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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Divulgación científica

El Sol brilla luminoso (27 page)

BOOK: El Sol brilla luminoso
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Excepto que Constantinopla tenía el fuego griego. En 672 se empleó por primera vez, los navíos árabes ardieron, los marineros árabes fueron presa del pánico y Constantinopla se salvó. Y para aquellos que consideran importante que Europa siga siendo cristiana, esto fue una especie de milagro enviado por los cielos…

Cuando los árabes volvieron al asalto, en 717, sus navíos fueron de nuevo repelidos por el fuego griego y Constantinopla se salvó de nuevo.

El fuego griego fue empleado con ocasión de algún otro enfrentamiento naval en el siglo siguiente y luego, por alguna razón, dejó de emplearse aquella arma secreta que aún sigue inviolable.

Uno puede comprender la razón de por qué el fuego griego fuese secreto. Era una complicada mezcla química que los demás sólo veían cuando ya estaba ardiendo. Sin una muestra apagada para estudiarla, y con una tecnología química aún en estado embrionario, no es sorprendente que no pudiesen copiarla, o ni siquiera soñar en poder copiarla.

Pero tengo otra arma secreta en la mente, que era igual de aterradora y efectiva que el fuego griego y que, sin embargo, era tan simple que cualquiera podía ver de qué se trataba: cómo hacerla, cómo usarla y todo lo demás al respecto. Sin embargo, no era un arma realmente secreta, excepto que nadie (con una sola excepción a la que ya llegaré) la copió y adoptó. Meramente limitaron su reacción a ser derrotados por la misma.

Desde los tiempos prehistóricos, la mejor y más eficiente arma de largo alcance ha sido el arco y la flecha. (También estaba la honda, pero nunca llegó a ser algo de una popularidad comparable.)

El arco y la flecha era un arma tan simple y evidente, que resultaba muy difícil de mejorarla. La única cosa que podía hacerse era conseguir que la madera del arco fuese más rígida, y la cuerda del arco más fuerte, para que cuando se deformase, y luego se soltase, la vuelta a la normalidad fuese más rápida y la flecha enviada a mayor velocidad y, por lo tanto, a mayor distancia y con mayor poder de penetración. La dificultad consistía en que, cuanto más enérgicamente el arco se tendía para regresar a la normalidad, más difícil resultaba deformarlo en primer lugar. (No se consigue algo por nada.)

Hacia el año 1000, en Italia, se desarrolló una nueva clase de arco, uno que estaba confeccionado de metal, e incluso resultaba por completo demasiado rígido para ser tensado por un músculo humano. El arco metálico estaba, además, unido a un travesaño de metal (por lo que el arco, en su conjunto, parecía una cruz, y se llamó ballesta). El travesaño contenía una ranura en la que se metía la flecha metálica.

La cuerda del arco no era impulsada hacia atrás con la mano, sino por medio de una manivela unida al travesaño. El arquero daba vueltas a la manivela hasta que la cuerda del arco retrocedía lo suficiente, se fijaba en su sitio, se ponía la flecha en la ranura y soltaba la palanca, con lo que el dardo salía impedido con mucha más fuerza de la que conseguiría cualquier flecha ordinaria. Esta flecha tenía un alcance de unos trescientos metros y, a cortas distancias, podía penetrar en las armaduras.

Era un arma muy fácil de aprender su manejo y podía ser apuntada en cualquier posición. Se trataba de un arma en verdad temible y, en 1139, un concilio de la Iglesia prohibió su uso, por tratarse de algo demasiado horrible, por lo menos entre los cristianos. Se decidió que sólo podía legalmente emplearse contra los infieles. (Si se preocupa por este ejemplo de fanatismo, déjeme asegurarle que el edicto constituyó letra muerta. Los ejércitos cristianos, dejando de lado toda clase de prejuicios, emplearon la ballesta, liberalmente, contra otros ejércitos cristianos.)

No obstante, la ballesta tenía la desventaja de costar bastante tiempo volver a cargarla. Una vez había sido disparada, debía ser fijada de nuevo contra el suelo, o en cualquier otra posición firme, girar con lentitud la manivela hasta la muesca y colocar luego la flecha. Mientras se hacía todo esto, el ballestero era vulnerable al ataque del enemigo. (Seguimos aún diciendo de alguien, cuando ha agotado su talento, o su valor, o su habilidad, que ha «quemado su último cartucho», frase que procede, en realidad, de esta situación del ballestero tras tirar su flecha.)

Sin embargo, no estoy pensando en la ballesta como arma secreta. Fue adoptada con rapidez por otras naciones, que entrenaron a sus propias huestes o bien contrataron a mercenarios italianos.

El arma auténticamente secreta fue otra variedad del arco y la flecha; una que siguió siendo de madera, aunque aumentara en tamaño y en rigidez hasta requerir su empleo el límite de la fuerza humana. Se trataba del arco largo, así llamado porque tenía dos metros de longitud, o más, y disparaba flechas de un metro de largo.

El arco largo era más ligero que la ballesta, e incluso tenía aún mayor alcance, hasta cuatrocientos metros como máximo. Y algo aún más importante: el arco largo podía dispararse con gran rapidez. El arquero, tomando de su hombro las flechas metidas en un carcaj que llevaba a la espalda, podía disparar cinco o seis veces con gran exactitud, en el tiempo que tardaba un ballestero en volver a cargar.
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El resultado fue que, si se encontraban en un combate un número igual de arqueros largos y de ballesteros, lo más probable era que estos últimos acabasen acribillados.

En realidad, el arco largo fue el arma más mortífera y versátil que se vio en las guerras hasta el momento en que las armas de fuego se hicieron eficientes. Varios miles de arqueros que disparasen a la vez producían una nube mortífera, que caía desde el cielo entre silbante s sonidos, algo que, simplemente, resultaba imposible de resistir.

Si el arco largo tenía una desventaja táctica, la misma radicaba en ser un arma de largo alcance. Si el enemigo se acercaba lo suficiente a los arqueros largos, estos últimos podían ser abatidos. El truco consistía en acercarse lo bastante, y seguir aún con vida, algo que nunca se consiguió antes de poseer armas de fuego.

Y, sin embargo, ¿cómo pudo el arco largo seguir siendo efectivo? Todo el mundo podía ver de qué se trataba. A cualquiera le era posible copiarlo. A decir verdad, la mejor madera para el arco largo la constituye el tejo inglés, que no crece en todas partes, pero me atrevo a decir que hubiera podido también emplearse cualquier otra clase de madera, que hubiera resultado igual de eficiente.

Pues, entonces, ¿qué hizo a esta arma tan efectivamente secreta? ¿Qué impidió a las naciones que fueron derrotadas por el arco largo no adoptar dicha arma?

Dos cosas. En primer lugar existía el pequeño asunto del adiestramiento. El arco largo era rígido. Hacía falta un empuje de casi cincuenta kilómetros para tensarlo. Y años de entrenamiento y un fuerte par de brazos y de hombros para hacer retroceder la cuerda con un suave movimiento, para que la flecha se soltase con una fuerza mayor que el dardo de una ballesta, y sólo una nación se mostró deseosa de invertir en ese adiestramiento.

En segundo lugar, la ballesta podía ser manejada por cualquiera, de forma que los ballesteros eran adiestrados de una forma sencilla y fácil y, dado que eran más bien villanos, podían, en realidad, ser tratados sólo como villanos. Y siempre podían remplazarse.

Sin embargo, los arqueros largos, aunque eran igualmente de bajo nacimiento, constituían el producto de años de entrenamiento y no podían ser remplazados con facilidad. Tenían que ser mimados, conservados y tratados como una auténtica joya.

Sin embargo, un ejército en particular aristocrático podía encontrar psicológicamente difícil desarrollar un cuerpo de arqueros largos. Eran más capaces de perder una batalla reñida de forma caballeresca que de deber la victoria a la chusma.

El arco largo fue inventado en Gales en alguna época desconocida y también por un galés desconocido. Los porfiados combatientes galeses, habían resistido primero contra los sajones y luego a los normandos desde los tiempos del rey Arturo, pero, en 1272, Eduardo I ascendió al trono inglés. Se trataba del más capaz guerrero coronado desde Guillermo
el Conquistador
y tenía la intención de absorber a los galeses.

En 1282 comenzó una campaña de dos años en Gales y encontró el arco largo en manos enemigas. Afortunadamente para él, los galeses eran, relativamente, pocos en número y no empleaban esta arma en masa y con disciplina. Eduardo ganó la guerra, adoptó el arco y empezó a adiestrar a un amplio grupo de hombres para que empleasen apropiadamente aquella arma. (Fue la primera y última vez que un ejército adoptó el arco largo después de encontrarlo en manos de un enemigo. Nunca he visto que se le atribuyese a Eduardo I el crédito de esto.)

Una vez los galeses fueron conquistados, Eduardo I dirigió su atención a Escocia, que se encontraba en plena anarquía. Tras haber reducido a Escocia a un reino marioneta, los escoceses se rebelaron bajo William Wallace y, el 22 de julio de 1298, Eduardo I se enfrentó con Wallace en la batalla de Falkirk.

Los escoceses eran unos luchadores tenaces y valientes, y se enfrentaron a Eduardo con veinticinco mil piqueras, cuyas pesadas picas, o lanzas, los convertían en un formidable y macizo erizo. La caballería inglesa arrolló a la mucho menos numerosa caballería escocesa, pero no pudo hacer mella en las picas.

Eduardo I desencadenó entonces por primera vez su nueva arma. Sus arqueros largos, desde gran distancia, soltaron sus descargas y los piqueros escoceses se derrumbaron. No podían devolver el ataque contra un enemigo distante, y murieron a centenares. La caballería inglesa cargó de nuevo y los escoceses fueron barridos.

Durante algún tiempo pareció como si Escocia, al igual que Gales, quedaba bajo el dominio inglés. No obstante, a las órdenes de Robert Bruce, Escocia se rebeló de nuevo. El hosco Eduardo I tuvo que marchar hacia el Norte, en 1307, para enseñar a los tozudos escoceses otra lección, pero murió en ruta. Su hijo, el poco belicoso Eduardo II, retiró la invasión.

Sin embargo, la presión de los acontecimientos y la opinión pública forzaron a Eduardo II a invadir Escocia y, en Bannockburn, el 24 de junio de 1314, se encontró con las fuerzas de Robert Bruce. Entre la inteligente maniobra de Bruce y el manejo torpe de Eduardo de su propio ejército, el inglés acabó con sus arqueros largos amontonados detrás de su propia caballería.

La caballería inglesa no pudo conseguir un impacto sobre los piqueros escoceses, y los arqueros largos no pudieron disparar con claridad contra el enemigo. Cuando trataron de disparar por alto, por encima de la caballería propia, la maniobra fracasó y fueron los de a caballo quienes sufrieron las consecuencias.

Al final, resultó una aplastante victoria escocesa y quedó salvada la independencia de Escocia. Entre 1298 y 1547 —dos siglos y medio— hubo muchas batallas entre escoceses e ingleses, y los ingleses las ganaron todas, excepto la de Bannockburn. Y esa pérdida fue suficiente.

Pero el auténtico triunfo de los arqueros largos se produciría en Francia. Por razones en las que sería tedioso entrar aquí, el hijo de Eduardo II, Eduardo III, poseía unos buenos derechos al trono francés. Sólo había una «pega» seria en los argumentos genealógicos, y consistía en que el pueblo francés no deseaba un rey inglés, pero en aquellos días constituía algo que se consideraba irrelevante.

En 1337, Eduardo III declaró la guerra a Francia y, en 1340, ganó una importante victoria naval, con lo que consiguió el dominio del Canal de la Mancha. No obstante, no fue hasta 1346 cuando pudo reunir tanto el dinero como los hombres necesarios para invadir Francia. Intentó sólo una demostración, pero cuando trató de regresar a Inglaterra el ejército francés, en su persecución, le atrapó en Crécy, una ciudad cercana a Calais, donde el Canal de la Mancha es más estrecho.

El rey francés Felipe VI tenía unos 60.000 hombres, que incluían 12.000 caballeros armados y 6.000 hábiles ballesteros genoveses.

Eduardo III tenía sólo unos 12.000 hombres, pero los mismos incluían 8.000 bien entrenados arqueros largos. Éstos fueron cuidadosamente distribuidos a lo largo de la línea de batalla, con 4.000 caballeros relegados al papel menor de protegerles. Se excavaron unas trampas delante de la línea de arqueros largos para servir de ulterior protección, en el caso de que el enemigo llegase demasiado lejos.

Tan pronto como se presentó el ejército francés, los caballeros dieron los clamores de la carga para arrasar a aquella canalla inglesa, tan escasa en número, aunque era ya avanzado el día y hubiera sido más lógico aguardar primero a descansar durante la noche. Los ballesteros genoveses señalaron aquello y explicaron que acababan de finalizar una marcha agotada. Sin embargo, los caballeros (que iban a caballo), llamaron cobardes a los ballesteros y les ordenaron cargar.

Los ballesteros avanzaron hacia el ejército inglés, que se habían dispuesto con todo cuidado, para tener el sol de la tarde detrás de ellos, y que diera en los ojos de los atacantes genoveses. Aquellas flechas de un metro de longitud comenzaron a converger sobre los ballesteros antes de que pudiesen avanzar hasta el alcance de tiro de sus propias armas, y no tuvieron otra elección que retirarse a toda prisa.

Esto encolerizó a los caballeros franceses, que se lanzaron hacia delante en una línea desordenada, aunque no se les había dado la orden.

Luego se gritó:

—¡Echad a un lado a esos pícaros cobardes que impiden el avance!

La caballería se mezcló entonces con sus arcabuceros y lanzó a sus caballos contra los ingleses.

Los ingleses no se vieron enfrentados a un ejército sino a una multitud. Era una brava muchedumbre, puesto que los franceses cargaron seis veces, pero el valor no les ayudó lo más mínimo. Los arqueros cayeron en confuso montón. Antes de que se pusiera el sol, 1.550 caballeros franceses habían muerto sobre el campo de batalla, mientras que las bajas inglesas fueron insignificantes.

En opinión francesa, lo de Crécy fue un accidente, pero quedaron desengañados diez años después, cuando bajo el reinado del hijo de Felipe VI y sucesor, Juan II, un ejército francés atacó a otro inglés al mando del hijo de Eduardo III, el llamado
Príncipe Negro,
en Poitiers, el 19 de setiembre de 1356.

La batalla tuvo lugar, exactamente, en el mismo lugar que la primera. Los más numerosos ingleses emplearon a sus arqueros largos para derribar a los caballeros franceses.

Luego siguió una larga pausa. Tanto Eduardo III, muy débil a causa de su avanzada edad, como el
Príncipe Negro,
ambos murieron en 1377. El hijo menor del
Príncipe Negro
le sucedió como Ricardo II, y fue, finalmente, derrocado por su primo, que reinó como Enrique IV. Y que tuvo que enfrentarse a otras guerras civiles propias.

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