El señor del carnaval (27 page)

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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

BOOK: El señor del carnaval
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—Qué buen aspecto —dijo. El ragú de cordero, con su salsa de higos y verduras, estaba presentado en el plato como una obra de arte. Tomó un bocado—. Mmm… está delicioso. Buena elección, Benni. —El cordero se fundió en su boca. Al cabo de un momento, Fabel prosiguió—. En fin, para responder a tu pregunta, el asesino del carnaval toma una cantidad precisa de carne porque ésa es la porción que quiere, de la misma manera que entramos en una carnicería y pedimos un kilo de carne picada.

El otro tema es que nuestro asesino no tiene una conexión abstracta con la comida.

—¿Qué quieres decir?

—Toma, por ejemplo, este plato —explicó Fabel—. Tú y yo estamos aquí sentados tomando ragú de cordero… pero la palabra «cordero», en este contexto, sólo nos evoca la idea de un tipo de comida. No pensamos en un cordero joven, ni concretamente en cómo lo han matado, despellejado y destripado. Incluso cuando estamos en una carnicería, vemos un trozo de carne y, en realidad, no visualizamos que se trata de un trozo del cuerpo de un animal. De la misma forma, cuando estás en el campo y ves una vaca o un cordero, o un pato en un estanque, no te pones a salivar pensando «oh, cómo me gustaría comérmelo».

—Lo siento —dijo Scholz con la boca llena—. No acabo de entenderte.

Fabel miró el plato medio vacío de Scholz y se dio cuenta de que debería hablar menos y comer más para alcanzarlo.

—Antes teníamos una relación más inmediata con nuestra comida, pero ahora vivimos en una era en que una especie particular de judía, de baya o de verdura, vuela desde cualquier lugar exótico para poder hacer de guarnición de nuestro plato.

Resulta difícil imaginar que, durante la mayor parte de nuestra historia, el simple hecho de tener la comida suficiente para sobrevivir era nuestra preocupación principal, y eso incluye también nuestra historia del canibalismo. Como ya he dicho, todos lo hemos hecho… todas las culturas del mundo han tenido alguna experiencia caníbal. Y, sin embargo, sigue siendo el mayor tabú social y cultural.

Scholz levantó el tenedor y contempló el trozo de carne que tenía empalado en el mismo.

—Me pregunto a qué sabe la carne humana. —Se encogió de hombros y se embutió el trozo en la boca.

—Se parece al sabor de la ternera, me parece. O del cerdo —dijo Fabel—. El caso es que nuestro asesino no tiene esa misma falta de conexión con sus fuentes nutritivas.

Los vínculos de su cadena alimentaria son demasiado sólidos: ve a esas mujeres, evalúa su forma y las selecciona. Es capaz de saborearlas con tan sólo mirarlas.

—¿Que estás diciendo? —Scholz habló con la boca llena de cordero—. ¿Qué se las come por el sabor?

—No… o no sólo por eso: creo que se excita sexualmente. Pero hay muchas más cosas que intervienen. En el canibalismo militar, matas a un poderoso enemigo en el campo de batalla y te lo zampas para absorber parte de su fuerza. En el canibalismo ritual, te comes parte de la víctima sacrificada para conectarte con la divinidad o el espíritu de la víctima… y ese simbolismo sigue ahí en la comunión cristiana, un vestigio de las creencias paganas. Y, como he dicho, el canibalismo funerario conlleva comerse parte del ser amado fallecido para que siga viviendo a través de ti.

—O en ti… —dijo Scholz.

—Creo que nuestro asesino abstrae su perversión sexual y cree que disfruta de una relación mucho más íntima con sus víctimas que si se limitara a practicar sexo con ellas.

—¿Comiéndose un trozo del culo de la víctima absorbe su espíritu y se convierte en su compañero del alma? —La expresión de Scholz era seria. Fabel se rio.

—Algo así. Pero tuvo que haber empezado por algún lugar. Es posible que, para empezar, nuestro amigo fuera un simple delincuente sexual, con un historial de violaciones y abusos similares. Con el tiempo habría añadido el componente caníbal.

¿Recuerdas el caso Joachim Kroll? Fue en Duisburg, a finales de los años setenta.

Scholz asintió con la cabeza.

—Kroll era violador y asesino y tenía un historial no descubierto que se remontaba a dos décadas atrás. En algún punto de su camino decidió probar un poco de carne de sus víctimas. Lo que resulta interesante es que sacaba la carne de exactamente el mismo sitio, que nuestro asesino: las nalgas y parte superior del muslo.

—¿Crees que estamos ante un emulador?

—No. Kroll no era precisamente una figura inspiradora. Tenía el cociente intelectual que rayaba con la imbecilidad y era el típico perdedor patético; además, murió en 1990 o 1991. Las similitudes son casuales, aunque sí creo que el asesino del carnaval pudo empezar con pequeños crímenes como ataques a mujeres. En especial, agresiones con mordeduras.

—Ya… —Scholz tocó distraídamente el cordero de su plato con el tenedor—. Podrías estar en lo cierto. Una de mis agentes, Tansu Bakrac, tiene una teoría al respecto.

—¿Ah sí?

—Mañana dejaré que te la explique. Básicamente, ha sacado a la luz un par de casos del pasado; uno en particular. Pero yo no estoy tan seguro.

Se hizo un silencio y los dos hombres se concentraron en sus platos.

—Me sorprendió que aparecieras, Jan —dijo Scholz al final—. Me habían dicho que lo dejabas.

—Esa es la idea —respondió Fabel. De pronto, tuvo ganas de hablar del tema. Había algo en la actitud abierta y honesta de Scholz que propiciaba las confidencias, y eso era algo bueno si eras policía—. Oficialmente he presentado mi renuncia, pero, en realidad, no sé si estoy acertando. Lo tenía todo muy claro, pero ahora ya no estoy tan seguro. Le contó a Scholz lo que le había pasado de camino: la mala sensación de estar comiéndose el bocadillo de salami mientras examinaba las fotos del cuerpo desfigurado de Sabine Jordanski sin que ni por un segundo se le pasara por la cabeza que aquello no era normal.

—A mí me pasa constantemente —se rio Scholz—. Yo lo atribuyo al hecho de estar acostumbrado; digo que me beneficio de un distanciamiento objetivo profesional, pero todos los demás dicen que soy un cerdo.

—Pero eso es precisamente lo que me inquieta —dijo Fabel—. Me he acabado acostumbrando demasiado a todo esto. Mi actitud es demasiado distante.

—Pero es que te dedicas a esto —contestó Scholz—. Piensa en cómo debe de ser si eres médico, o enfermera; se supone que te dedicas a salvar vidas, pero la realidad es que la medicina trata sobre la muerte. Los médicos tratan cada día con personas que se están yendo de este mundo, algunos de ellos con un sufrimiento terrible, pero es su trabajo. Si se implicaran emotivamente con todos sus pacientes, o se pasaran el tiempo libre pensando en la ínevitabilidad de que a ellos les ocurra lo mismo, se volverían locos. Pero no lo hacen. Es en lo que trabajan. No puedes flagelarte porque te has acostumbrado a ver asesinatos.

—Ese —dijo Fabel con una sonrisa— sería un buen argumento si no fuera por el hecho de que, como los dos sabemos, la profesión médica figura muy arriba en la lista de las que desempeñan los asesinos en serie. Al menos, estadísticamente. También está el alcoholismo, los suicidas…

—Está bien… —dijo Scholz—. Tal vez no ha sido un buen ejemplo, pero ya me entiendes. Eres policía; eso es lo que eres. Y el motivo por el que estás aquí es que se te considera el profesional mejor capacitado de toda Alemania para resolver este tipo de casos. Tal vez el error sea negar esto.

—Tal vez… —dijo Fabel. Tomó un sorbo de vino y miró a través de la ventana la calle iluminada, ahora cubierta de nieve. Ahí fuera había una ciudad que no conocía, y era en esa ciudad donde Vitrenko dirigía su violento tráfico de carne humana. María estaba también ahí, sola—. Quizá tengas razón.

9

Justo cuando terminaron de tomarse el postre sonó el teléfono móvil de Scholz.

Levantó una mano a modo de disculpa y se enfrascó en un breve intercambio con su interlocutor.

—Disculpa la interrupción —dijo, mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo—. Es otro caso en el que estoy trabajando. Era un miembro del equipo informándome de que hemos dado con otra calle sin salida.

—¿Un homicidio?

—Sí. Cosa de bandas. Un trabajador de una cocina al que han troceado con un cuchillo de carnicero. —Soltó una risotada—. No te preocupes, no ha sido en este restaurante.

—¿Os encontráis con muchos asesinatos entre bandas organizadas?

—No especialmente. Y en particular no de bandas. Éste fue entre mafia rusa o ucraniana.

Fabel sintió un cosquilleo eléctrico en la nuca.

—¿Ah, sí?

—Sí, la banda de Vitrenko-Molokov hizo un aterrizaje forzoso por aquí hace más o menos un año. Son gente hermética, todos ex militares o de unidades policiales especiales. Creemos que el desgraciado al que mataron fue sorprendido pasando in formación a algún agente. Pero ése es el problema: ninguno de nuestros departamentos estaba en contacto con ese tipo.

—¿Por qué crees que estaba hablando con un agente?

—Lo vieron hablando con una mujer que iba vestida muy elegante el día antes de que se lo cargaran, y parecía evidente que era agente de inmigración o de policía. Pero por eso me llamaban ahora: han comprobado que no era nadie de los nuestros.

—Ah… —Fabel sorbió su café y trató desesperadamente de parecer relajado mientras contemplaba Colonia por la ventana. María. Se volvió hacia Scholz y le sostuvo la mirada un momento.

—¿Ibas a decirme algo? —preguntó Scholz.

Fabel sonrió y negó con la cabeza.

Capítulo siete

4 de febrero

1

Al día siguiente, Fabel se levantó temprano y llegó al Präsidium de la Policía de Colonia antes que Scholz. Lo esperó en el enorme vestíbulo de entrada, con una tarjeta que lo identificaba como visitante prendida en la solapa. Estar en otra central de policía le daba una sensación extraña. Aquélla era muy distinta del cuartel general de Hamburgo, y a Fabel le parecía raro ver todavía a agentes uniformados con los viejos trajes verde y mostaza, a pesar de que la Policía de Hamburgo llevara exactamente el mismo hasta hacía tan sólo dos años. Mientras esperaba, pensó en la curiosa rapidez con que uno se adapta a los cambios.

Scholz se disculpó con cierta exageración por llegar tarde y guio a Fabel hasta su despacho. Éste sonrió al ver que la cabeza del carnaval había desaparecido y que alguien había apartado los archivos, el teléfono y el teclado del ordenador a un lado y había colocado una nueva versión cuadrada en el centro de la mesa de Scholz. Del hocico habían colgado un post-it amarillo en el que sólo había un signo grande de interrogación.

—Muy gracioso —dijo Scholz, mientras lo volvía de cara a Fabel—. ¿Mejor?

—Distinto… —dijo Fabel.

Scholz miró de nuevo la cabeza, evaluándola, y luego suspiró y la colocó en la esquina donde estuvo la anterior.

—Me gustaría presentarte al equipo que está trabajando en el caso del asesino del carnaval —dijo, finalmente. Hizo señas a través de la puerta de cristal y dos agentes entraron en el despacho. Uno era un hombre joven del que Fabel sabía que tenía casi treinta años y era Kommíssar en la Mordkommission, si bien su figura delgada y pálida y su piel con acné le daban un aspecto casi de adolescente. La otra agente era una joven de unos treinta años, regordeta y con un amasijo de rizos rojo cobrizo.

—Éste es Kris Feilke —dijo Scholz, señalando el joven—; y ésta es Tansu Bakrac.

Fabel sonrió. Por el nombre, Fabel supo que la agente debía de ser de origen turco, y se sorprendió preguntándose si el color tan cobrizo de su pelo provendría de las antiguas tribus celtas que se habían asentado en Gálata. Los dos agentes estrecharon la mano de Fabel y tomaron asiento. Jan advirtió la informalidad que reinaba entre Scholz y sus jóvenes agentes y se preguntó cuan disciplinados serían como equipo.

—Bueno, Jan —dijo Scholz—, faltan sólo tres semanas para el carnaval y, tan claro como que los osos cagan en el bosque, nuestro asesino volverá a salir en busca de más carne. Por una vez tengo la oportunidad de evitar un asesinato en vez de resolverlo.

O, mejor dicho, tenemos la oportunidad de evitarlo. Pero me temo que no hemos encontrado más que preguntas sin respuesta, de modo que estamos abiertos a cualquier cosa que puedas sugerirnos.

—Está bien. Espero que no os importe, pero me tomé la libertad de poner unas cuantas cosas en marcha antes de venir —dijo Fabel—. ¿Recordáis el caso Armin Meiwes?

—Claro… el caníbal de Rotenburgo —contestó Scholz.

—Meiwes se anunciaba a sus víctimas por Internet y se hacía llamar Maestro Carnicero. Hace veinte años, Meiwes puede que viviera con sus fantasías aparcadas como tales, pero en ese momento tenía acceso a Internet. La red es la gran puerta abierta, el gran punto de encuentro anónimo en el que puedes compartir tus fetiches y perversiones con los demás; convierte lo excepcional en ordinario y lo anormal en normal.

—¿Cree usted que hay una relación con Internet en este caso? —preguntó Tansu.

—Creo posible que haya algún vínculo directo. Antes de que podamos seguir avanzando, creo que necesitamos comprender cómo piensa nuestro asesino.

—Sabe Dios —dijo Kris—. Probablemente vive en un mundo de fantasías. Es un psicópata.

Fabel negó con la cabeza.

—Ahí es donde te equivocas. Los psicólogos criminalistas y los psiquiatras forenses ya no utilizan la descripción «psicópata» o «sociópata» como antes. Estas etiquetas se han vulgarizado tanto en los medios de comunicación que han acabado perdiendo todo su valor. La gente usa la palabra «psicópata» como antes solían decir «destripador», pero un psicópata es más bien alguien con un trastorno de la personalidad que lo convierte en antisocial. Suelen ser incapaces de sentir, carecen de emociones y empatía hacia los demás seres humanos. No tienen nunca remordimientos. A la mayoría se los identifica fácilmente porque han exhibido una conducta sintomática desde la infancia. —Fabel hizo una pausa. Se acordó de Vitrenko: alguien que carecía totalmente de cualquier lado humano—. Los asesinos en serie suelen presentar trastornos de la personalidad, pero raramente son psicóticos.

Saben que lo que hacen está mal; un psicópata no lo sabe. De hecho, muchos psicópatas que han sido curados con éxito de su enfermedad reciben una carga repentina tan fuerte de remordimientos que acaban suicidándose, incapaces de vivir con lo que han hecho.

—¿Así que no estamos delante de un psicópata?

—No lo digo con total seguridad —dijo Fabel—, pero creo que es improbable. Los asesinos en serie casi nunca tienen una personalidad única, sólida, sino que oscilan entre varias identidades según la situación, con quién están, etc. No es que tengan múltiples personalidades en sí, sino que su propia personalidad no está bien asentada. Lo que sí suelen tener es un ego enorme: el universo gira únicamente alrededor de ellos. Y eso, además de un temperamento poco sólido, es algo que comparten con los psicópatas. Pero lo importante es que no están locos. Creo que vuestro caníbal de carnaval necesita sentir que no es un monstruo; que forma parte de una comunidad.

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