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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (26 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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—¿Lo ves, Darkblade? Esto no es más que un atisbo de las glorias por venir. Los muertos se levantarán por orden mía, incluso mientras los vivos entregan el alma para saciar mis gloriosos apetitos. Estos sólo son los más pequeños bocados de degustación de las maravillas que podrían haber sido tuyas si simplemente hubieras elegido servirme.

Y continuó, pasando junto a los atormentados fantasmas, para entrar en otra gran sala que contenía los altares de los cuatro dioses del norte. Detrás de cada altar se alzaba un horrendo ídolo dedicado a uno de los Poderes Malignos: Tz'arkan condujo a Malus hasta el ídolo de Slaanesh, y obligó al noble a arrodillarse ante la abominable figura. Sus manos hicieron retorcidos gestos en el aire, y sus labios formaron envilecidas palabras que ningún mortal había estado jamás destinado a pronunciar. El icor burbujeaba en su garganta y se deslizaba en forma de hilos por sus pálidas mejillas mientras el demonio lo obligaba a participar en la horrenda adoración del Gran Devorador. El ritual continuó y continuó, hasta que temió que los dientes se le partirían y los labios se le fundirían como sebo. Su mente atormentada se puso a pedir a gritos que aquello cesara.

El siguiente sonido que reconoció fue la risa del demonio, cruel y fría, que resonaba dentro de su cerebro.

—Eres débil, Darkblade. Demasiado débil. ¿Es éste el llamado héroe de Ghrond? Tu mente ni siquiera puede entender la simple bendición de un acólito. Y pensar que una vez vi en ti un gran potencial...

Tz'arkan obligó a Malus a ponerse de pie y seguir adelante, hacia el gran espacio cavernoso donde aguardaba el puente de fuego.

Un calor abrasador golpeó el pálido semblante del noble; el hedor a azufre le causó escozor en la nariz y le resecó la dolorida garganta. La tierra misma rugía de furia en el vasto espacio abierto, encolerizada por el ser antinatural que estaba atrapado en la cámara de arriba. Al otro extremo de la larga plaza, a unos cincuenta metros de distancia, se alzaba la estatua de un demonio alado, agazapado sobre sus zarpas y silueteado por el furioso resplandor rojo del lago de fuego que tenía detrás. La vista de la musculosa forma humana del demonio con su gruñente cara animal parecía casi cómica ahora, tras los horrores que había presenciado durante el asedio de la Torre Negra.

Con cada paso aumentaba el calor que le castigaba la piel, y con cada paso también parecían crecer las temibles energías del demonio. El poder de Tz'arkan irradiaba de su cuerpo; sentía cómo le salía por los poros como veneno, empapaba las paredes de piedra oscura y las contaminaba desde dentro.

Se oyó un estruendo tremendo, y una columna de piedra fundida saltó del gran abismo que se abría detrás del demonio que aguardaba. Malus recordó vagamente que la última vez que había recorrido la escalera flotante, el río de lava se encontraba a cientos de metros por debajo del nivel de la plaza. Ahora hervía y se hinchaba a pocos metros de ella. El calor era insoportable. Malus sentía que su piel se quemaba, y los pulmones le dolían con cada inspiración superficial que realizaba. Intentó cerrar los ojos para protegerlos del aire ardiente, pero el demonio lo controlaba de manera despiadada y lo obligaba a avanzar hacia el fuego.

Al cabo de poco rato no podía respirar. De sus andrajosos ropones se alzaban jirones de humo, y temió que le estallaran los ojos. Luchaba cada vez más frenéticamente contra el control del demonio, que lo obligaba a aproximarse sin remedio al infierno.

Tz'arkan siseaba de deleite.

—Tu miedo es dulce. ¡No existe nada tan delicioso que los estertores de agonía de los mortales! Pero no te permitiré morir, Malus, aún no.

Se produjo un furioso siseo y una erupción de vapor junto al borde del precipicio. Enormes rocas se alzaron en hileras escalonadas de la piedra hirviente, con la facetada superficie relumbrante de calor incandescente y chorreando fuego líquido dentro del agitado mar de abajo. Formaron una escalera flotante que llegaba hasta una columna de roca que colgaba del techo de la grandiosa caverna. Más allá de ésta, Malus sabía que se encontraban las dependencias de los hechiceros del templo, y luego la sala de tributo y la prisión del propio demonio.

Le ardía la piel. Sintió el olor de su pelo, que se quemaba en medio de tanto calor. Sus pulmones se contraían, ansiosos por saborear aire fresco, y tenía los ojos resecos como cuero. Sin embargo, era incapaz de resistirse al control férreo del demonio.

«Busca quebrantarte —pensó Malus—. Aquí, al final, quiere asegurarse el control sobre ti. Aun ahora, teme que tal vez seas capaz de esquivar sus planes.» Malus se concentró en esa idea y extrajo esperanza de ella, aun cuando su cuerpo era castigado por el ardiente dolor y sometido a la obediencia de una voluntad inhumana.

El noble ascendió por los escalones que había disimulados en la espalda de la estatua del demonio, y reparó en el resplandor de la roca fundida que brillaba en los bordes inferiores de las alas de piedra. Le daba vueltas la cabeza debido a la falta de aire, pero su cuerpo se movía como una marioneta de madera y saltaba pesadamente de un escalón flotante al siguiente.

Pasadas las rocas había una escalera curva, intrincadamente tallada con docenas de figuras desnudas que se retorcían en tormento eterno. Recordaba vagamente un cuerpo que había visto tendido en la escalera, con los antebrazos llenos de tajos desde las muñecas a los codos. ¡Cómo deseaba ahora haber hecho caso de la silenciosa advertencia del cadáver!

Lenta y dolorosamente, el demonio lo obligó a continuar escaleras arriba y a entrar en el osario, que era el sanctasanctórum de los hechiceros. Allí, los cinco paladines del Caos habían construido aposentos para sí mismos y los sirvientes. Esos mismos sirvientes se habían vuelto los unos contra los otros al final, y sus mentes habían sido quebrantadas por las manipulaciones del demonio cuando esperaban en vano el regreso de sus señores, hasta que se asesinaron unos a otros en una orgía de canibalismo y muerte. Mirando hacia atrás, a Malus le parecía asombroso lo ciego que había estado ante los terribles portentos expuestos delante de sus ojos. ¡Había sido tan estúpido! ¡Y qué desastre se había derivado de eso!

El demonio lo hizo pasar de largo ante los aposentos abandonados y sucios de sangre, sembrados por los desmenuzados desechos de las brutales luchas libradas en ellos. Pasados unos pocos minutos, frunció el ceño mientras recorría con los ojos el suelo de las estancias ante las que pasaba, y miraba a lo largo de los corredores mortecinamente iluminados. ¿Adonde habían ido todos los cuerpos? ¿Se habrían convertido finalmente en polvo, una vez que el demonio había invocado su monstruosa maldición?

Finalmente, llegó a la gran rampa labrada con centenares de runas y cráneos de alabastro que sonreían malévolamente, y a la alta puerta doble hecha de oro macizo. Al verlas, un pavor sin nombre aferró la garganta de Malus, como le sucedería a un condenado al ver la plataforma donde van a empalarlo.

Más allá de esas puertas se encontraba la entrada de la cámara del demonio y el final de su terrible búsqueda.

«Así que todo se reduce a esto —pensó, amargamente—. He salido sin ayuda de los Desiertos del Caos, he luchado contra adoradores de demonios y piratas contaminados por el Caos, he mandado ejércitos y flotas, y he librado terribles batallas por la suerte de ciudades enteras. Hace no mucho descansaba en mis manos el destino de todo un reino. Pero así es como acaba la historia, caminando como un cordero hacia el matadero.» Bastaba para hacer que el más feroz de los druchii llorara lágrimas de rabia.

Ya no le quedaba nada. Desesperado, se devanó los sesos en busca de algún truco, alguna estratagema que pudiera volver las tornas contra el demonio antes de que fuera demasiado tarde. Pero ¿cómo podía defenderse de la criatura cuando ni siquiera era capaz de dominar su propio cuerpo maltrecho?

El demonio hizo que ascendiera por la rampa. Las doradas puertas, equilibradas sobre goznes perfectos, se abrieron bajo el toque de manos invisibles.

Al otro lado, Malus oyó el susurro de telas viejas y el crujido de esquelética piel seca. Comprendió que se trataba de los cuerpos, los cuerpos de los eruditos y sirvientes muertos.

«¿Lo ves? Los muertos se levantan para servir a los dignos.»

Tz'arkan lo obligó a atravesar el umbral ante una reunión de cadáveres mutilados que se inclinaban, desgastados y marchitos debido al paso del tiempo. Las cabezas se alzaron para contemplar al señor inmortal, y los secos labios como manchas dibujaron untuosas sonrisas lunáticas en sus caras. Los dedos esqueléticos se curvaban como garras, y las vacías cuencas oculares parecían deslumbradas ante infernales maravillas que escapaban a la comprensión de los mortales.

—He aquí a tus sirvientes, Darkblade —declaró el demonio, burlón—. Ellos te ayudarán en lo que debe hacerse, porque queda poco tiempo.

Cuando el noble avanzó rígidamente entre los servidores no muertos, se oyeron señales de movimiento. Echaron a andar ante Malus con muñones de pies destrozados, impelidos por la misma implacable voluntad que lo empujaba a él; atravesaron el brillante suelo de mármol y las curvas líneas de las defensas mágicas que habían mantenido al demonio aprisionado durante miles de años. Sus frágiles ropones se agitaban en las ondas de un poder invisible que reverberaba en el aire. Se detuvieron ante las grandiosas puertas de basalto flanqueadas por enormes estatuas de demonios alados, y aguardaron a que llegara él. En las sombras que había a los lados de los esclavos que esperaban, se arremolinaron figuras de polvo marrón. Se encogieron de miedo e hicieron genuflexiones ante Malus, y él recordó las monstruosas momias que había encontrado tendidas en torturante media vida ante esas mismas puertas, incapaces de hallar alivio en la muerte debido a los poderes de los hechizos de servidumbre colocados como una trampa debajo de ellas.

Cuando Malus atravesó la primera de las arqueadas líneas de plata, sintió que lo recorría un temblor. A pesar del frío que había sentido antes, en ese momento tuvo la sensación de estar congelado y sumergido en hielo, con el alma envuelta en poderes que apenas podía comprender. Se preguntó si permanecería allí, atrapado detrás de esas terribles defensas, una vez que el demonio le devorara el alma.

Dentro de las profundidades de la cruda desesperación que le atenazaba el cerebro, despertó a la vida una diminuta chispa de una idea. Apenas se atrevía a considerarla, casi temeroso de que el demonio le leyera los pensamientos. Frunció el ceño. ¿Sería posible? ¿Se atrevería?

¿Tenía alternativa?

Los sirvientes no muertos empujaron las puertas negras y condujeron a Malus hacia la fría radiación de la sala de tributo. La vasta estancia contenía las riquezas de docenas de reinos saqueados, ya perdidos en el tiempo: monedas y gemas, platos e ídolos..., más riquezas de las que cualquier hombre pudiera gastar en un millar de vidas. Incluso ahora, a pesar de sus terribles apuros, la vista de la sala del tesoro le encendía el avaricioso corazón.

Pero de todas las maravillas que se amontonaban en grandes pilas dentro de la cámara de tributos, ninguna podía compararse con el enorme cristal que dominaba el centro de la estancia. Era toscamente facetado y más grande que un hombre, y estaba colocado sobre un trípode bajo de hierro. La enorme piedra relumbraba con suave luz azul palpitante, un color extrañamente atractivo si se consideraba la negra fuerza maléfica que residía en su interior.

Su mirada se desvió hacia el pequeño pedestal modesto que estaba situado dentro de la habitación, a pocos metros de la puerta. «Hace ya un año que está vacío», pensó, ceñudo. Con manos temblorosas, se quitó los guanteletes y posó una mirada amarga en la piedra roja que lucía sobre uno de sus dedos. ¡Si hubiera tenido la más mínima valentía, habría intentado cortárselo antes que salir de aquel sitio con el anillo puesto!

Los servidores arrastraban los pies en medio del brillante esplendor, buscando los instrumentos que Tz'arkan deseaba. El cuerpo de Malus sufrió un espasmo cuando el demonio hizo sentir otra vez su temible control.

—Las reliquias, pequeño druchii —ordenó Tz'arkan—. Sácalas y prepárate para el ritual.

Descorazonado, Malus sólo pudo observar mientras su cuerpo obedecía como un perro las órdenes del demonio. Colocó la alforja cuidadosamente sobre el suelo de piedra y sacó cuatro de los talismanes, cada uno envuelto en tela sucia. Primero el Octágono de Praan, luego el Idolo de Kolkuth y la Daga de Torxus. Finalmente, desenvolvió el Amuleto de Vaurog, y se le heló el corazón al recordar las penalidades por las que había pasado para obtenerlo. De todo lo que había soportado para conseguirle a Tz'arkan sus reliquias, el precio que había pagado por el condenado amuleto lo perseguiría durante toda la eternidad. Al final de todo, tendió una mano hacia la Espada de Disformidad que colgaba de su cinturón.

—No —ordenó el demonio, con la fuerza suficiente como para hacer que por los ojos y los oídos del noble sangrara icor—. Los sirvientes se ocuparán de esa espada.

Dos de los cadáveres se arrodillaron junto a Malus y sacaron la larga espada negra de la vaina. Al manipular la ardiente arma, de sus marchitas manos ascendieron jirones de humo.

Malus observó cómo los sirvientes dejaban la espada junto a las otras reliquias, mientras otro par de servidores se acercaban desde las profundidades de la cámara. Uno llevaba una urna hecha de oro que mostraba grabados espirales de runas mágicas. El otro sujetaba una tablilla de desgastada piedra antigua que mostraba talladas densas líneas de escritura blasfema.

—Coge la urna —dijo el demonio—. Quítale la tapa, y te mostraré lo que debes hacer.

Intentó luchar contra él como el condenado luchaba contra la presa de sus verdugos. Pero también esa vez le falló su indomable voluntad. Malus observó, impotente, cómo sus dedos cogían la pesada urna de las manos del cadáver, y le quitaban la tapa. Dentro había un polvo gris que hedía a cripta.

Cuando la urna fue abierta, el noble sintió la alegría del demonio.

—Los huesos de mis torturadores —dijo—. Recogidos de los cuatro confines del mundo. Los cinco paladines que me atraparon fueron molidos para llenar ese cuenco. Todos menos ese estúpido conspirador de Ehrenlish; al final, conseguí todos los cráneos menos el de él, pero bastará.

Tz'arkan obligó a Malus a volverse e hizo que marchara hacia el cristal.

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