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Authors: Mike Lee Dan Abnett

El señor de la destrucción (3 page)

BOOK: El señor de la destrucción
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Así pues, cuando los pesados pasos del nauglir y el apagado entrechocar metálico de la armadura resonaron por las calles, la gente de Har Ganeth apartó los ojos y no le prestó la más mínima atención al noble jinete... ni a la espada de negra empuñadura que llevaba colgando a un lado. Sólo los cuervos de la ciudad repararon en su paso, y alzaron picos manchados de sangre de su hinchado banquete, al tiempo que agitaban grandes alas lustrosas.

—¡Sangre y almas! —graznaron, exultantes, mientras miraban a Maius Darkblade con ojos amarillos—. ¡El Azote! ¡El Azote!

«Condenados bichos fastidiosos», pensó Malus, cuya ceñuda expresión ahondó aún más la depresión de sus mejillas y marcó arrugas en torno a sus finos labios.
Rencor
, al percibir la irritación de su amo, sacudió la voluminosa cabeza y lanzó dentelladas a los cuervos, que daban saltitos de un lado a otro; todo quedó salpicado con la venenosa saliva de sus dentudas fauces. El noble dominó al gélido con un tirón experto de las riendas y condujo a la bestia de guerra alrededor de los restos quemados de una carreta volcada. En lo alto había más siluetas negras que volaban en círculo y planeaban como sombras detrás de él. Le habían enseñado que los cuervos eran sagrados para Khaine. «¿Es la espada la que los alborota tanto —se preguntó—, o soy yo?»

Algo frío y duro se deslizó como una serpiente en torno al corazón de Malus. Una voz siseó como plomo fundido a lo largo de sus huesos, y le dio dentera.

—Una distinción carente de sentido —se burló Tz'arkan—. Tú y la espada ardiente sois ahora uno solo y el mismo.

El noble se irguió bruscamente en la silla de montar cuando una ola de gélida presión se formó detrás de sus ojos, y sus puños de metal aferraron las gruesas riendas con la fuerza suficiente como para hacer que el cuero crujiera. Reprimió una salvaje maldición y parpadeó a causa de los puntos negros que pasaron ante su campo visual. El pulso le latió con fuerza en las sienes, donde las venas se le hincharon.

El dominio de Tz'arkan sobre él era casi completo. Para empezar, era la condenada maldición del demonio lo que había llevado a Malus hasta Har Ganeth, en busca de una de las cinco reliquias arcanas que liberarían a Tz'arkan de su prisión de cristal, situada en los Desiertos del Caos, y a Malus le permitirían recuperar su alma robada. La Espada de Disformidad de Khaine era una de esas reliquias, pero a lo largo de los milenios transcurridos desde el encarcelamiento del demonio la espada había hallado el modo de convertirse en posesión del templo de Khaine, donde la guardaban en espera del día en que el elegido del Señor del Asesinato acudiera a reclamarla y anunciara el cataclísmico Tiempo de Sangre. Según los ancianos del templo, el elegido no era otro que el propio Malekith, el despiadado Rey Brujo de Naggaroth, pero Malus sabía que ésa era una ficción de conveniencia, una mentira destinada a conservar la riqueza y el poder temporales.

La verdad, como sucedía a menudo en la Tierra Fría, era más tenebrosa que eso.

Malus logró reír amargamente entre dientes.

—¿Es posible que el gran demonio se haya enmarañado en sus propias redes tejidas de engaño? —gruñó—. ¿Lamentas ahora haberme convertido en tu instrumento? Después de todo, fueron tus maquinaciones las que pusieron la espada en mis manos. «Mi destino», como tan alegremente lo expresaste.

Había aprendido mucho sobre el destino en los diez meses transcurridos desde que había entrado en la cámara de Tz'arkan, allá en el norte.
Destino
era la palabra que usaban las marionetas para describir los tirones de los hilos invisibles. No había sido el destino lo que había arrastrado a Malus hacia el norte en busca de poder y riquezas; lo habían apuntado hacia el templo de Tz'arkan y lo habían soltado como si fuera una flecha: su media hermana Nagaira lo había manipulado para que emprendiera la expedición. Y, a su vez, ella había sido manipulada por la madre del propio Malus, la hechicera Eldire. De algún modo, Eldire se había enterado de la existencia del demonio y de sus planes de siglos de antigüedad. Conocía la profecía y el Tiempo de Sangre, y había dedicado años a moldear personas y acontecimientos para lograr que dieran fruto. No para servir a Tz'arkan, sino con el fin de utilizar los ardides del demonio para sus propios secretos propósitos. Era un acto de ambición e implacabilidad descomunales que culminó con el nacimiento de su hijo, Malus. Ella lo había adoctrinado para que fuera la palanca que pondría en movimiento los inescrutables designios del demonio.

Pero las profecías, por su propia naturaleza, eran cosas poco fiables, traicioneras.

Otros habían intentado someter a Malus a su voluntad, o reclamar para sí el poder de la profecía. Nagaira había tratado de subyugarlo mediante el engaño y la brujería, porque buscaba utilizar al demonio para sus propios firmes. Peor aún, su deforme medio hermano Urial, envenenado antes de nacer por Eldire y entregado al templo como víctima de sacrificio, había sobrevivido al Caldero de Sangre y había sido iniciado en los misterios del culto de Khaine. Los miembros disidentes del culto que se negaban a aceptar a Malekith como Portador de la Espada de Khaine creían que Urial era el elegido, y las circunstancias de la profecía encajaban bastante bien. Lo prepararon en secreto para que reclamara la espada cuando llegara el momento propicio, y después de que su media hermana Yasmir se revelara como una santa viviente del Dios de Manos Ensangrentadas, Urial traicionó a Malus y huyó a Har Ganeth, donde convocó a los fanáticos del templo para derrocar a los heréticos ancianos del culto.

Durante una semana, la Ciudad de los Verdugos se rompió en pedazos cuando los fanáticos encabezaron una sangrienta rebelión de los ciudadanos. Urial había estado realmente muy cerca de lograr sus objetivos. «Demasiado cerca como para resultar un consuelo», admitió Malus para sí mismo mientras, con gesto ausente, se llevaba una mano al peto para tocar el punto en que la espada de Urial se le había deslizado entre las costillas. De no haber sido por el poder del demonio, habría muerto.

Tz'arkan había clavado sus garras profundamente en el cuerpo de Malus
y
había propagado su corrupción un poco más cada vez que el noble había recurrido a su infernal fuerza. Incluso ahora sentía la piel como si fuera de hielo, y los músculos, marchitos y débiles, ansiosos por volver a probar el demoníaco poder. Le quedaban sólo unos pocos meses para recuperar el último de los cinco talismanes del demonio, y llevarlos todos hasta el templo del norte, o su alma se perdería para siempre; pero Malus no podía evitar preguntarse si no sería ya demasiado tarde. ¿Habría luchado durante los últimos diez meses por la recuperación de su alma sólo para convertirse en huésped del demonio cuando Tz'arkan estuviera libre?

Malus tenía motivos para creer que ése había sido el plan del demonio desde el principio.

—Druchii necio —le espetó el demonio—. La Espada de Disformidad no está destinada a ser blandida por los que son como tú. Tú la ves como una hoja afilada nada más, pero es un talismán de poder supremo. Como siempre, juegas con fuerzas que superan tu capacidad de entendimiento.

El noble se dio cuenta de que
Rencor
olfateaba el hinchado cadáver de un caballo que aún estaba atrapado entre las lanzas de un carro volcado. Malus clavó las espuelas en los flancos de la bestia de guerra, y el nauglir se sobresaltó y volvió a avanzar al trote.

—¡Ah!, pero te equivocas —respondió—. Yo la considero una buena arma, además de un talismán de gran poder..., uno que tengo toda la intención de usar como mejor me parezca. ¿Qué te importa a ti, siempre y cuando esté cumpliendo con tus malditas órdenes?

En verdad, Malus creía que conocía el motivo de la preocupación del demonio. La Espada de Disformidad irradiaba poder como un hierro al rojo vivo, e incluso en ese momento podía sentir el calor que le manaba a través de la vaina y le penetraba en los huesos. Parecía un poder suficiente para reemplazar los gélidos dones del demonio y resistirse a la voluntad de Tz'arkan, o al menos eso esperaba él.

—¿Imaginas que llevas junto a la cadera una mera espada? No. Ésa es la voracidad del propio Khaine en forma tangible —siseó el demonio.

—En ese caso, me ocuparé de que sea bien alimentada —replicó Malus.

—Por supuesto que lo harás —dijo Tz'arkan con tono de burla—. No tienes elección. La espada se ha apoderado de ti, y como ha sucedido con todos los que la han blandido antes que tú, un día se volverá contra ti si no le das lo que le corresponde.

Algo en el tono de voz del demonio hizo pensar a Malus. Bajó los ojos hacia la negra empuñadura de la Espada de Disformidad, y sintió un repentino escalofrío.

«No es más que otra mentira —se dijo. Posó una mano sobre el negro pomo de la espada y saboreó su calidez—. Es la única posibilidad que tienes contra Tz'arkan, y el demonio lo sabe.»

—Entonces, será mejor para ti que nos separemos antes de que la espada acabe conmigo —dijo el noble.

La risa del demonio se grabó como ácido en los huesos de Malus.

—No, mejor para ti, Darkblade. Es mala cosa que estés quedándote sin tiempo; ahora juegas con un talismán mágico que desea tu sangre. ¿No lo entiendes? ¡Tu perdición está sellada! Lo mejor que puedes desear ahora es encontrar el Amuleto de Vaurog y regresar a mi templo del norte antes de perderte. De otro modo, tu alma me pertenecerá hasta el fin de los tiempos.

Con la risa del demonio resonando desagradablemente dentro de la cabeza, Malus taconeó a
Rencor
para que fuera a medio galope, sin importarle ya lo que el gélido atrapara con las fauces o aplastara con las patas. Sus pensamientos hervían como el horrendo estofado del Caldero de Khaine, mientras consideraba el siguiente movimiento que haría.

Cuanto más descendía por la amplia colina, mayor era la devastación que encontraba. Los distritos de la nobleza que rodeaban la fortaleza del templo, cerca de la cumbre, habían quedado en su mayoría intactos; cada hogar era como una pequeña ciudadela, idealmente diseñada para rechazar todo lo que no fuera el ataque más decidido. Los distritos de los plebeyos, situados más abajo de la pendiente, habían sufrido mucho más, primero a manos de los guerreros del templo, y luego, debido a los sucesivos tumultos que se habían producido en Har Ganeth durante días enteros. Muchas estructuras de piedra habían quedado ennegrecidas por los incendios, y varias se habían derrumbado completamente y su carbonizado contenido había quedado desparramado por las calles.

Pero el barrio de los comerciantes y el distrito de los almacenes, situados al pie de la colina, eran los que se habían llevado la peor parte. Muchos tenderos habían cerrado sus puertas con la esperanza de aguantar hasta que pasara la tormenta, pero cuando los tumultos se convirtieron en una guerra abierta entre los fanáticos y los leales al templo, esa zona de la ciudad se había transformado en territorio de nadie, atrapada entre las facciones combatientes. Las tiendas habían sido saqueadas o quemadas durante los tumultos, y luego los saqueadores las habían dejado limpias del todo al decaer la lucha.

Más allá del barrio de los comerciantes, el mercado de esclavos y el distrito de los almacenes estaban en ruinas. Allí era donde los combates habían sido más terribles; cuando Urial y sus fanáticos se apoderaron del templo, dejaron a los leales fuera, en las calles. Grandes grupos de guerreros formados por brujas de Khaine y ejecutores habían sido aislados por turbas de ciudadanos frenéticos, y se habían visto obligados a refugiarse en establos para esclavos o en los edificios de las empresas navieras. Los incendios provocados por la encarnizada lucha callejera se habían mantenido durante días sin que nadie los extinguiera, y el aire que rodeaba la zona estaba cargado de jirones de humo maloliente. Cuando cambiaba el viento, Malus entreveía las murallas de la ciudad, que se alzaban intactas por encima de la devastación. Si para algo habían servido, había sido para limitar la carnicería y volver la furia de Har Ganeth contra la propia ciudad, que se había hecho pedazos a sí misma.

El noble aún se encontraba en el distrito de los almacenes, a menos de ochocientos metros de la puerta de la ciudad, cuando oyó los primeros gritos de la turba. Sus rugidos lo arrancaron de la amarga ensoñación, y los gritos de «¡Sangre para el Dios de la Sangre!» resonaron de modo extraño a lo largo de las calles en ruinas. El sonido parecía proceder de un punto situado justo ante él, aunque no podía estar seguro de nada en medio del humo. Por un fugaz momento pensó en cambiar de rumbo, pero en un ataque de irritación apartó el pensamiento a un lado. Adivinaba tras de qué iba la turba, y no incluía a los de su condición. El noble espoleó la montura para que continuara avanzando a través del humo, y las anchas patas del nauglir siguieron aplastando huesos carbonizados a cada paso.

Mientras continuaba por la avenida sembrada de escombros, el ruido de la turba a ratos aumentaba y luego disminuía, apagado por las ruinas y el cambiante viento, hasta que Malus comenzó a creer que los druchii se alejaban de él en dirección oeste. Los gritos fueron apagándose, y cuando hubo avanzado durante unos minutos en relativo silencio, se permitió relajarse por fin. Justo en ese momento, como provocada por la risa de un dios caprichoso, una ráfaga de viento arrastró el humo que rodeaba al noble, y la gente estalló en sanguinarias aclamaciones a menos de una docena de pasos a la izquierda de Malus.

Eran treinta o cuarenta figuras que ocupaban una ancha calle lateral, junto a los restos de un largo almacén de una sola planta. La mayoría eran ciudadanos plebeyos ataviados con ropones sucios de hollín y que llevaban espadas o hachas en las mugrientas manos, pero los cabecillas del grupo eran un par de jóvenes brujas de Khaine y un puñado de ejecutores. Los sirvientes del templo se encontraban de pie sobre una gran pila de escombros, para que la turba viera bien lo que hacían. Las blancas piedras sobre las que estaban presentaban dibujos encarnados: listas de vivido rojo que cambiaban a un tono ladrillo apagado y luego a un marrón rojizo oscuro donde la sangre coagulada se había acumulado en las grietas y hendiduras. En las pendientes del montículo yacían cuerpos decapitados que derramaban sus humores sobre el adoquinado.

Varios druchii se debatían y siseaban en manos de la turba, aguardando su turno ante los
draichs
de los ejecutores. Habían cometido el error de aliarse con los fanáticos durante la revuelta, y no habían tenido la prudencia de volver a cambiar de bando al fracasar el levantamiento. O tal vez habían sido simplemente sorprendidos en el lugar y el momento equivocados. Malus reparó en que uno de ellos más bien tenía aspecto de comerciante de Karond Kar, con su kheitan de color añil y las cadenas para esclavos colgándole de la cadera.

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