo
The Dog Year by Ann Wertz Garvin
Mail-order bridegroom by Leclaire, Day