Las opciones de vigilancia de las que disponía María parecían limitadas; proba blemente debería recurrir de nuevo al coche. Primero acamparía un rato en el bar, que tenía una ventana desde la cual podía vigilar el edificio.
Supo que era un error tan pronto como entró en el local. Los clientes del bar eran casi todos hombres, aparte de un ramillete de chicas de aspecto chabacano, algunas de las cuales iban vestidas como si tuvieran diez años menos de lo que delataban sus figuras demasiado rechonchas. María, con el cuerpo cubierto por el jersey holgado y los téjanos, sintió repulsión hacia aquella exhibición de carne deteriorada por la edad.
Se sentó junto a la ventana que había visto al entrar. Había un par de hombres en la barra que observaron sus evoluciones, intercambiaron unos comentarios susurrados y se echaron a reír. Se le acercó el camarero y ella pidió una cerveza.
—¿Alguna cosa para picar?
—Nada, gracias.
María pagó la cerveza cuando se la sirvió. Era consciente de las miradas que le dedicaban los tipos de la barra, y también de las ojeadas hostiles, de rubia teñida, de algunas de las mujeres. Decidió que vigilaría el apartamento desde allí tan sólo unos minutos más y que luego lo haría desde el coche. A través de la ventana vio pasar a una pareja de policías de patrulla. A diferencia de la Policía de Hamburgo, que había adoptado unos nuevos uniformes azules, la Policía del Rin Norte-Westphalia seguía llevando los trajes verde y mostaza de los años setenta. A María le resultaba extraño verlos pasar; le parecían criaturas ajenas. Sabía que algo se había fracturado dentro de ella y que ya nunca más se podría arreglar. Hamburgo y su trabajo de detective le parecían ahora muy lejos…
—¿Todo bien, guapa?
María supo sin volverse que era uno de los borrachos de la barra. No le respondió.
—Te pregunto si todo va bien, guapa —repitió el hombre, para luego añadir algo en un dialecto denso que ella pensó que era
Kölsch
.
María dejó la cerveza intacta y se levantó para marcharse. El hombre que le cerraba el paso no era especialmente alto, pero era fuerte, con una gran barriga que le tensaba la camisa de cuadros. Se le acercó más. Ella sintió que el pánico la empezaba a inundar.
—Disculpe —dijo, evitando mirar al borracho.
—¿Qué problema tienes? —dijo él, en tono ofendido—. Sólo te he preguntado si estás bien. Mi amigo y yo queremos invitarte a una copa.
—Ya tengo una copa. Y, de todos modos, ya me iba. Déjeme pasar, por favor.
El tipo gordo se apartó a un lado mientras se encogía de hombros, pero sin dejarle demasiado espacio para pasar. María se coló por su lado, reprimiendo la repulsión que sentía ante la idea del mínimo contacto físico. Sólo quería salir del bar: la escena empezaba a atraer la atención y el barman estaba claramente sopesando la posibilidad de acercarse a defenderla. Todo era inconveniente: la vigilancia suponía mantener visible el objetivo y mantenerse uno mismo invisible. Al pasar junto al borracho sintió el olor denso de cerveza seca en su aliento. El hombre le hizo una mueca a su compañero de la barra y fue entonces cuando ella sintió su mano en el trasero.
—No hay mucha chicha… —dijo con voz gritona, y se rio—. ¡Pero ya me conformo!
El ataque de repulsión, odio y pánico estalló de inmediato en María.
—¡No me toque! —le gritó en toda la cara, tan fuerte y con tanta rabia que su sonrisa se convirtió en asombro. Las carcajadas de la barra se apagaron—. ¡Hijo de puta! —volvió a gritar María. Y su brazo tomó impulso tan rápido que nadie lo vio venir. Se produjo un estallido de cristales, cerveza y sangre en la cara del gordo. Se tambaleó de lado y María, ya lejos de la mesa, le propinó una patada en la entrepierna con su dura bota. Lo miró y se rio al verlo doblarse de dolor. Fue una risotada aguda, no del todo cuerda. Luego miró al resto de la gente del bar. Nadie se atrevía a mirarla.
Probablemente era la primera vez en años que las rubias chabacanas de la barra trataban de pasar desapercibidas. María vio que el barman iba a descolgar el teléfono.
Llamaría a la policía y ella había visto a una pareja patrullando a pie hacía un par de minutos. La había cagado bien. Tuvo otro ataque de rabia y le propinó otra patada en la cara al gordo, que seguía tendido en el suelo. Cogió el abrigo y se dirigió a la puerta.
—Tranquilo, no pienso volver —le dijo al barman al salir. Se levantó un poco el jersey de la cintura de los pantalones, lo justo para que el barman pudiera ver la pistola que llevaba—. Pero si llama a la policía, lo haré.
El tipo colgó el teléfono.
Se volvió hacia la puerta y vio a una pareja en medio de su camino. La chica era una versión juvenil de las mujeres de la barra, vestida de manera chillona y con un aro dorado en la nariz. Él era alto y macizo, y llevaba el mismo abrigo de piel negra que había llevado todo el día mientras ella le seguía. Viktor miró al gordo que refunfuñaba en el suelo, en medio de un charco de sangre y cerveza, luego al barman con la mano todavía en el teléfono, y luego a María. Esbozó una sonrisa divertida y se apartó educadamente a un lado.
María salió del bar hecha una furia. Tan pronto como el aire frío nocturno la golpeó, rompió a llorar en sollozos silenciosos y bajó la calle en dirección contraria a donde había estacionado. Tendría que ir a buscar el coche más tarde, para evitar que Viktor o el barman anotaran su matrícula.
Anduvo unas cuantas manzanas antes de tomar un taxi. Una vez en el hotel, se puso rápidamente un atuendo totalmente distinto y luego tomó otro taxi para ir a recoger el coche. María no miró hacia el bar ni hacia el apartamento de Viktor hasta que estuvo sentada en la oscuridad del Saxo.
«Maldita sea —pensó—. La he cagado del todo». Poco más habría podido hacer para conseguir llamar la atención de Viktor. Lo había hecho muy bien hasta localizar su apartamento y tenía direcciones, o parte de las direcciones en las que hizo las recogidas, pero había sido incapaz de ver el importantísimo paso siguiente del proceso: cuando Viktor entregaba el dinero. No guardaría mucho tiempo aquella cantidad de pasta; alguien iría a recogerla o él mismo iría a entregarla, con regularidad.
Pero ahora ya había visto la cara de María. En Hamburgo, en una vigilancia oficial, eso no habría sido un problema: habría una circulación constante de coches y de caras. La vigilancia de un equipo de cinco personas es cinco veces más difícil de detectar. Deseó haber podido llamar a Anna Wolff, que trabajaba con ella en la Mordkommission en Hamburgo. Pero implicar a Anna, a Fabel o a cualquier otro agente no era una posibilidad. Ésta era la cruzada solitaria de María y ahora lo había arruinado todo. Ella sola debería encontrar la manera de arreglarlo.
Tal vez Viktor y su fulana siguieran en el bar; podría colarse en su edificio, entrar en el apartamento y tratar de encontrar algo, alguna conexión entre Viktor y el nivel siguiente en la organización de Vitrenko. Se mordió el labio y se aferró fuerte al volante. Estaba pensando como una aficionada. No valía para nada, era una patética inútil que había fracasado como policía y que ahora no conseguiría hacer nada más en la vida.
Arrancó el motor y condujo sin ningún destino. Cruzó el puente del Zoo al otro lado del Rin. Al cabo de una media hora encontró una gasolinera con una hamburguesería americana abierta toda la noche al lado. Pidió una ración enorme de hamburguesa con patatas fritas y se cebó de comida, metiéndose grandes bocados en la boca, casi sin masticar, y tragándolos con CocaCola. Cuando terminó, se levantó y volvió a pedir lo mismo, mientras miraba a la camarera con expresión de desafío.
Cuando hubo acabado de engullir la segunda ración, María fue al baño de la hamburguesería, se arrodilló frente al retrete y se metió el dedo en la garganta.
El Kriminaloberkommissar Benni Scholz no fruncía el ceño a menudo, pero su ancha frente se llenó de arrugas debajo de su mata de pelo oscuro mientras miraba la pantalla de televisión. Era probablemente el caso más importante, la misión más visible públicamente a la que se enfrentaba desde el inicio de su carrera como agente de policía, quince años atrás. Todos y cada uno de los agentes del departamento de Policía de Colonia lo juzgarían por cómo lo resolviera. No era una tensión a la que estuviera en absoluto acostumbrado. Demasiada presión.
El despacho de Scholz estaba a oscuras, a excepción de una sola lámpara de sobremesa y de la luz titilante del televisor. Un comisario alto y uniformado se sentaba a su lado, con la atención también fijada con preocupación en las imágenes de la pantalla.
—¿Quién estaba detrás de esto, Rudi? —preguntó Scholz al agente uniformado sin apartar la mirada del televisor.
—Hasek.
—¡Hasek! —Scholz se volvió a mirar a Rudi Schaeffer con cara de no poder creerlo—. ¿Hasek ha organizado esto? ¿Ese gilipollas de la sala de operaciones?
Scholz se volvió de nuevo hacia la pantalla. Una carroza de carnaval decorada con mucho detalle, coronada con un Ford-T negro con la palabra POLIZEI escrita con torpeza con pintura blanca a un lado y flanqueado por veinte o treinta hombres y mujeres vestidos de agentes de los Keystone Cops, avanzaba lentamente por una calle abarrotada de gente. Los Keystone Cops chocaban continuamente entre ellos, tropezaban, derramaban cubos de espumillón sobre la gente y se atizaban los unos a los otros con grandes porras de goma, mientras otros echaban puñados de caramelos a la muchedumbre, todo ello en medio de un caos cuidadosamente coreografiado.
—Eso fue hace tres años. Ganó premios con esta carroza —dijo Rudi, poco dispuesto a ayudar.
—Ya sé que ganó un premio —dijo Scholz—. Pero no tenía idea de que fue el burro de Hasek el que lo organizó ese año. —Su humor se ensombreció todavía más. Todos tenían muy claro que Benni Scholz era el hombre adecuado para esta misión; todos le conocían por su sentido del humor descabellado. Era el hombre ideal para organizar la carroza de la Policía de Colonia para el Karneval. Hubiera preferido encargarse de otra docena de casos de asesinato.
—¿Has seleccionado ya las maquetas para las cabezas? —le preguntó a Rudi. El Kommissar Rudi Schaeffer, de la división municipal de tráfico y viejo amigo de Scholz, se había ofrecido voluntario como ayudante de organización. De hecho, fue Scholz quien lo reclutó como voluntario. No tenía sentido sufrir a solas, pensó.
—Desde luego —Rudi esbozó una sonrisa bonachona—. Tengo el prototipo ahí fuera…
Scholz contemplaba, desanimado, cómo la carroza perfecta y galardonada proseguía su avance inmaculado. Rudi volvió a aparecer con la cabeza embutida dentro de una masa de papel maché.
—¿Qué cojones…? —exclamó Scholz volviéndose en su silla—. Permíteme que lo repita, para que quede más claro: ¿qué cojones se supone que es esto?
—Un toro… —dijo Rudi, con tono lastimoso y la voz amortiguada por la cabeza de la maqueta—. Exactamente lo que tú has pedido. Ya sabes, es la broma: nos vestimos todos de
bullen
.
Rudi hacía referencia al nombre peyorativo en alemán que reciben los agentes de policía. Los norteamericanos y los británicos los llamaban
pigs
; los franceses
les flics
; los alemanes,
bullen
.
Benni Scholz era considerablemente más bajo que Rudi Schäffer y tuvo que estirarse para rodear con el brazo los hombros de su colega. Rudi volvió su enorme cabeza de papel maché hacia él.
—Rudiger, querido amigo —dijo Scholz—, tengo muy presente que eres de Bergisch-Gladbach, y por ello soy más indulgente contigo, de veras. Pero estoy convencido de que, ni siquiera en tus años de formación pudiste ver un toro, una vaca o alguna otra forma de ganado que se pareciera ni remotamente a esa cosa que llevas en la cabeza y que no sé qué se supone que es. Bueno, a menos que Bergisch-Gladbach sea una ciudad hermana de Chernobyl.
—Sólo es una maqueta… —contestó Rudi a la defensiva desde el agujero de la cabeza.
En aquel momento, un joven detective irrumpió en el despacho de Scholz. Hizo una breve pausa, mirando la escena de Scholz abrazado a un oficial de uniforme con una cabeza de juguete. Scholz retiró el brazo.
—¿Podrías decirme qué se supone que es esta cabeza? —le preguntó Scholz al joven agente.
—Yo qué sé, Benni… ¿el Hombre Elefante?
Rudi se marchó sigilosamente con su enorme maqueta de cabeza agachada.
—¿Qué ocurre, Kris? —preguntó Scholz al joven detective.
—El restaurante Biarritz de la Wolfsstrasse. Alguien ha reducido a picadillo a un miembro del personal de la cocina con un cuchillo de carnicero.
En esa época del año el río Teteriv estaba espléndido: cubierto por una capa de hielo y sin las algas pegajosas que lo enturbiaban en verano. El pabellón de caza era ancho y bajo, tenía la fachada orientada al río y estaba rodeado de bosques, con los árboles cubiertos de nieve helada. A lo largo de un lateral del pabellón había un armazón de madera que los cazadores utilizaban para colgar y destripar sus presas.
Cuando Buslenko llegó, los otros ya llevaban allí un día. La carretera desde Korostyshev era antigua, probablemente de la época en la que circulaban carros
chumak
tirados por bueyes, cuatrocientos años atrás. El grosor de la nieve hacía que fuera casi impracticable, pero los chóferes de cada uno de los tres Mercedes todoterreno tenían experiencia en cualquier tipo de circunstancia, desde la inmensidad ártica hasta la del desierto. Cuando Buslenko llegó al pabellón, fue recibido con calidez por un hombre fortachón de cuarenta y pocos años que llevaba un rifle deportivo colgado al hombro. Buslenko sonrió para sus adentros ante la fingida normalidad de Vorobyeva. Éste era miembro de la Spetsnatz Titan y debía de haber tenido al todoterreno de Buslenko en su punto de mira durante los últimos diez minutos, sin bajar su potente rifle hasta asegurarse de que era Buslenko quien iba detrás del volante e iba solo. Los Titanes estaban especialmente entrenados para proteger de cerca a las personas, además de vigilar las sedes gubernamentales ucranianas. Bajo el espíritu de la libre empresa que el Gobierno había potenciado con tanto entusiasmo, hasta estaban disponibles para trabajar bajo contrato si eras lo bastante rico.
Cuando Buslenko abrió la puerta del refugio, el aroma cálido y denso del
varenyky
que se cocía en la cocina de leña le dio la bienvenida.