Sabine Jordanski fue una muchacha alegre y sencilla que no pedía demasiado a la vida. Fabel mordió el panecillo con salami y observó de nuevo las fotos del escenario del crimen. Las nalgas rotundas y blancas de Sabine quedaban expuestas. La zanja de la nalga derecha destacaba con una viveza violenta junto a la palidez de la piel. Scholz tenía razón: el asesino había ejecutado su carnicería con suma precisión. No había irregularidades, ni cortes tentativos previos. El tipo sabía lo que hacía. Fabel advirtió de pronto que estaba masticando un bocado de salami mientras contemplaba las imágenes del cuerpo mutilado. En aquel momento se le hicieron visibles los motivos por los que había buscado escapar de la Mordkommission. ¿En qué se había convertido?
Fabel cerró el informe, acabó el apresurado almuerzo y se dispuso a entrar de nuevo en la autopista en dirección a Colonia.
La expresión de Ansgar era de angustia. Era consciente de lo que estaba a punto de hacer y trataba de autoconvencerse de que no lo haría. Sabía que pasaba por momentos de debilidad como ése, cuando tenía media hora para perder antes de iniciar su turno en el restaurante.
Una vez sentado ante el ordenador, Ansgar se dijo que no volvería a visitar la página web. Se lo había prometido la última vez que lo hizo. Y la anterior a ésa. Pero la pantalla de su ordenador brillaba con malevolencia y le abría una ventana hacia otra realidad, un camino hacia el abandono y el caos.
Ansgar dejó pasear los dedos por encima del teclado. Todavía estaba a tiempo de alejarse; todavía podía apagar el ordenador. Hizo un gran esfuerzo por mantener a raya su caos interior. Se acercaba el carnaval, y durante el carnaval… bueno, todo el mundo se deja ir. Pero esa pantallita era peligrosa: permitía que el caos interno conectara con un caos mayor. Ansgar se dio cuenta de que eso no satisfacía su hambre, sino que la hacía más intensa. Más voraz.
Los dedos le temblaban de ansiedad, asco, miedo. Tecleó la dirección de la página web y profirió un grito angustiado cuando las imágenes se abrieron ante él. Las mujeres. La carne…
Los dientes mordiendo.
Lo primero que le llamó la atención a Fabel del despacho del Kriminaloberkommissar Benni Scholz era lo caótico y desordenado que estaba. Lo segundo fue la gran maqueta de una cabeza que había en una esquina. Fabel se encontró mirándola involuntariamente, tratando de adivinar qué era exactamente. Concluyó que era una especie de ciervo.
—No puedo expresarle lo contento que estoy de que haya podido venir —dijo Scholz, radiante, cuando le estrechaba la mano. Scholz tenía unos diez años menos que él, calculó Fabel, y medía unos diez centímetros menos. Pero lo que a Scholz le faltaba de altura, lo suplía con su complexión fuerte y musculosa—. Veo que estaba usted admirando nuestra cabeza de toro para la carroza de carnaval. Este año la organizo yo.
—Ah… —exclamó Fabel, de pronto iluminado—. ¡Es un toro! Pensaba que era un ciervo…
Scholz miró la cabeza con cara de pocos amigos y masculló algo que Fabel no alcanzó a oír, pero que interpretó como un «vaya mierda». Scholz se repuso de su enfado.
—Siéntese, por favor, Erster Hauptkommissar.
—Llámame Jan —dijo Fabel—. Somos colegas.
Había algo en el vivaracho Scholz que a Fabel le parecía inmensamente agradable.
También le incomodaba un poco, igual que le ocurría con su hermano Lex, el hecho de que tuviera aquella facilidad para tratar con extraños, que se tomara la vida de una manera tan relajada. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que eso era lo que le gustaba de Scholz: le recordaba a Lex cuando era más joven.
—De acuerdo, Jan —dijo Scholz—. Soy Benni. ¿Has almorzado?
—He tomado algo de camino. —La expresión de Fabel delataba la calidad de su almuerzo.
—Ah… bueno. Había pensado en llevarte a un restaurante típico de Colonia, esta noche, si te apetece.
—Claro —dijo Fabel—. Pero tal vez deberíamos ver cómo enfocamos este caso…
—Oh, ya habrá tiempo… —Scholz hizo un gesto expansivo—. Me ayuda a pensar.
Comer, quiero decir. Yo siempre digo que con el estómago vacío no se piensa bien.
Fabel sonrió.
—Y, hablando del tema —prosiguió Scholz—, he estado pensando en lo que dijiste de que nuestro chico es un caníbal. ¿Sabes? Creo que tal vez tengas razón. Era algo que ya se había sugerido antes. Para ser sinceros, hemos estado intentando ocultar la cuestión, por si acaso la prensa se metía en el asunto.
—Estoy bastante convencido de que no me equivoco —dijo Fabel—. Creo también que es muy válida la teoría de que el asesino tiene experiencia cortando carne.
Podríamos enfrentarnos a un cirujano, o a un carnicero, o tal vez a alguien que trabaja en un matadero…
—No se anda con vacilaciones, ¿no? Sabe lo que hace. —Benni se echó un poco hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa—. ¿Es cierto que eres inglés? No tienes acento británico. No sé quién me dijo que te llaman el comisario inglés…
—Soy medio escocés —dijo Fabel—. Y medio frisio.
—Dios mío —se rio Benni—. Es una mezcla de temperamentos ahorradores. ¡No a una segunda ronda!
Fabel sonrió.
—¿Teníais algún sospechoso? En el informe no parece haber nadie en el que os hayáis fijado especialmente.
—No. Ha sido un auténtico coñazo. La noche del carnaval de las Mujeres es una verdadera locura, como buena parte del carnaval. La gente corre arriba y abajo sin control, y surgen muchos capullos por todas partes. El anonimato forma parte del juego. Puedes perder la identidad y hacer cosas que en otras circunstancias no harías.
Es el entorno ideal para echarte encima de alguien.
—Entiendo.
—Pero tengo una teoría sobre este caso; respecto al hecho de hacer cosas que normalmente no harías. Te dije por teléfono que estoy bastante convencido de que el tipo es de aquí. Bien, también creo que puede ser alguien de lo más normal el resto del año. El tema central del carnaval es perder el control. Siempre decimos que los coloneses son los más cuerdos del mundo porque durante el carnaval se vuelven locos. Tal vez nuestro amigo tiene esa perversión latente y la mantiene a raya todo el año, y espera a que llegue el carnaval para darle rienda suelta.
—Es un perfil psicológico bastante bueno —se rio Fabel—. Aunque, de nuevo, yo emplearía términos más técnicos.
—En fin —prosiguió Benni—. Hasta los tribunales de divorcios se toman con una actitud indulgente el comportamiento durante el carnaval. El adulterio en
Rosenmontag
se considera algo excusable… algo de lo que no eres realmente culpable de la misma manera en que lo serías el resto del año. Y, por supuesto, está el
Nubbelverbrennung
… el fuego expiatorio del final del carnaval en el que se queman todos los pecados cometidos durante el período de locura. ¿Y si nuestro chico cree que tiene una excusa por hacer lo que hace, sencillamente, porque es carnaval?
—Más que eso, creo que en estos asesinatos hay algo profundamente misógino. Es alguien que odia a las mujeres.
—No me digas… —Scholz sonrió con ironía.
—Bueno… ya lo habrás deducido. Las dos víctimas eran razonablemente delgadas, pero presentaban cierta tendencia a la amplitud de caderas y trasero. Creo que éste puede ser su criterio de selección. En especial si se tiene en cuenta que extrae carne de esa parte del cuerpo.
—¿Y por qué las selecciona? —preguntó Scholz—. ¿Es porque se siente atraído sexualmente por esa forma corporal o, sencillamente, porque elige el mejor corte de la vaca?
—Por las dos cosas —dijo Fabel—. Déjame contarte algo sobre el canibalismo…
No debió haber visitado la página web de nuevo. Ahora el hambre le quemaba por dentro y no podía soportar mirar a Ekatherina. Sabía que ella había percibido cierta tensión en la cocina y, obviamente, debió de pensar que se debía a ella o a que su trabajo, de alguna manera, le había disgustado, lo cual empeoraba las cosas porque ahora la chica aprovechaba cualquier oportunidad para hablar con él. Ansgar no podía soportar su presencia, pero dentro de los límites de la cocina la proximidad, incluso el roce entre ellos, resultaba inevitable. A veces estaban tan cerca que la podía oler.
Ansgar se sintió maldito. Deseó ser como los otros hombres, los hombres normales. Todo sería muy fácil. Ella dejaría que se la follara, o no, pero aquellas imágenes dulcemente obscenas, las fantasías peligrosas, deliciosas, no lo acecharían.
El trabajo de Ansgar tampoco ayudaba. Ver a Ekatherina manipulando carne, abriendo una articulación con un cuchillo de carnicero, extrayendo la grasa de la misma con un cuchillo afilado, fileteando una pechuga, separando la carne tierna; todos estos gestos simples e inocuos se convertían para Ansgar en un tormento erótico. Pero lo que más le atormentaba era la idea prohibida, inenarrable de que quizá, sólo quizá, podría realmente llegar a satisfacer su fantasía. Que podría hacer lo que quisiera con Ekatherina.
Mientras su imaginación vagaba, también lo hacían sus ojos, y se posaban sobre ella; acariciaban cada centímetro de su cuerpo voluptuoso y lleno de curvas. Luego sus miradas se encontraron. Ella lo miró directamente. Y le sonrió.
Como si lo supiera.
El restaurante al que Scholz llevó a Fabel estaba en Dagobertstrasse, en la zona de Altstadt de Colonia. Estaba ubicado en la planta baja de un elegante edificio con el tejado a dos aguas.
—¿Qué me recomiendas? —preguntó Fabel.
—Este lugar tiene mucha fama. Tienen un chef nuevo desde hace poco más de un año que hace maravillas. Y ahora empiezan a tener el menú de carnaval… pero supongo que querrás tomar pescado —dijo Benni, frunciendo el ceño mientras examinaba la carta—. Aquí somos especialistas en carne.
—Lo creas o no —dijo Fabel, sonriendo—, en el norte comemos otras cosas además de pescado.
—Aquí también tomamos pescado. ¿Sabes que Colonia fue el mercado de pescado más importante de Alemania? Lo fue gracias al Rin, que la cruza como una especie de autopista medieval. Era un centro de distribución para toda la Alemania Central.
Bueno, ¿qué tal el ragú de cordero con higos? Aquí lo hacen muy bueno. ¿Y qué prefieres, un buen vino del Rin o una cerveza
Kölsch
todavía mejor?
Acordaron pedir una botella de Assmannshausen Spátburgender tinto y pidieron la cena.
—Se está bien aquí —dijo Fabel. El restaurante estaba debajo de un techo blanco abovedado y tenía unas puertas dobles en forma de arco que daban a la calle. A través de ellas se veía como empezaba a nevar de una manera más persistente.
—Sí… —Scholz echó una mirada de apreciación por el restaurante—. Sí, no está nada mal. Colonia está llena de lugares agradables en los que cenar. Se puede encontrar comida de casi todos los rincones del mundo; incluso vegetariana. Ahora somos una gran ciudad de congresos y convenciones y nos visitan todo tipo de empresarios ricos. Es una ciudad que me gusta, pero a veces me apetece ir a lugares un poco más… no sé, básicos, por así decirlo. Me gusta que la comida esté bien cocinada, no bien diseñada, no sé si me entiendes… En fin, dijiste que me ibas a hablar del canibalismo —dijo Scholz—. Parece que es un tema del que sabes bastante.
El camarero apareció con el vino y Scholz le pidió a Fabel que lo probara. Era obvio que esperaba que Fabel tuviera un mayor conocimiento del vino que él.
—Es muy bueno —dijo Jan, y el camarero les llenó las dos copas—. Para serte sincero, he estado investigando un poco antes de venir —añadió.
Scholz movió la cabeza.
—Sigo sin hacerme a la idea. ¿Cómo puede alguien excitarse comiéndose a otra persona?
—La sexualidad humana es un tema muy complejo, Benni. Estoy seguro de que te has enfrentado a las suficientes rarezas como para saberlo. Hay perversiones que se basan en la fantasía de comerse a la pareja, o de ser devorado por ella. La boca es un órgano sexual secundario; casi se podría decir que el sexo oral es un tipo de conducta caníbal.
—Está claro que tú y yo salimos con distintos tipos de mujeres… —dijo Scholz, sonriendo.
—Sea como sea, hay distintas formas de canibalismo. Distintos motivos que lo desencadenan, si quieres. Pero los antropólogos y los psicólogos lo dividen en dos grupos principales: el ritual y el alimenticio. El alimenticio es un claro caso de canibalismo epicúreo: gente que come carne humana por el sabor, o por la experiencia… pero sin que eso les provoque ningún tipo de estímulo sexual. De lejos, la forma más común de canibalismo alimenticio es la motivada por la supervivencia, cuando no hay otra fuente de alimentación al alcance. Por ejemplo, antes de venir estuve leyendo sobre el Holodomor, la hambruna que sufrieron los ucranianos por culpa de los soviéticos en la década de 1930. Los alimentos escaseaban tanto que el canibalismo se convirtió en algo relativamente normal.
—Entonces, ¿cuál es la diferencia entre el endocanibalismo y el exocanibalismo? —preguntó Scholz.
—Exocanibalismo es cuando te comes a un extraño, a un extranjero; endocanibalismo es cuando te comes a alguien de tu propia tribu o cultura.
—Vaya, que el endocanibalismo sería cuando te comes a la abuela para cenar… —dijo Scholz—. Pero todo esto es muy poco común, ¿no?
—No tanto como te imaginas. Todos lo hemos hecho, todas las culturas, en algún momento de nuestra historia. El endocanibalismo mortuorio ritual era algo común en Europa en la Edad de Piedra.
—¿Y en qué consistía, explicado en alemán vulgar?
—Cuando moría un pariente, por ejemplo, celebraban una especie de festín funerario, y el plato principal lo proporcionaba el ser querido fallecido; en concreto, su cerebro. Esto, para los arqueólogos, supuso un descubrimiento muy importante: demostró que desde una época tan temprana como la Edad de Piedra se tenía la idea de que la mente, o el espíritu, se alojaba en el cerebro. Los familiares más próximos se comían partes del cerebro para «absorber» parte del espíritu de su ancestro. Tiene su lógica, supongo, de algún modo precientífico. Y si, por hablar en alemán vulgar, quieres pruebas de gente comiendo a gente, no tienes que ir más allá de cien kilómetros, a lo sumo, de donde estamos ahora. A las cuevas de Balve en el río Hönne.
En ellas los arqueólogos hallaron pruebas de canibalismo.
—¿Y qué motiva a nuestro chico a cortar una cantidad tan precisa de carne?
Fabel estaba a punto de responder cuando llegaron los platos.