Entraron en la autopista dirección norte. María se relajó un poco. Podía distanciarse un poco más, para acelerar solamente cuando se acercaran a una salida, por si la tomaba. Finalmente la silueta de Colonia desapareció de los límites de la autopista y le pareció que se dirigían a Dusseldorf. El BMW salió de pronto de la autopista sin poner el intermitente. María sintió una presión en el pecho. ¿Tenía algún significado que hubiera salido sin señalar? Puso sus luces de giro y lo siguió por la salida. Mientras trazaba el bucle de la misma, se dio cuenta de que lo había perdido de vista. La lluvia seguía golpeando el parabrisas y la curva de la carretera a oscuras parecía invadida por los árboles. La carretera recuperó el trazado recto y llegó a un cruce. La oscuridad y la lluvia ponían límites a su visibilidad. Ni rastro de los faros.
Se detuvo. No tenía ningún coche ni delante ni detrás, estaba aislada en el pequeño universo de su coche y de los hilillos plateados de lluvia atrapados en sus faros.
Suspiró. Aceptó la alternativa de perderlo antes que la otra de pegarse demasiado a él, y si tenía que volver a recuperar su pista cada noche en el bar, en el que era evidente que se reunía con Viktor con regularidad, lo haría. Volvió a poner el coche en marcha y se fue.
Sabía que si seguía la carretera a ciegas se perdería, de modo que decidió dar media vuelta y regresar a la autopista. Calculó que el arco de giro del Saxo sería lo bastante estrecho como para dar media vuelta sin tener que buscar un cruce para maniobrar. Miró por el retrovisor: nadie. Inició el giro y, aparte de que la rueda delantera subió un poco sobre el arcén, la maniobra fue impecable. Fue entonces cuando los faros del BMW se encendieron delante de ella, cegándola. El coche del ucraniano estaba en el lado contrario de la carretera, y ahora se dio cuenta de que, hasta entonces, había estado dirigiéndose hacia ella a toda velocidad con las luces apagadas. María dio un volantazo brusco y el BMW pasó como una flecha por un lado, pero rozó el extremo posterior derecho del Citroën, mucho más ligero, y la mandó resbalando hacia un lado. La formación de María se impuso sobre su instinto y fue capaz de redireccionar el Saxo. Pisó el acelerador a fondo y el pequeño coche salió disparado hacia delante más rápido de lo que había previsto. Miró por el retrovisor: el BMW tuvo que hacer un giro en tres maniobras, lo cual le dio tiempo para obtener una valiosa ventaja.
La mente de María iba ahora a mil por hora. «Hijo de la gran puta —pensó—, estabas escondido con las luces apagadas en esa entrada del bosque». Sabía lo que le había tratado de hacer: sacar al Saxo de la carretera y luego, probablemente, partirle la cabeza y disfrazarlo de accidente. Tal vez fuera lo que le hicieron a Turchenko, el investigador ucraniano que había ido tras Vitrenko. María era consciente de las náuseas de temor que ahora se apoderaban de ella, pero también tenía cierta sen sación de euforia. Y de desafío. No estaba dispuesta a dejar que aquel cabrón la persiguiera hasta la muerte. Vio los faros del BMW detrás de ella. Pasaron un par de coches en dirección contraria, y luego nadie más. Sabía que aquél era un tramo re lativamente desierto de carretera y que la había llevado hasta allí deliberadamente. El BMW la seguía todavía a cierta distancia, pero calculó que ésta era cada vez más corta.
Si hubiera habido más curvas, habría tenido más posibilidades: el Saxo tenía una buena aceleración y se agarraba bien a las curvas, pero en un tramo recto como aquél no podía competir con la potencia del BMW. María mantuvo el gas a fondo y trató de hacer lo mismo con sus procesos mentales. Se enfrentaba a un soldado, un Spetsnaz, que probablemente era capaz de matar con una grapadora en medio de una tormenta de nieve, pero eso no necesariamente le daba ventaja en aquel entorno. Más adelante había una curva suave; él la perdería de vista durante treinta o cuarenta segundos.
Tomó la curva rápido, con la lluvia golpeando fuerte el parabrisas. Al hacerlo, se desabrochó el cinturón de seguridad y apagó los faros. Hizo girar el Saxo sobre sí mismo todo lo rápido que pudo sin perder el control sobre el asfalto empapado.
Cuando completó el giro el BMW ya había doblado la curva. Frenó de golpe, dejó el Saxo colocado en contra dirección, encendió los faros y saltó del vehículo.
Los tres Spetsnaz avanzaban por la orilla del río Teteriv. Buslenko había calculado que, con la luz que proporcionaba la luna, serían capaces de ver la silueta de cualquiera que se les acercara. Cuando llegaron al refugio, éste seguía a oscuras y con la puerta abierta de par en par. Buslenko mandó a Stoyan detrás de la casa, ordenó a Belotserkovsky que lo cubriera y apuntó su arma hacia el refugio.
—¿Capitán Sarapenko?
—Aquí —dijo Olga, mientras encendía una lámpara. Lo apuntaba con su automática. Volvió a colocarle el seguro y bajó el arma.
—Muy bien —sonrió Buslenko—. Pero apague la luz. Tenemos problemas.
—¿Vorobyeva?
Buslenko asintió con la cabeza.
—Y creemos que también Tenishchev y Serduchka.
Belotserkovsky entró en el refugio y cerró la puerta. Stoyan entró por detrás.
—Nada por detrás. Pero también ahí hay malas noticias: alguien ha inutilizado los vehículos. Si queremos salir de aquí tendremos que hacerlo a pie.
—Eso les facilitará el trabajo —dijo Belotserkovsky, amargamente.
—Ya basta —dijo Buslenko—. No pienso dejar que el cabrón de Vitrenko me haga picadillo como ha hecho con Vorobyeva.
—¿Así que cree que anda por ahí fuera? —preguntó Olga.
—Desde luego. Si la presa le parece lo bastante jugosa, le gusta presenciar el asesinato. —Buslenko hizo una pausa, frunciendo el ceño—. Es curioso… ayer mismo le dije exactamente esta misma frase a alguien. —Sintió un pánico repentino en el pecho al pensar en Sasha. Éste no era soldado, era un analista, un objetivo suave y fácil. La idea debió de reflejársele en la cara.
—¿Qué ocurre? —dijo Olga.
—El tipo al que le encargué que organizara el grupo era el único que sabía que estaríamos aquí. Deben de haberle pillado.
—¿Soborno?
—No. —Buslenko movió la cabeza—. Nunca, Sasha no. Deben de haberle… —dejó la frase inconclusa.
Belotserkovsky posó una mano en el hombro de Buslenko.
—Si ha sido él, Taras, ya no siente el dolor. Una vez han sabido donde estábamos, no creo que lo hayan conservado.
El BMW frenó al doblar la curva y encontrarse el Saxo de María de cara cerrándole el paso, pero las ruedas derraparon sobre la superficie mojada y el conductor corrigió su trayectoria acelerando para evitar el Saxo. Cuando pasó frente a María, que estaba en su rincón junto a la carretera, ella apuntaba con su arma automática ilegal al lateral del coche en marcha. Le disparó seis balas en una sucesión rápida e hizo estallar las ventanas laterales. El BMW se balanceó de un lado a otro, corrigió la trayectoria y luego se alejó acelerando. María le disparó tres ráfagas más mientras el coche desaparecía a lo lejos.
María observó un momento el BMW, luego se sacó un segundo cargador del bolsillo, lo metió en la culata, volvió a colocar el depósito para colocar otra carga de munición y se levantó, con los brazos juntos delante de ella, esperando a que volviera el BMW. Pero no lo hizo. El corazón le latía con fuerza. La lluvia le pegaba el pelo a la cabeza con el tinte recién estrenado y sentía que el frío le calaba hasta los huesos.
Sintió que gozaba más de lo que lo había hecho en muchos meses.
El bastardo la había visto como una víctima fácil, y ella se había visto a sí misma como una víctima fácil. Pero ahora la presa se había convertido en cazador. Nueve balas en la carrocería del coche: debió de darle en algún lugar. Retrocedió corriendo, volvió a colocar el Saxo en la carretera y se dispuso a perseguir al BMW de nuevo.
Hacía tres horas que habían vuelto al refugio. No se habían permitido encender ninguna luz, ni tomar nada de comer o de beber.
—No lo entiendo —dijo Buslenko—. ¿Por qué no rematan la faena? Aquí dentro sólo somos cuatro, a muchos kilómetros de la civilización. Podrían acabar con nosotros con fuego amortiguado y nadie se enteraría de nada. ¿Dónde están?
Stoyan asintió.
—No tiene ningún sentido. Han tapado su rastro bastante bien. —Miró por la ventana, a la luz de la luna—. Tal vez estén esperando a que salgamos.
Belotserkovsky de pronto, se mostró agitado.
—Tal vez ahí fuera no haya nadie —dijo, al final—. Tal vez lo que debamos temer es al enemigo entre nosotros.
—¿De qué estás hablando? —dijo Buslenko.
—Que quizá no haya ningún hombre de Vitrenko y nos estemos enfrentando a un infiltrado.
—Tonterías —dijo Stoyan, aunque pareció inquietarse.
—Taras tiene razón cuando dice que sólo su amigo conocía esta localización —dijo Belotserkovsky—. Es decir, aparte de nosotros —miró a Olga Sarapenko—. Ella no es de los nuestros. ¿Cómo sabemos que no está a sueldo de Vitrenko?
—Más tonterías —dijo Buslenko.
—No, no, espera un segundo —dijo Stoyan—. Estaba fuera justo antes de que mataran a Vorobyeva.
A Buslenko se le ensombreció la expresión:
—¡Basta! ¿Tratáis de decirme que ella —hizo un gesto hacia Olga con la cabeza— ha sido capaz de cargarse al mejor especialista en seguridad personal con el que he trabajado en mi vida? Sin ánimo de ofender, capitán Sarapenko.
—No se preocupe —dijo ella—. Hasta yo soy consciente de mis límites. Pero tal vez sea por esto por lo que no han acabado con nosotros. Quizás esperan que nos autodestruyamos.
—Bien visto. —La expresión de Buslenko sugirió que acababa de tomar una decisión. Miró el reloj—. En un par de horas amanecerá. Para entonces, quiero que nos encontremos en el bosque. Equípense: nos vamos de excursión.
—Stoyan, a la cabeza. —Buslenko miró al cielo. La luna estaba baja, acariciando la silueta puntiaguda del bosque. Se encontró bendiciendo las pocas nubes que habían llegado desde el oeste—. Capitán Sarapenko, supongo que sabe cómo utilizar uno de éstos… —le dijo, mientras le ofrecía un rifle de asalto.
—Me las puedo apañar.
Buslenko señaló al río, que quedaba a la izquierda del pabellón de caza.
—Lo mismo que antes, utilizamos la orilla como cubierta. Mantengámonos agachados y juntos. Si hemos de encontrar oposición, vendrá desde el bosque, donde hay más lugares donde escondernos. Tendrán que exponerse al ataque. Lo único que debemos temer son las granadas. O tal vez hayan predicho nuestra ruta de escape y nos hayan tendido trampas. Vigilad con los posibles cables.
Buslenko le indicó a Stoyan la cuenta atrás en gestos. A la una, Stoyan salió del pabellón, cruzó el sendero y bajó hasta la orilla del río. Fue agachado pero con rapidez. Buslenko esperó. No hubo fuego. Stoyan indicó que estaba despejado y Bus lenko le dio a Olga Sarapenko la orden de cruzar, y luego a Belotserkovsky. De momento, nada de ataques.
Resultaba absurdo. Ese habría sido el momento de atacarlos. Daba la sensación de que huían de los fantasmas. Tal vez Belotserkovsky hubiera estado en lo cierto: quizás había sido uno de ellos. Pero en el grupo que quedaba no había nadie a quien pudiera imaginarse eliminando a Vorobyeva con tanta facilidad. Desde luego, a la mujer, no.
Buslenko escrutó los confines del bosque con el visor nocturno que había pegado a su
Vepr
. Finalmente cruzó por el camino cubierto de nieve y bajó hasta la orilla del río.
María se pasó tres horas buscando el BMW. Estaba convencida de que se lo encontraría volcado y fuera de la carretera, con el ucraniano aplastado contra el volante. Le sorprendía un poco su falta de preocupación por el conductor; podía estar bastante segura de que acababa de matar a otro ser humano, o de herirlo gravemente.
Pero también era cierto que éste la había intentado matar a ella y que la muerte era un asunto con el que esa gente comerciaba. María retrocedió en busca de posibles desvíos que se le hubieran pasado, pero no había ninguno. Se le había escapado. Miró la gasolina que le quedaba: escaseaba y no estaba muy segura de la dirección que debía tomar para volver a la autopista y a Colonia. Se sentía como si ella también se estuviera quedando sin gasolina; con el cansancio rígido y doloroso de su organismo absorbiendo la adrenalina que la inundó durante la persecución. Finalmente encontró un desvío que indicaba Dusseldorf, Colonia y Autopista 57. Giró por él y se dirigió de regreso a la ciudad.
Buslenko calculó que en la última hora habían recorrido cinco kilómetros. No estaba mal, teniendo en cuenta la oscuridad y la dificultad del terreno. No hubo trampas ni emboscadas, y Buslenko empezaba a creer que en el bosque ya no los esperaba ningún enemigo. La mujer, Olga Sarapenko, se había portado especialmente bien, teniendo en cuenta que no había recibido el mismo entrenamiento riguroso que el resto de ellos.
—Descansen —les ordenó.
—Te lo digo… —Belotserkovsky se dejó caer junto a Buslenko y apoyó la espalda contra la pendiente helada que formaba la orilla del río—. No hay una fuerza de ataque. Tiene que haber sido uno de los nuestros.
—¿Dónde vas? —le gritó Buslenko a Stoyan, que había empezado a remontar la orilla, agachado.
—Voy a echar un vistazo por los alrededores, jefe. Tendré cuidado. Aprovecharé para orinar.
Buslenko asintió y volvió a dirigirse a Belotserkovsky.
—No puede haber sido uno de los nuestros. Lo he estado pensando. Nosotros cuatro no hemos tenido la oportunidad. La capitana Sarapenko estuvo fuera menos de diez minutos; sólo llegar hasta Vorobyeva ya le habría llevado este tiempo. Tú, Stoyan y yo… los tres estábamos dentro.
—No sabemos seguro cuándo mataron a Vorobyeva —dijo Belotserkovsky. Un búho ululó en el bosque y de pronto voló por encima de sus cabezas, batiendo las alas al aire. Los dos apuntaron con sus armas al animal. Al cabo de unos segundos se relajaron.
—Nos estamos poniendo nerviosos —dijo Buslenko—. Y sí, tengo una idea aproximada de cuándo asesinaron a Vorobyeva. Su cuerpo estaba todavía caliente.
Con estas temperaturas, eso significa que murió más o menos a la hora que se suponía que debía volver para ser reemplazado. No lo mató ningún fantasma, de modo que será mejor que nos mantengamos alerta.
Sobre la orilla, Stoyan siguió avanzando agachado, vigilando la orilla del río. A lo lejos podía ver las luces de Korostyshev. Les llevaría menos de una hora llegar hasta allí, pero estaba clareando y sería la parte más complicada del recorrido. Volvió la vista atrás para otear el principio del bosque. Las tres primeras filas de troncos eran visibles, pero luego quedaba todo a oscuras. En el bosque la noche duraría todavía unas horas. Decidió recomendarle a Buslenko que abandonaran la orilla y usaran los árboles para ocultarse: resultaría más lento pero más seguro. Gesticuló orilla abajo, hacia Buslenko, se señaló los ojos con dos dedos de una mano y luego indicó sus alrededores con un vuelo de la mano. Buslenko asintió con la cabeza, indicando que aprobaba que Stoyan hiciera un reconocimiento de los alrededores inmediatos.