Stoyan cruzó la estrecha franja de terreno abierto entre la orilla y el bosque. Apoyó la espalda en la corteza de un árbol, sacó un pequeño visor nocturno monocular y escrutó hasta donde pudo el interior del bosque. No podía ver nada. Literalmente. Ni siquiera el visor nocturno era capaz de penetrar la oscuridad del interior del bosque.
—¡Stoyan! —Se volvió y apuntó en la dirección desde la cual había oído gritar su nombre en un fuerte susurro—. ¡Stoyan! ¡Aquí!
Stoyan no respondió. Trató de localizar la voz lo bastante cerca para poder alcanzar con el rifle de asalto a quien fuera que estuviera allí.
—¡Stoyan! ¡SoyTeníshchev!
Stoyan se acercó más, siempre agachado para ser el menor objetivo posible, y manteniendo la
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apuntando al origen de la voz.
—Aquí —dijo la voz. Tenishchev apareció por encima de unos arbustos del bosque. Parecía sucio y andrajoso y no llevaba arma. La mancha oscura que tenía a un lado de la cara parecía de sangre—. Acércate… pero mantente agachado. Serduchka anda por aquí cerca. Os ha estado siguiendo. Es un traidor. Mató a Vorobyeva y ha intentado matarme también a mí.
Stoyan cruzó corriendo hasta el arbusto y ambos se ocultaron tras la maleza.
Tenishchev parecía asustado. Llevaba la parka rota y cuando Stoyan la tocó, sintió que estaba mojada. Stoyan se miró las puntas de los dedos y vio que los tenía llenos de sangre.
—¿Estás bien? —preguntó Stoyan. Tenishchev asintió, pero Stoyan bajó el rifle y le levantó la parka por donde estaba empapada de sangre.
—¿Dices que Serduchka mató a Vorobyeva?
Tenishchev volvió a asentir. Stoyan estaba preocupado, había mucha sangre pero no encontraba la herida que provocaba la hemorragia.
—¿Serduchka es un hombre de Vitrenko?
—Sí… —dijo Tenishchev—. Cuesta de creer, ¿no? ¿Y sabes lo que todavía cuesta más de creer…?
Stoyan miró alarmado a los ojos de Tenishchev. Se dio cuenta de que no podía respirar. Bajó la vista y vio que Tenishchev le había hundido totalmente el cuchillo de caza debajo del esternón.
—… que yo también lo soy —dijo Tenishchev a los ojos ya muertos de Stoyan.
Buslenko y Belotserkovsky estuvieron tumbados, escrutando los confines del bosque durante quince minutos. El cielo estaba ahora peligrosamente claro.
—Tendremos que ponernos en marcha… —dijo Buslenko.
—No podemos dejar atrás a Stoyan —protestó Belotserkovsky.
—Stoyan está muerto —dijo Olga Sarapenko con una repentina autoridad. Estaba más abajo de ellos, junto al río, vigilando la orilla opuesta—. Y nosotros también lo estaremos si no salimos de aquí. Vitrenko tiene motivos para habernos querido atrapar en este lugar… O bien simplemente hace deporte con nosotros, como si fuéramos una manada de jabalís, o bien ha decidido que si llegamos a Alemania representaremos una amenaza demasiado grande para él.
—No conseguiremos nunca llegar a Alemania —dijo Belotserkovsky, desanimado.
—Pues aquí no nos atrapará —dijo Olga, desafiante—. Pienso mirar cómo muere ese hijo de perra.
Buslenko sonrió. Se volvió hacia Belotserkovsky:
—¿Listo para ponernos en marcha?
Belotserkovsky asintió. De pronto, algo le llamó la atención hacia arriba, hacia el cielo que se iluminaba.
—¡Cubríos! —gritó.
María había planeado dormir hasta media mañana. Puso el cartel de «No molestar» en la puerta, se echó en la cama y se quedó dormida casi de inmediato. Cuando se despertó le dio rabia darse cuenta de que todavía iba totalmente vestida y tenía la boca pastosa por no haberse lavado los dientes. Permaneció tumbada un momento sin saber, sin recordar qué era lo que le provocaba aquel dolor nauseabundo en el pecho.
Luego todo volvió: la memoria atronadora de los disparos al coche. Probablemente hubiera matado a alguien. Había cometido el crimen que se suponía que debía impedir, resolver. Podría defender en un tribunal, de manera bastante legítima, que actuó en defensa propia, pero la pistola era ilegal, y también lo era la intención: María disparó a la cabina del vehículo con la intención de matar al ucraniano. Ya no tenía derecho a llamarse agente de policía. Era una vigilante, nada más.
Se acercó a la ventana y abrió las cortinas. En el apartamento de enfrente no había luz y las cortinas estaban corridas detrás de las puertas de cristal que daban a la terraza. El cielo bañaba de luz pálida las azoteas ¿e Colonia. Apenas había ama necido, pero María sabía que no debía volver a dormirse. Miró inexpresivamente al cielo cada vez más iluminado, y éste la miró inexpresivamente a ella. Hora de ponerse en marcha.
Se desnudó, se duchó y luego hizo las maletas. Bajó a recepción y pagó su factura.
El hotel le resultaba cómodo para sus cuitas, pero había usado su nombre y su tarjeta de crédito reales y, además, el personal del hotel se había mostrado algo sorprendido ante su cambio repentino de aspecto. María había pensado registrarse en otro hotel de la misma zona. Pagaría en efectivo y se quedaría un par de noches. Y luego ya podría instalarse en el apartamento de su amiga, que trabajaba en Japón.
Salió del hotel con sus maletas bajo un luminoso cielo azul de invierno sin tener la más mínima idea de cómo volver a recuperar el rastro de Vitrenko.
No encontraron dónde cubrirse: todos vieron el objeto redondo y oscuro que salió disparado formando un arco a través del cielo y se lanzaron al suelo en direcciones distintas, escarbando en la tierra endurecida por el hielo y esperando que la detonación acabara con ellos.
Pero no hubo ninguna explosión.
Buslenko vio el objeto oscuro sobre la nieve y se arrastró hacia él. Era una cabeza.
La cogió por el pelo y volvió la cara hacia él: Stoyan. Belotserkovsky estaba ahora al lado de Buslenko y miró la cara oscura y de bellos rasgos de su amigo tártaro.
—¡Hijos de puta! ¡Mataré a esos malditos cabrones! —Belotserkovsky se volvió hacia la orilla, pero Buslenko lo agarró de la manga y tiró hacia abajo.
—No reacciones como un puto principiante —le dijo—. Ya sabes lo que están haciendo, así que ahora no pierdas el temple. Nos vamos, y nos arriesgaremos a seguir el río. Necesito que avancemos rápido.
Belotserkovsky asintió con gesto decidido y Buslenko supo que volvía a estar totalmente entregado al juego.
—Vamos.
Avanzaron a media carrera, cubriendo una distancia considerable en poco tiempo.
El bosque a ambos lados del río había empezado a clarear, de modo que ahora los protegía menos de sus perseguidores. A eso se añadía que el amanecer que Buslenko tanto había temido trabajaba ahora a su favor. Tal vez, al final, acabaran lográndolo.
Lo único que tenían en contra era que el río Teteriv era allí más ancho y menos profundo, y ahora se habían quedado sin la cubierta que antes proporcionaba la orilla.
Buslenko oyó un grito detrás de él y se volvió para ver cómo Olga Sarapenko se caía, con el rifle repiqueteando sobre las piedras.
—¿Se ha hecho daño? —le preguntó.
Ella se incorporó y se acarició el tobillo.
—No me he roto nada. —Se levantó con cierto esfuerzo—. Me he hecho un esguince, pero gracias a la bota no ha sido peor.
—¿Puede andar?
—De momento —respondió con cara de pedir disculpas—. Pero les haré ir demasiado lentos.
—Tenemos que seguir juntos —dijo Belotserkovsky. El ucraniano grandote le tiró el rifle a Buslenko y luego se cargó a Olga Sarapenko sobre los hombros como si fuera un ciervo recién capturado—. Estamos a punto de llegar. Usted deberá cubrirnos, jefe —le dijo a Buslenko.
Buslenko sonrió y se echó al hombro los rifles de Olga y de Belotserkovsky. A sus órdenes, retomaron la marcha en dirección a las casas a ambos lados del río que señalaban las afueras de Korostyshev. Pero Buslenko pensaba en algo más que en llegar vivo a la ciudad que lo había visto nacer. Estaba decidido a alcanzar una ciudad mucho más al oeste: una ciudad extraña en un país extranjero, donde tenía una cita a la que acudir.
Sin fecha
estoy hambriento tan hambriento cuando yo
era el otro
era pequeño diminuto y débil y yo el otro no podía hacer nada para cambiar
mi el otro
mi mundo para controlar mi mundo
yocl otrooicmprc y
o siempre tenía que acabarme todo lo del plato y guardar silencio y no hablar en la mesa mi padre estaba siempre tan
furioso
siempre furioso y yo me lo tenia que acabar todo vivíamos en el campo en la granja y tomábamos
rheinische
soorbroode hecho de, carnes de caballo marinada en vinagre y vino y especias y
salchichas de sang
re
y yo lo vi lo vi hacerlo mató al cerdo yo era sólo un niño pequeño y lo vi sostenerlo entre las rodillas y degollarlo y
él se retorcía y berreaba y había sanare por todas partes y el suelo estaba negro
y el cerdo corrió un poco y luego cayó y toda la, sangre empapada en el suelo y era negra podía olerlo y lloré por él lloré por el cerdo y mi padre me dio un manotazo y me dijo no sabes de dónde viene tu comida no sabes lo que comes no sabes que tiene que morir antes de que te lo comas y luego me hizo comerme el cerdo después de que mi madre lo cocinara y
era bueno pero
yo no dejaba de recordar cómo corría por ahí y se desangraba
y se movía y temblaba cuando murió pero me gustó la carne
lloré pero me gustó comérmela
pero eso no es lo que me convirtió en lo que soy no fue lo otro la última cosa que me ocurrió y entonces supe que él era yo y yo era él y que cobro vida cuando es carnaval puedo oler que se acerca
*CARNAVAL
* entonces lo verán entonces lo sabrán que el caos es que me llevaron a la iglesia cuando era pequeño tenia miedo siempre que me llevaban a la iglesia y me decían que era malo y me decían todo lo que le pasa a la gente que es mala siempre para siempre no me encerrarán no me llevarán yo MATARÉ AL OTRO y haré que sea CARNAVAL siempre todo el año
les daré sus días de locura
soy el
PAYASO
y estoy despierto
SI QUIEREN CAOS LES DARÉ CAOS
soy su juicio y ellos se quemarán los ojos en mi sonrisa y
ME LOS COMERÉ
me los comeré a todos
13 febrero
Fabel colgó el teléfono. Ahora lo entendía todo.
Había algo que lo inquietaba desde hacía días y no había sido capaz de identificar qué era. Aquello lo había desestabilizado, porque cada vez que había tenido una sensación como ésa en el pasado había resultado ser algo con unos cimientos muy sólidos. Comprendió el proceso que había detrás: pequeños cabos sueltos de información aparentemente inconexa que había recibido y que se iban juntando en su subconsciente para finalmente desencadenar una señal de alarma. En su conversación con María no hubo nada especial, pero el hecho de que ella le comentara que su psicólogo le había recomendado distanciarse de sus colegas durante una temporada le sonó a cuento.
Y ahora, dos semanas después de eso, Minks lo llamó al Präsidium y todas las fichas del rompecabezas empezaron a cuadrar.
Fabel se había encontrado con el doctor Minks como parte de una investigación previa. Éste era experto en estrés postraumático y conductas fóbicas y, como tal, dirigía una clínica especializada en fobias en Hamburgo. La Polizei de Hamburgo había puesto terapeutas a disposición de María, pero el elemento principal de su tratamiento lo aportaba ahora el doctor Minks, quien había sido profesor de Susanne en la Universidad de Múnich y al que ella tenía en gran consideración.
—Obviamente no puedo comentar las particularidades del tratamiento de Frau Klee —le dijo Minks por teléfono—. Pero sé que ella le da un gran valor a su… guía.
Mucho valor. Y no me refiero solamente como superior profesional. Por eso me he decidido a llamarle.
—¿Qué problema hay, Herr Doktor?
—Bueno… Tenía realmente la sensación de que estaba avanzando con Frau Klee, y creo que al interrumpir la terapia está cometiendo un grave error. Dista mucho de estar recuperada. Tenía la esperanza de que usted le pudiera hacer entrar en razón.
—Lo siento, Doktor Minks —dijo Fabel—, pero no le entiendo. ¿Me está diciendo que María no acude a sus sesiones de tratamiento?
—No lo ha hecho desde hace cuatro o cinco semanas.
—Dígame, Herr Doktor, ¿le sugirió usted a María que durante un tiempo le convenía evitar el contacto conmigo o con cualquier otro de sus colegas?
—No… —Minks sonaba asombrado—. ¿Por qué debería habérselo sugerido?
Fabel le prometió que hablaría con María para convencerla de que regresara a la terapia y colgó. María le había mentido. No sólo sobre la terapia: le había mentido sobre su paradero. Y ahora Fabel sabía exactamente dónde estaba.
Se quedó sentado un momento, con las manos planas sobre la mesa, mirándoselas distraídamente. Luego cogió el teléfono e hizo la primera de las tres llamadas que sabía que tenía que hacer.
Benni Scholz detestaba cada vez más el carnaval. Había hoteles a las afueras de la ciudad que habían empezado a ofrecer refugio contra la locura carnavalesca y la obligatoria alegría que se apoderaba de Colonia durante aquellos días: lugares en los que el orden permanecía sin alterar y donde se garantizaba una cordura serena hasta la Cuaresma. Antes no entendía por qué había gente que buscaba esos lugares, o por qué muchas familias de Colonia se iban fuera de vacaciones durante el carnaval.
Benni tuvo siempre la sensación de que como
Kölner
, el carnaval definía quién y qué era él. Pero ahora, con las fechas límite que se avecinaban y el comité de carnaval de la policía asediándolo con emails, textos y llamadas, Scholz se sorprendió deseando haber nacido en Berlín.
Pero ahora había otra cosa a añadir a su estrés. Quedaban sólo poco más de tres semanas hasta la noche del carnaval de las Mujeres, y sabía que el asesino del carnaval volvería a actuar. Otra mujer moriría si no conseguían esclarecer las pistas de los asesinatos de los dos años anteriores. Sobre su mesa tenía esparcidas varias carpetas que se multiplicaban también formando un arco desordenado por el suelo. Scholz tenía la sensación de que entre las pruebas disponibles había algo que no veía. Había aprendido mucho sobre asesinos en serie; al menos, la teoría, pero era la primera vez que participaba en un caso y sentía que se perdía. Había vuelto a llamar a la Policía de Hamburgo, pero le dijeron que el jefe de la Mordkommission, Fabel, dejaba el cuerpo y no estaba interesado en asumir el caso de Scholz. Debería replantearse el caso del asesino de carnaval de nuevo, él solo, sin la ayuda del superpolicía de Hamburgo.