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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Divulgación científica

El Sol brilla luminoso (25 page)

BOOK: El Sol brilla luminoso
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Luego, supongamos también que fuese posible aprender lo suficiente acerca del desarrollo embriónico humano, para guiar a los embriones por toda clase de veredas especializadas, que producirían una clase de monstruo que tuviese un corazón de tamaño enorme, mientras todo lo demás sería vestigial, o un riñón del tamaño de un hombre, o unos pulmones, o hígado, o piernas con iguales características. Con sólo un órgano desarrollándose, con técnicas de crecimiento forzado (en el laboratorio, naturalmente, y no en el útero humano), podrían lograrse desarrollos de semejante tamaño en cosa de sólo unos meses.

Podemos por ello imaginar que, en el nacimiento, cada ser humano individual fuese objeto de unas biopsias sacadas de un dedito del pie, hasta conseguir unos centenares de células vivientes, que podrían ser, al instante, congeladas y destinadas para un posible uso. (Esto se efectúa al nacer, porque cuanto más joven es la célula tanto más eficientemente es factible de clonar.)

Estas células servirían como eventuales bancos de órganos para el futuro. Si llegase el momento en que a un adulto empezase a fallarle el corazón, o tuviese un páncreas en declive, o cualquier otra cosa; o si se hubiese perdido una pierna en un accidente o hubiese habido que amputarla. En ese caso, todas esas células congeladas desde hacía tanto tiempo, se descongelarían y entrarían en función.

Entonces crecería un órgano de repuesto y, dado que poseería, exactamente, el mismo equipo genético que el viejo, el cuerpo no lo rechazaría. Seguramente, ésta sea la mejor aplicación posible de la clonación.

LOS CIENTÍFICOS
XIV. DESGRACIADAMENTE, TODOS SOMOS HUMANOS

Cuando estaba trabajando en la investigación para mi tesis doctoral sobre los tiempos medievales, mi presentaron una innovación. Mi profesor de investigaciones, Charles R. Dawson, había establecido una nueva clase de agenda de datos, que podía conseguirse en la librería universitaria por cierto número de monedas del reino.

Estaba confeccionado con un duplicado de páginas numeradas. En cada par, una página estaba en blanco, y firmemente cosida a la encuadernación, mientras que la otra era de color amarillo y estaba perforada para que pudiese quitarse con facilidad.

Se colocaba una hoja de papel carbón entre la hoja blanca y la amarilla cuando uno registraba sus datos experimentales y, al final de cada día, se arrancaban las páginas duplicadas y se entregaban. Una vez a la semana, o cosa así, el profesor se dedicaba a ver contigo las páginas.

Este sistema me causaba cierta incomodidad periódica, puesto que el hecho es, Gentil Lector, que, simplemente, no soy demasiado hábil para las cosas de laboratorio. Me falta destreza manual. En cuanto estoy por allí, los tubos de ensayo se caen y los re activos se niegan a realizar sus acostumbradas tareas. Ésta era una de las varias razones que hicieron fácil para mí, con el paso del tiempo, elegir una carrera de escritor en vez de una de investigador.

Cuando comencé mi trabajo de investigación, una de mis primeras tareas fue aprender las técnicas experimentales implicadas en las distintas investigaciones que nuestro grupo estaba llevando a cabo, y realizaba cierto número de observaciones bajo cambiantes condiciones, que luego tenía que pasar sus resultados a una gráfica de papel. En teoría, estos valores debían descender en una curva suave. En realidad, los valores se esparcieron sobre la gráfica de papel como si hubiesen sido disparados con una escopeta. Tracé la curva teórica entre aquel revoltijo, puse la etiqueta de «curva de escopeta» y lo pasé a la copia al carbón.

Mi profesor se sonrió cuando le tendí la hoja, y yo tuve que asegurarle que lo haría mejor con el tiempo.

Lo hice…, en parte. No obstante, llegó la guerra y transcurrieron años antes de que regresase al laboratorio. Y allí estaba el profesor Dawson, que había salvado mi curva de escopeta para enseñársela a la gente.

Le dije:

—¡Caramba, profesor Dawson! No debería reírse de mí de esa manera.

Y me respondió muy serio:

—No me río de ti, Isaac. Me estoy jactando de tu integridad…

Más tarde, me intrigó saber qué quería decir. Había, deliberadamente, montado aquel sistema de las páginas duplicadas para poder seguir, con exactitud, lo que hacíamos cada día, y si mi técnica experimental seguía siendo desesperadamente de aficionado, no tenía otra elección que revelar el hecho a mi profesor a través de la copia al papel carbón.

Y luego, un día, nueve años después de haber conseguido mi doctorado en Filosofía, pensé acerca de ello, y de repente se me ocurrió que no había habido necesidad de registrar mis datos directamente en mi agenda. Podía haberlo conservado en un trozo de papel y luego
trasladado
las observaciones, de una forma clara y en buen orden, a las páginas duplicadas. En aquel caso, podía haber omitido cualquier tipo de observaciones que no me pareciesen bien.

En realidad, al conseguir aquel análisis tardío de la situación, se me ocurrió que resultaba incluso posible introducir cambios en los datos para que presentasen mejor aspecto, o hasta inventar datos a fin de demostrar una tesis y
luego
trasladarlos a las páginas del duplicado.

De repente, me percaté de por qué el profesor Dawson había pensado aquello, cuando le entregué mi «curva de escopeta», como una prueba de integridad, y me sentí terriblemente incómodo.

Me gusta creer que poseo integridad, pero aquella «curva de escopeta» no constituye una prueba de ello. No prueba nada, todo lo más demuestra mi carencia de sofisticación.

Me sentí incómodo por otra razón. Por no haber pensado en ello. Durante todos aquellos años desde la «curva de escopeta», los trucos científicos han sido, literalmente, inconcebibles para mí, y ahora los concibo y me siento un poco peor que antes. De hecho, me encontraba en aquel punto en el proceso de cambiar mi carrera para convertirme en un escritor a jornada completa, y me siento aliviado de que esto haya sucedido. Pensando ahora ya en los trucos, ¿podría confiar en mí de nuevo?

Traté de exorcizar esta sensación al escribir mi primera novela totalmente de misterio, una en la que un estudiante de investigación trata de forzar sus datos experimentales, y muere como resultado directo de ello. Apareció en un libro de bolsillo original titulado
The Death-Dealers
(«Avon», 1958), y fue también reeditado más tarde, en tela, con su título propio de
A Whiff of Death
(«Walker», 1967).

Y, últimamente, el tema ha caído una vez más bajo mi atención…

La Ciencia, en abstracto, es un mecanismo que se corrige a sí mismo y que busca la verdad. Pueden existir errores y malas interpretaciones debidas a unos datos incompletos o erróneos, pero el movimiento va de lo menos cierto a lo más cierto.
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No obstante, los científicos no son la Ciencia. Por gloriosa, noble y supernaturalmente incorruptible que sea la Ciencia, los científicos son, desgraciadamente, sólo humanos.

Dado que es algo poco cortés el suponer que un científico pueda ser deshonesto, y aún resulta más descorazonador averiguar, de vez en cuando, que alguno de ellos lo es, no constituye, sin embargo, algo que deba ser tomado en cuenta.

Realmente, no se permite a ninguna observación científica entrar en los libros de cuentas de la Ciencia hasta que haya sido confirmada de una forma independiente. La razón radica en que cada observador, y cada instrumento, son susceptibles de imperfecciones y desviaciones por lo que, incluso dando por sentada una integridad perfecta, las observaciones pueden tener defectos. Si otro observador, con otro instrumento y con otras imperfecciones y desviaciones, hace la misma observación, en ese caso la mencionada observación tiene una probabilidad razonable de estar en posesión de una verdad objetiva.

Este requisito de la confirmación independiente también sirve, no obstante, para tomar en cuenta el hecho de que la asunción de la perfecta integridad puede no ser tal. Nos ayuda a contrarrestar la posibilidad de la deshonestidad científica.

La deshonestidad científica procede, en grados diversos, de la venalidad; algo casi perdonable.

En los tiempos antiguos, una variedad de deshonestidad intelectual era pretender que, lo que habías logrado, era en realidad producto de un notable del pasado.

Podemos comprender la razón de esto. Cuando los libros sólo podían producirse y multiplicarse de una forma penosa y por copiado manual, no podía tenerse a mano cualquier fragmento escrito. Tal vez la única forma de presentar tu trabajo al público sería hacer ver que había sido escrito por Moisés, o Aristóteles o Hipócrates.

Si la obra de dicho pretendiente resulta algo bobo y sin valor, el alegar que constituya el producto de un gran hombre del pasado, confundía a los estudiosos y enrevesaba la Historia, hasta que el tiempo enderezaba las cosas.

Sin embargo, resulta particularmente trágico el caso del autor que produce una gran obra, respecto de la cual pierde su crédito para siempre.

Así, uno de los alquimistas más grandes fue un árabe llamado Abú Musa Yabir ibn Hayyan (721-815). Cuando sus obras se tradujeron al latín, su nombre quedó trascrito como Geber, y de este modo se suele hablar de él.

Entre otras cosas, Geber preparó el albayalde, el ácido acético, el cloruro amónico y el ácido nítrico débil. Y lo más importante de todo, describió sus procedimientos con sumo cuidado, e instauró la forma (no siempre seguida) de hacer posible, para otros, el repetir su trabajo y comprobar por sí mismos que sus observaciones resultaban válidas.

Hacia 1300, vivió otro alquimista que realizó el más importante de los descubrimientos alquímicos. Fue el primero en describir la preparación del ácido sulfúrico, el más importante producto químico industrial empleado hoy, y que no se encuentra como tal en la Naturaleza.

Este nuevo alquimista, a fin de verse publicado, atribuyó su descubrimiento a Geber, y se publicó bajo este nombre. ¿El resultado? Que podemos hablar sólo de Seudo Geber. El hombre que realizó este gran descubrimiento es desconocido para nosotros por su nombre, tampoco sabemos su nacionalidad, ni siquiera el sexo, puesto que este hallazgo pudo también haber sido obra de una mujer.

Mucho peor es el pecado contrario, el de adquirir fama por algo que no es de uno.

El caso clásico se refiere al sacrificio de Niccolo Tartaglia (1500-57), matemático italiano que fue el primero en elaborar un método general para resolver las ecuaciones de tercer grado. En aquellos días, los matemáticos se planteaban problemas los unos a los otros, y su reputación descansaba en su habilidad para resolver aquellos problemas. Tartaglia pudo solucionar problemas que comprendían ecuaciones de tercer grado, y planteó problemas de dicha clase que los demás encontraban insolubles. En aquellos días resultaba algo natural el mantener secretos semejantes descubrimientos.

Otro matemático italiano, Girolamo Cardano (1501-76), consiguió con halagos que Tartaglia le cediese el método, bajo solemne promesa de guardar el secreto…, y más tarde lo publicó. Cardano admitió haber tomado aquello de Tartaglia, pero no lo dijo en voz demasiado alta, y el método para resolver las ecuaciones de tres incógnitas se sigue aún llamando regla de Cardano, incluso en nuestros días.

En cierto modo, Cardano (que era un gran matemático por derecho propio) se vio justificado. Los conocimientos científicos que son conocidos, pero que no se publican, resultan inútiles a la Ciencia en su conjunto. Es la publicación lo que hoy se considera crucial y la fama, por consentimiento general, es para quien lo publica primero y no para el primero que lo descubre.

La regla no existía en el tiempo de Cardano, pero si lo hubiésemos leído en aquel tiempo, el crédito también se le atribuiría de todos modos a Cardano.

(Naturalmente, cuando la publicación se retrasa, sin que esto sea culpa del descubridor, puede existir una trágica pérdida de crédito, y se han dado gran número de casos así en la Historia de la Ciencia. Éste, no obstante, es sólo un inevitable efecto lateral de la regla, que sigue siendo, en general, una muy buena.)

Se puede justificar la publicación de Cardano con mucha mayor facilidad que el hecho de que quebrantase su promesa. En otras palabras, los científicos pueden hoy no estar realizando ninguna deshonestidad científica y, sin embargo, comportarse de una forma solapada en los asuntos que se refieren a la Ciencia.

El zoólogo inglés Richard Owen estuvo, por ejemplo, muy en contra de la teoría darviniana de la evolución, sobre todo porque Darwin postulaba cambios al azar que le parecía que negaban la existencia de un propósito en el Universo.

Owen tenía derecho a mostrarse en desacuerdo con Darwin. Incluso también formaba parte de su derecho el discutir la teoría darviniana de palabra y por escrito. Sin embargo, resulta desaliñado escribir sobre el tema cierto número de artículos anónimos, y en dichos artículos citarse trabajos propios con reverencia y aprobación.

Como es natural, siempre resulta de lo más impresionante el citar autoridades. Resulta mucho menos impresionante citarte a ti mismo. Aparecer como si estuvieses haciendo lo primero, cuando realmente lo que estás haciendo es lo último, es algo deshonesto, incluso aunque se sea una autoridad aceptada. Se trata de una diferencia psicológica.

Owen creó demagogos y confeccionó discusiones antidarvinianas, para que hiciesen resaltar puntos emocionales o groseros que se hubiese avergonzado de realizar por sí mismo.

Otro tipo de imperfección surge del hecho de que los científicos son muy propensos a enamorarse de sus propias ideas. Siempre constituye un choque emocional el tener que admitir que uno está equivocado. Por lo general, uno se retuerce, forcejea y se agita en un esfuerzo para salvar la teoría propia, y se agarra a cualquier cosa mucho tiempo después de que los demás ya hayan cejado.

Esto es tan humano, que apenas requiere de comentarios, pero se convierte en algo particularmente importante para la Ciencia, cuando el científico en cuestión se ha convertido en anciano, famoso y honrado.

El ejemplo más característico de esto es el del sueco Jöns Jakob Berzelius (1779-1848), uno de los mayores químicos de la Historia, el cual, en sus últimos años, se convirtió en una fuerza poderosa de conservadurismo científico. Había elaborado una teoría de las estructuras orgánicas de la que no quería apartarse, y de la que el resto de los químicos no se atrevían a desviarse por miedo a sus rayos…

El químico francés Auguste Laurent (1807-53), en 1836 presentó una teoría alternativa, que ahora sabemos que estaba más cerca de la verdad. Laurent acumuló firmes evidencias en favor de su teoría, y el químico francés lean Baptiste Dumas (1800-84) se encontró entre quienes le respaldaron.

Berzelius contraatacó furiosamente y, no atreviéndose a colocarse él mismo en oposición al gran hombre, Dumas le retiró su primitivo apoyo. No obstante, Laurent se mantuvo firme y continuó acumulando pruebas. Por ello fue recompensado con ser puesto en la lista negra de los más famosos laboratorios. Se supone que contrajo la tuberculosis como resultado de trabajar en unos pobremente caldeados laboratorios de provincias y, además, falleció a mediana edad.

Una vez murió Berzelius, las teorías de Laurent comenzaron a ponerse de moda, y Dumas, recordando su primer apoyo a las mismas, trató ahora de reclamar más allá de su justa participación en el crédito, demostrando ser más bien deshonesto después de haber probado ser ante todo un cobarde.

El
establishment
científico resulta a veces tan difícil de convencer respeto del valor de las nuevas ideas, que el físico alemán Max Planck (1858-1947), gruñó una vez que la única forma de lograr avances revolucionarios en la ciencia aceptada, consistía en aguardar a que muriesen todos los científicos ancianos.

Luego existe también una cosa que podría llamarse exceso de ansias por realizar algún descubrimiento. Incluso los más firmemente honestos científicos pueden verse tentados al respecto.

Tomemos el caso del diamante. Tanto el grafito como el diamante son formas de carbono puro. Si el grafito se comprime con gran intensidad, sus átomos se transformarían en la configuración del diamante. La presión no necesita ser muy alta si la temperatura se eleva tanto que los átomos puedan moverse y deslizarse fácilmente. ¿Cómo, pues, conseguir la apropiada combinación de elevada presión y altas temperaturas?

El químico francés Ferdinand Frédéric Moissan (1852-1907) se dedicó a esta tarea. Se le ocurrió que el carbono se disolvería en cierta extensión en hierro líquido. Si el hierro molido (a temperaturas más bien elevadas, como es natural) se dejase solidificar, también se contraería. El hierro contraído puede ejercer una alta presión sobre el carbono disuelto, y la combinación de elevada temperatura y alta presión podrían constituir el truco. Si el hierro disuelto desapareciese, deberían encontrarse pequeños diamantes en los residuos.

Ahora conocemos con detalle las condiciones bajo las cuales el grafito se convertirá en carbono, y sabemos también, más allá de toda duda, que las condiciones de los experimentos de Moissan eran insuficientes para este propósito. Posiblemente, no hubiera llegado a producir diamantes.

Pero, en realidad, así lo hizo.

En 1893, exhibió varios pequeños e impuros diamantes y una astilla de un diamante incoloro, de medio milímetro de longitud, que afirmó haber fabricado del grafito.

¿Cómo era posible? ¿Estaría mintiendo Moissan? ¿O qué valor podía haber representado esto para él, dado que nadie, posiblemente, confirmaría el experimento y él mismo sabía que estaba mintiendo?

Incluso debió de haberse vuelto ligeramente loco con el asunto de los diamantes, y la mayoría de los historiadores de la Ciencia han preferido suponer que uno de los ayudantes de Moissan introdujo los diamantes como una broma hecha al jefe. Moissan picó, lo anunció y el bromista ya no pudo retractarse.

Más peculiar aún es el caso del físico francés René Prosper Blondlot (1849-1930).

En 1895, el físico alemán Wilhelm Konrad Roentgen (1845-1923) había descubierto los rayos X y, en 1901, recibido el Premio Nobel de Física. En aquel período se habían descubierto otras extrañas radiaciones: los rayos catódicos, los rayos canales, los rayos radiactivos. Tales descubrimientos condujeron a la gloria científica, y Blondlot ansiaba también conseguir alguna, lo cual es bastante natural.

En 1903, anunció la existencia de los «rayos N» (que denominó de esta forma en honor de la Universidad de Nancy, donde trabajaba). Los obtuvo colocando sólidos, tales como acero endurecido, bajo un esfuerzo. Los rayos podían detectar y estudiarse por el hecho (según decía Blondlot) de que brillaban en una pantalla de pintura fosforescente, que era ya débilmente luminosa. Blondlot alegó ver el brillo, y algunos otros afirmaron también poder hacerlo.

El problema principal era que las fotografías no mostraban el brillo, y que ningún instrumento, más objetivo que el ansioso ojo humano, respaldaba las alegaciones del fulgor. Un día, un espectador se metió sin ser visto en el bolsillo una parte indispensable del instrumento que Blondlot estaba usando. Blondlot, inconsciente de esto, continuó viendo el brillo y «demostrando» su fenómeno. Finalmente, el espectador sacó la pieza y un furioso Blondlot, intentó golpearle.

¿Fue Blondlot un falsario consciente? En cierto modo he llegado a creer que no. Que, simplemente, deseaba creer en algo de una forma desesperada… y así lo hizo.

Las súper-ansias de descubrir o probar algo puede llevar hoya realizar falsificaciones con los datos.

Consideremos, por ejemplo, al botánico austriaco Gregor Mendel (1822-84). Descubrió la ciencia de la Genética y elaboró, correctamente del todo, las leyes básicas de la herencia. Hizo esto cruzando plantas de guisantes verdes y contando la descendencia con diversas características. Así descubrió, por ejemplo, la proporción de tres a uno en la tercera generación del cruce de una característica dominante con otra recesiva.

Los números que obtuvo, a la luz del posterior conocimiento, parecen ser, no obstante, un poco demasiado buenos. Deberían haber estado más esparcidos. Por ello, algunas personas creen que encontró excusas para corregir los valores que se desviaban demasiado ampliamente de lo que había dado como reglas generales.

Eso no afecta a la importancia de sus descubrimientos, pero la materia que se refiere a la herencia se encuentra demasiado cerca del corazón de los seres humanos. Nos interesamos muchísimo más por la relación entre nuestros antepasados y nosotros mismos, de como lo estamos en los diamantes, las radiaciones invisibles y la estructura de los compuestos orgánicos.

De este modo, algunas personas están ansiosas por dar a la herencia una mayor porción de su crédito que respecto de las características de las personas individuales y los grupos de gente; mientras tanto, otros están ansiosos de conceder este crédito al medio ambiente. En general, los aristócratas y los conservadores se inclinan hacia la herencia, en tanto que los demócratas y los radicales se inclinan hacia el medio ambiente.
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