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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (48 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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El viento arreciaba y aullaba como un fantasma atormentado en el resonante espacio. Sintió que las serpientes del nido que le rodeaba el corazón comenzaban a desenroscarse y a abrirse camino a través de su garganta. De la boca y la nariz de Malus salió humo que fue arrastrado al interior del ciclón como aceite vertido sobre la superficie de un mar turbulento. Se extendió como una mancha negra en el aire, flotando ante el cristal mientras el encantamiento llegaba a su inevitable punto culminante.

Cuando se pronunciaban las últimas frases del ritual, el inmundo viento arreció hasta transformarse en atronador ciclón que abofeteó a los sirvientes no muertos y les arrancó las ropas podridas y la piel desecada mientras los obligaba a arrodillarse. El negro humo ondulaba y palpitaba, iluminado desde dentro por arcos de diáfanas llamas, mientras se contraía hasta ser una masa amorfa ante los ojos del noble.

Entonces, la última palabra salió por la garganta de Malus junto con un chorro de gotas de icor negro, y él tuvo la sensación de que su cuerpo era despedazado. La tablilla de piedra se quebró en fragmentos afilados como navajas cuando el demonio rompió, por fin, sus ataduras.

Con un sonido como de potente inspiración, la nube de humo abismal se contrajo aún más para asumir una enorme y terrible figura que se alzó muy por encima del encorvado cuerpo de Malus. El cuerpo del demonio tenía la forma del de un druchii, pero era más ancho y mucho más musculoso; era hermoso, y sobrepasaba tanto la cúspide de la perfección que resultaba enloquecedor mirarlo. Sólo su ancha y deforme cabeza y sus ardientes ojos delataban que había nacido en las tormentas del Caos. Unas manos provistas de garras se alzaron hacia el cielo, y Tz'arkan abrió grandes fauces para rugir como un dios recién nacido.

—¡Libre! —atronó la voz del demonio. Era libre no sólo de la piedra, sino del propio Malus. Darse cuenta de esto no lo sorprendió. En realidad, una parte de él lo había sospechado desde el principio.

El gélido toque del poder del demonio desapareció del cuerpo del noble en un instante, y detrás de sí no dejó más que terrible dolor. Malus se dobló de sufrimiento e hizo caer de lado el ligero pedestal.

Sabía lo que tenía que suceder a continuación, y una extraña calma se apoderó de él.

—He hecho lo que me pediste —dijo el noble con una voz entrecortada y ronca—. Ahora debes cumplir tu parte del trato, demonio. Devuélveme el alma.

Tz'arkan, Bebedor de Mundos, bajó los ojos hacia el lastimoso cuerpo del noble y dejó al descubierto una triple hilera de dientes afilados como agujas.

—Tendrás todo lo que mereces —replicó con una carcajada de odio—. Pero antes debo comer.

Con una rapidez excesiva para que el ojo pudiera seguirlo, el demonio se lanzó hacia delante y apoyó una mano enorme sobre el peto de Malus, que sintió que algo cedía en las profundidades de su pecho, como un hilo que se rompiera, y que su corazón se detenía por fin. El dolor se retiró como una veloz bajamar, y tras de sí dejó sólo un gélido vacío.

El demonio se retiró, e hizo manar un chorro de negra sustancia a través de la embrujada armadura del noble. Malus observó cómo Tz'arkan le arrancaba el alma del cuerpo y se la llevaba a la boca abierta. Agonizante, se cayó lentamente al suelo.

Agonizante, pero no muerto del todo. Los encantamientos antiguos de las protecciones del templo enlentecían el paso del tiempo dentro de la gran sala. En ese lugar, el último aliento de un druchii podía tardar mil años en escapar.

Perdido en su triunfo, Tz'arkan comenzó a devorar la marchita alma del noble. El Bebedor de Mundos no vio la mano de Malus, que se alargaba hacia la oscura empuñadura de la Espada de Disformidad, situada a poca distancia.

Sus dedos tocaron la empuñadura de la ardiente espada y sintió que el calor del arma avivaba las ascuas de odio de su muerto corazón. Los manchados labios se le tensaron en una mueca bestial.

«Con el odio, todo es posible —pensó—, tanto en la vida como en la muerte.» La Espada de Disformidad de Khaine pareció saltar a sus manos por propia decisión, y él trazó con ella un sibilante arco dirigido hacia el cuerpo de Tz'arkan.

La ardiente hoja abrió un tajo en el vientre del demonio y prendió fuego a su cuerpo mágico. Un bramido de dolor y furia desgarró el aire de la cámara del tesoro, y abofeteó a Malus como un viento tormentoso. Le respondieron agudos chillidos y lamentos de terror cuando los sirvientes no muertos de Tz'arkan se encogieron ante la cólera de su señor.

Era una apuesta, tal vez la más arriesgada que había hecho jamás. Sus cálculos sopesaron la voluntad de Khaine contra la voracidad del demonio. La negra espada y el sigilo de la cámara del tesoro le habían dado la idea. ¿Entregaría la Espada de Disformidad su alma a Tz'arkan con tanta facilidad? El creía que no, no si había la más ligera esperanza de que pudiera triunfar contra el demonio que tenía delante.

«Y si me equivoco, que así sea», pensó, mientras echaba atrás la humeante espada para asestar otro golpe. No iba a internarse en la Oscuridad Exterior sin luchar.

El noble notó que su cuerpo era ligero y veloz al lanzarse hacia el demonio, cabalgando sobre una ola de hambre de batalla legada por la temible espada de Khaine. Pero antes de llegar a golpear, Malus vio los llameantes ojos del demonio fijos en él, y la atronadora voz de Tz'arkan pronunció palabras de poder que abrasaron el aire que mediaba entre ambos. El puño provisto de garras del demonio se cerró en torno al alma de Malus, negra como la noche, y la atrapó en una jaula de rayos curvos como garfios; luego, adelantó la otra mano, con la palma hacia fuera, dirigida directamente hacia el pecho del noble.

Malus sintió que en el aire que los separaba crepitaban energías invisibles, y se lanzó hacia un lado una fracción de segundo antes de que un rayo saliera disparado de la mano de Tz'arkan. El negro rayo hendió el aire con un sonido como de tela rasgada, y dejó una coagulada niebla de sangre y bilis detrás. Pasó como una lengua de dragón a menos de un pelo del brazo del noble, y la piel se le encogió a pesar de hallarse dentro de los confines de la armadura encantada. El rayo atravesó el gimiente grupo de servidores, cuyos cuerpos disolvió con su mero contacto. Las monedas de oro se fundían y corrían como cera. Diamantes y rubíes se oscurecían y partían al tocarlos la entrópica energía. El voraz fuego negro atravesó toda la cámara del tesoro y dejó un surco en la pared de obsidiana con un crujido de piedra rajada.

Tz'arkan también continuaba ardiendo, y los bordes de la herida que le atravesaba el vientre se encogían y ennegrecían como pergamino mientras las amarillas llamas danzantes chisporroteaban y crepitaban dentro de su antinatural cuerpo perfecto. El demonio rió como un demente y su voz tembló entre la diversión y la furia asesina al volverse para encararse otra vez con Malus. De sus manos tendidas ascendía ondulado vapor negro. Las dirigió hacia él como si fuera a bendecirlo.

El fuego de ébano volvió a saltar hacia Malus. Por instinto, éste se lanzó al suelo, donde la armadura se estrelló contra la piedra pulida, y una vez más escapó por poco del voraz toque del negro rayo, que consumió el pedestal sobre el que había descansado la tablilla de piedra. Luego abrió un profundo surco en el suelo al pasar sobre otro grupo de indefensos servidores. Sus agudos gritos burbujearon y sisearon cuando sus cuerpos se desplomaron convertidos en humeantes cenizas.

Pero el demonio aún no estaba acabado. Tz'arkan continuó girando e hizo restallar el arco de fuego brujo hacia Malus como si fuera un látigo. Explotaron columnas que tocó al pasar, y regaron la cámara con piedra pulverizada y fragmentos que silbaban al hender el aire. Estallaron urnas de arcilla con detonaciones secas al hervir su contenido en un segundo. Armaduras embrujadas se arrugaron como hojuelas de metal. A continuación, el voraz fuego retrocedió por el suelo, ennegreciendo las curvas líneas de las enormes protecciones mágicas, para luego caer sobre el bajo y ancho trípode de hierro sobre el que descansaba la prisión de cristal del demonio. El oscuro metal se fundió como cera caliente, y la enorme piedra facetada se inclinó y cayó pesadamente hacia delante. El entrópico azote de Tz'arkan golpeó el brillante cristal, y durante un instante aterrador las facetas enviaron en todas direcciones hilos de poder destructivo que recorrieron la vasta sala como una tormenta de cuchillos irresistibles. Un momento más tarde, el cristal se ennegreció por dentro al crecer en su interior, con aterradora rapidez, un cáncer que se hinchó hasta llegar a la superficie de la piedra y hacerla pedazos con una explosión que sacudió la tierra. Malus fue lanzado hacia delante por la detonación, mientras la armadura que cubría su cuerpo era golpeada por esquirlas de cristal del tamaño del puño de un druchii.

«No puedo continuar así —comprendió—. Ya no puedo acercarme a Tz'arkan, y de un momento a otro se me acabará la suerte.» Durante una fracción de segundo contempló la posibilidad de negociar con el demonio. Tz'arkan necesitaba morar dentro del cuerpo de Malus para poder regresar a Naggaroth, ¿verdad? Pero incluso mientras lo pensaba, sabía que el tiempo de las intrigas había pasado hacía mucho. Tenía que pensar en otra cosa, y deprisa.

Con un zumbido en los oídos, miró a su alrededor en busca de un sitio donde ponerse a cubierto del negro fuego del demonio, y entonces sus ojos captaron un destello de latón a pocos metros de distancia, un objeto que descansaba al borde del círculo de invocación. «¡Por supuesto!», pensó. Se puso de pie y corrió desesperadamente hacia la reliquia cercana, mientras el aire crepitaba detrás de él a causa de las energías que estaban acumulándose.

Los dedos del noble se cerraron en torno al talismán de latón en el instante en que la energía bruja del demonio saltaba hacia él. Malus se volvió al mismo tiempo que alzaba el Octágono de Praan ante sí, y el rayo de negro fuego explotó contra su superficie. Zigzagueantes cintas de energía rebotaron contra el amuleto, cuyo poder las rechazó, y atravesaron el techo, las paredes y el suelo como rayos de tormenta. Malus sintió que de la reliquia radiaban olas de calor, y para su horror vio que de la superficie del talismán caían gotas de latón fundido que siseaban. El pleno poder del demonio era más temible de lo que había imaginado.

Estaba claro que el amuleto no sobreviviría a otro rayo. Malus arrojó a un lado la reliquia dañada, y buscó el siguiente talismán situado en el borde del gran círculo. El semblante del noble era ceñudo. Iba a tener una sola oportunidad más, y debía lograr que sirviera de algo.

Malus se lanzó por el humeante suelo para coger la reliquia. Al otro lado del círculo de invocación, la risa de Tz'arkan se apagó. Las llamas que lamían la herida de su torso chisporrotearon y se apagaron.

—Insignificante gusanillo —siseó el demonio—. Te he arrancado la vida y aún te retuerces. Todo lo que jamás has sido, todo aquello con lo que has soñado, te lo he arrebatado yo. ¡Y sin embargo, te niegas a aceptar tu desdichado destino! Se ha acabado, Malus Darkblade. Has sido un sirviente realmente problemático; en ocasiones, desesperaba de que pudiéramos llegar alguna vez a este momento glorioso. Pero por mucho ahínco que pusieras en luchar contra mí, al final hacías mi voluntad de todos modos, tanto si lo sabías como si no. —El demonio lanzó una venenosa risa entre dientes—. Cuando haya consumido tu alma, me apoderaré de tu asqueroso cuerpo para regresar a Naggaroth, y comenzará el reinado del Azote —dijo el demonio. Arcos de negro poder crepitaban a lo largo de sus dedos provistos de garras—. Y no podría haberlo hecho sin ti, Darkblade, a pesar de lo débil que eras. Y ahora recogerás tu recompensa.

Malus cerró la mano alrededor de la reliquia.

—Toma tú también una prenda de mi estima —gruñó al mismo tiempo que rodaba hasta quedar de espaldas y le arrojaba al demonio la Daga de Torxus con la mano izquierda.

La daga se transformó en un borrón oscuro que giró sobre los extremos al atravesar el vapuleado círculo
y
clavarse en el pecho de Tz'arkan. Se produjo un atronador restallar de energías alteradas cuando el poder que el demonio estaba a punto de lanzar contra Malus fue desbaratado por la fuerza de la reliquia. Ardientes arcos de fuego negro cayeron sobre la empuñadura de la terrible daga, y abrieron horrendas heridas en el cuerpo antinatural del demonio. La Daga de Torxus también comenzó a ennegrecerse, y el pomo y la empuñadura se vaporizaron bajo la mágica reacción en cadena.

—¡No! —rugió Tz'arkan, que manoteaba desesperadamente la empuñadura de la daga.

El cuerpo del demonio empezó a deshacerse bajo el embate; la piel se le disolvía y la carne se le tornaba líquida. El alarido de furia del demonio se hacía cada vez más salvaje.

—¡No puedes detenerme, desgraciado! ¡Este mundo es mío ahora! ¡Oye las palabras de Tz'arkan y desespera! ¡El tiempo de destrucción ha llegado! Y en su momento, tú...

El resto se perdió en un
crescendo
de explosiones arrasadoras cuando el poder del demonio y las energías de la Daga de Torxus se hicieron pedazos mutuamente. Con un último esfuerzo, Tz'arkan se arrancó la humeante arma del pecho..., y tanto él como la daga se desvanecieron en un destello de luz blanca y un restallido de un rayo ensordecedor.

Un gemido hizo que Malus recobrara el conocimiento. De alguna manera se había puesto de rodillas, con la ardiente espada aún aferrada en la mano derecha. De su vapuleada armadura ascendían jirones de humo, y dentro de la cámara mortecinamente iluminada flotaban nubes de piedra y metal pulverizados.

Tz'arkan había desaparecido. El noble no sabía ni le importaba si había sido destruido o desterrado a su reino dejado de la mano de la diosa. Inspiró profundamente, sin hacer caso del hedor a metal y carne quemados que viciaba el aire. Se sentía ligero, casi ingrávido dentro de la armadura. No se había dado cuenta de la carga que constituía en realidad, la presencia del demonio.

Una suave risa entre dientes escapó de sus labios partidos. «He ganado —pensó—, he ganado.»

Su mirada se posó sobre el guantelete que le cubría la mano derecha. Tras colocar la Espada de Disformidad atravesada sobre sus muslos, se quitó el guante metálico para dejar a la vista el anillo adornado por el cabujón que había constituido una burla para él durante tantos meses. Con dedos temblorosos, aferró el anillo y tiró. Se deslizó fácilmente de su dedo, cayó de la mano y tintineó con suavidad al rebotar por el suelo. El noble sonrió con expresión de triunfo. Otra cansada risa entre dientes se transformó en salvaje carcajada de alegría.

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