Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Ah, Frances, no sabía que estuvieras aquí—dijo. Titubeó por un instante, sonriendo, y luego la abrazó, apoyando la mejilla contra su pelo—. No teníamos ni idea de dónde te habías metido. Te marchaste. Nos abandonaste.
Pensamos que te habías hartado de nosotros y que nos habías dejado para siempre.
—No podría, desde luego —respondió Frances.
—Sí—dijo Julia—. Frances debe estar aquí.
El verano se prolongó y se relajó, respirando cada vez más despacio. Parecía haber tiempo por todas partes, esparcido alrededor como lagos poco profundos en los que uno puede entretenerse flotando: todo terminaría cuando regresaran «los críos». Los dos que ya estaban en la casona ocupaban poco espacio. Frances veía de vez en cuando a Sylvia tendida en la cama con un libro, al otro lado del pasillo, desde donde saludaba con la mano —«Ay, Frances, es una novela tan bonita»— o corriendo por la escalera en dirección a las habitaciones de Julia. O bien topaba con las dos —Julia y su amiguita Sylvia— cuando salían de compras. Andrew también pasaba horas tumbado en la cama, leyendo. Frances llamó a su puerta —con sentimiento de culpa, huelga decirlo—, entró al oír «Adelante», y no, en la habitación no había humo.
—Ah, eres tú, mamá —dijo Andrew con voz cansina, porque todo en él se había vuelto más lento, como el pulso de Frances—. Deberías confiar un poco más en mí. Ya no soy un adicto que va camino de la perdición.
Frances no cocinaba. Si encontraba a Andrew haciéndose un bocadillo en la cocina, aceptaba que preparase otro para ella o se ofrecía a preparar un par para ambos. Luego se sentaban a la enorme mesa, cada uno en un extremo, y contemplaban la abundancia: tomates procedentes de las tiendas chipriotas de Camden Town, henchidos de auténtica luz solar, nudosos e incluso deformes, pero cuando el cuchillo se hundía en su pulpa, la exuberante y salvaje magnificencia de su aroma inundaba la cocina. Comían tomates con pan ácimo y olivas, y a veces hablaban. Él dijo que esperaba haber acertado al escoger la carrera de Derecho.
—¿Tienes dudas?
—Creo que me especializaré en Derecho Internacional; ya sabes, los conflictos entre países. Pero debo confesar que sería feliz si pudiera pasarme la vida tirado en la cama, leyendo.
—Y a veces comiendo tomates.
—Julia dice que un tío suyo se pasó la vida leyendo en su biblioteca; y supongo que también controlando sus inversiones.
—Me pregunto cuánto dinero tendrá Julia.
—Un día de éstos se lo preguntaré.
Un desagradable incidente rompió la paz. Una noche, cuando Frances había subido a acostarse, Andrew abrió la puerta a dos chicos franceses que se presentaron como amigos de Colin, quien les había dicho que podían pernoctar allí. Uno de ellos hablaba inglés a la perfección, y Andrew dominaba el Frances. Se quedaron sentados a la mesa hasta muy tarde, bebiendo vino y comiendo lo que encontraron mientras se entregaban al clásico juego de las personas que quieren practicar el idioma de su interlocutor. El más silencioso sonreía y escuchaba. Por lo visto, habían trabado amistad con Colin en la vendimia, luego éste los había acompañado a casa, a la Dordogne, y ahora estaba recorriendo España en autostop.
Subieron a la habitación de Colin, donde dispusieron los sacos de dormir; no usarían la cama para molestar lo menos posible. No había nadie más cordial y civilizado que esos hermanos, pero por la mañana una confusión los condujo al baño de Julia. Se pusieron a tontear, quejándose de que no hubiera ducha, admirando la abundancia de agua caliente, disfrutando de las sales de baño y del jabón con perfume a violetas y haciendo mucho ruido. Eran cerca de las ocho: les gustaba partir temprano cuando viajaban. Al oír chapoteos y voces adolescentes, Julia llamó a la puerta un par de veces. No la oyeron. Al abrir se encontró con dos jóvenes desnudos, uno sumergido en la bañera, soplando pompas de jabón; el otro afeitándose. Siguió la previsible andanada de exclamaciones, siendo
merde
la más estentórea y repetida. Los chicos se encontraron ante una vieja con una bata de seda rosa y rulos en la cabeza, hablándoles en el francés que había aprendido hacía cincuenta años de una sucesión de institutrices francesas. Uno saltó del agua, sin molestarse en taparse con una toalla, mientras el otro se volvía con la maquinilla de afeitar en la mano. Como saltaba a la vista que los dos estaban demasiado desconcertados para responder, Julia se marchó, y ellos recogieron rápidamente sus cosas y huyeron a la cocina, donde Andrew escuchó la historia riendo.
—Pero ¿dónde ha aprendido ese lenguaje? —preguntaron—. Es del Antiguo Régimen, por lo menos.
—No. De la época de Luis XIV.
Bromearon de esa guisa mientras tomaban café, y luego los hermanos se fueron a hacer autostop por Devon, que a mediados de los sesenta era el sitio más movido después del marchoso Londres.
Sin embargo, Frances no rió. Subió a ver a Julia y no la encontró en su salita, impecablemente vestida y arreglada, sino en la cama, llorando. Al ver a Frances se levantó, tambaleándose. Entonces, Frances estrechó a Julia como si sus brazos tuviesen voluntad propia, y lo que hasta entonces se le había antojado imposible, de pronto le pareció lo más natural del mundo. La frágil anciana apoyó la cabeza en el hombro de la mujer más joven.
—No lo entiendo —dijo—. He llegado a la conclusión de que no entiendo nada.
Sollozando de una manera de la que Frances jamás la habría creído capaz, se soltó de sus brazos y se dejó caer sobre la cama. Frances se tendió a su lado y siguió abrazándola mientras lloraba y gimoteaba. A todas luces, el problema no se limitaba ya a la profanación de un cuarto de baño.
—Dejas entrar a cualquiera —balbuceó Julia cuando se hubo tranquilizado un poco.
—Pero Colin se alojó en su casa —respondió Frances.
—Cualquiera puede venir con ese cuento. En cualquier momento aparecerán unos gamberros americanos diciendo que son amigos de Geoffrey.
—Sí, es muy probable. Julia, ¿no cree que es bonita la forma en que viajan estos jóvenes, como trovadores...?
Quizá no fuera la comparación más acertada, porque Julia rió con amargura.
—Estoy segura de que los trovadores tenían mejores modales —repuso. Se echó a llorar otra vez y repitió—: Dejas entrar a cualquiera.
Frances preguntó si quería que llamase a Wilhelm Stein, y Julia respondió que sí.
La señora Philby estaba en la casa y quiso saber, como los osos del cuento:
—¿Quién ha dormido en la habitación de Colin?
Se lo dijeron. La vieja, de la misma quinta que Julia, iba igual de elegante y digna con su ropa modesta pero impecable —sombrero negro, falda negra y blusa estampada— y una expresión que negaba cualquier relación con un mundo creado sin su ayuda.
—Pues son unos cerdos —declaró.
Andrew subió corriendo y descubrió una naranja que había caído de una mochila y algunas migas de cruasán. Si esa cerdada bastaba para escandalizar a la señora Philby —aunque ya debería estar acostumbrada a esas cosas, ¿no?— ¿qué diría cuando viera el cuarto de baño, que Sylvia y Julia mantenían prácticamente impecable?
—¡Dios! —exclamó Andrew y corrió a inspeccionar el caótico escenario de agua derramada y toallas tiradas.
Ordenó por encima e informó a la señora Philby de que ya podía pasar, que sólo había un poco de agua.
Andrew y Frances estaban sentados a la mesa cuando apareció Wilhelm Stein, doctor en Filosofía y vendedor de libros serios. Se dirigió directamente a las habitaciones de Julia, sin entrar en la cocina, y luego bajó y se asomó por la puerta sonriendo con un aire ligeramente deferente, encantador; un anciano caballero tan perfecto como Julia.
—Supongo que le resultará difícil entender la educación de la que fue víctima Julia... Sí, lo expreso en esos términos porque pienso que la incapacitó para afrontar el mundo en el que vive ahora.
Tanto él como Julia hablaban un inglés estilísticamente perfecto, que Andrew contraponía al francés exaltado, abundante en exclamaciones y palabrotas, que había escuchado la noche anterior.
—Siéntese, doctor Stein —lo invitó Frances.
—¿No nos conocemos lo suficiente para llamarnos Frances y Wilhelm? Creo que sí, Frances. Pero no me sentaré, porque voy a buscar al médico. Tengo el coche fuera. —Cuando se disponía a salir, dio media vuelta y, como si pensara que no se había explicado adecuadamente, dijo—: Los jóvenes de esta casa, y te excluyo a ti, Andrew, a veces son bastante...
—Groseros —apostilló Andrew—. Estoy de acuerdo. Se conducen de un modo escandaloso —agregó en tono severo, y el doctor Stein acogió la pequeña broma con una inclinación de la cabeza y una sonrisa.
—Debo confesar que a tu edad yo también me conducía de un modo escandaloso. Era alborotador y grosero. —Los recuerdos se tradujeron en una mueca de disgusto—. Quizá no lo creas al verme ahora. —Sonrió otra vez, divertido ante el cuadro que sabía que estaba pintando, deliberadamente, con una mano sobre la empuñadura de plata de su bastón y la otra abierta, como diciendo: «Sí, debes aprender de mí»—. A quien me vea ahora le costará imaginarme... En Berlín estuve con los comunistas, con todo lo que eso implica. Con todo lo que eso implica —reiteró—. Sí, así fue. —Suspiró—. Nadie puede negar que los alemanes pasamos de un extremo al otro, ¿no? Bueno, Julia estaba en un extremo y yo en el otro. A veces me divierto pensando en lo que habría opinado de Julia a mis veintiún años. Y nos reímos juntos. En fin, tengo una llave de la casa, así que no hará falta que llame cuando vuelva con el médico.
En agosto se presentó en la casa un tal Jake Miller, que había leído un artículo en el que Frances se burlaba de modas exóticas como el yoga, el I-Ching, las enseñanzas del Maharishi, el Subud... El jefe de redacción había dicho que necesitaban una nota graciosa para la monótona temporada de verano, y por esa razón Jake Miller llamó a
The Defender
y le preguntó a Frances si podía ir a verla. La curiosidad había respondido afirmativamente par ella, y ahora aquel hombre de perenne sonrisa se hallaba en el salón con los libros místicos que había llevado de regalo. Las sonrisas de amor, paz y buena voluntad pronto serían obligatorias en los semblantes de los buenos, o mejor dicho de los jóvenes y los buenos, y Jack era un precursor, aunque no se contaba entre los jóvenes sino entre los cuarentones. Estaba en Londres para evitar que lo mandaran a la guerra de Vietnam. Frances se resignó a oír un discurso político, pero a él no le interesaba la política. La reclamaba como cómplice en el campo de la experiencia mística.
—Pero si escribí que todo eso es una patraña —protestó ella.
Él sonrió.
—Sé que lo hiciste sólo por obligación y que en realidad estabas comunicándote con aquellos que te entendemos —dijo.
Jake afirmaba poseer toda clase de poderes, como por ejemplo el de dispersar las nubes con sólo posar la vista en ellas, y en efecto, mientras miraban por la ventana a un cielo que se movía rápidamente, Frances vio que las nubes se disipaban.
—Es fácil —comentó él—, incluso para las personas poco evolucionadas.
Aseguraba que entendía el lenguaje de los pájaros y que se comunicaba con las mentes afines mediante la percepción extrasensorial. Frances podría haber objetado que evidentemente ella no era una mente afín, porque había necesitado telefonearle, pero aquella escena entre divertida e irritante llegó a su fin porque Sylvia entró con un recado de Julia..., recado que Frances no llegaría a escuchar. Sylvia llevaba una chaqueta de algodón con un estampado de los signos del zodíaco, que se había comprado por la única razón de que era de su talla, ya que por ser tan menuda le costaba encontrar ropa; de hecho, la chaqueta procedía de una tienda de ropa infantil. Tenía el cabello recogido en dos finas coletas, una a cada lado de su risueña cara. Su sonrisa se encontró con la del hombre, ambas se fundieron, y un instante después Sylvia estaba conversando animadamente con su nuevo y cordial amigo, que la instruía sobre su signo solar, el I-Ching y su posible aura. A continuación el afable americano se sentó en el suelo, y lanzó, sus palillos de milenrama para leerle el futuro, y Sylvia quedó tan fascinada con lo que le dijo que él prometió que le compraría el libro. Un montón de perspectivas y posibilidades que ella jamás había sospechado colmaron todo su ser, como si antes hubiera estado vacío por completo, y esa niña que hasta hacía poco había sido incapaz de salir de la casa sin Julia ahora se marchó confiadamente con Jake, de Illinois, para comprar tratados iluminadores. No regresó hasta una hora demasiado tardía para ella: pasaban de las diez cuando subió corriendo a las habitaciones de Julia. Ésta la recibió con los brazos abiertos, pero de inmediato los dejó caer y se sentó para mirar fijamente a la joven, a quien jamás había esperado ver en semejante estado de exaltación. Julia la escuchó parlotear en silencio, un silencio tan denso y reprobador que Sylvia se interrumpió.
—Ay, Sylvia, pobrecilla —dijo Julia—. ¿De dónde has sacado esas pamplinas?
—No son pamplinas, Julia, de verdad que no. Te lo explicaré, escucha...
—Pamplinas —repitió Julia, levantándose y dándole la espalda. Iba a preparar café, pero Sylvia, que interpretó su actitud como un frío gesto de rechazo, rompió a llorar.
Aunque la chica no lo sabía, Julia también tenía los ojos húmedos e intentaba contener las lágrimas. Que esa niña, su niña, la traicionara de esa manera... Porque se sentía traicionada. Entre las dos, la vieja y su pequeño amor, la niña a quien había entregado su corazón sin reservas y por primera vez en su vida —eso le parecía ahora—, sólo había desconfianza y dolor.
—Pero, Julia; pero, Julia... —La vieja no se volvió, y Sylvia corrió escaleras abajo, se arrojó sobre la cama y prorrumpió en sollozos tan fuertes que Andrew se acercó a averiguar qué le ocurría.
—Bueno, no llores más —dijo Andrew cuando hubo oído la historia—. No hay para tanto. Iré a hablar con la abuela.
Lo hizo.
—¿Y quién es ese hombre? ¿Por qué lo dejó entrar Frances?
—Hablas como si se tratase de un ladrón o un estafador.
—Es un estafador. Ha estafado a la pobre Sylvia y le ha sorbido el seso.
—¿Sabes, abuela? —dijo Andrew—, esas cosas, el yoga y todo lo demás, están de moda. Si no llevaras una vida de ermitaña, lo sabrías. —Pese a que hablaba en broma, se alarmó al ver la cara de tristeza de Julia. Aunque sabía muy bien cuál era el problema, decidió insistir en las trivialidades—. Oirá hablar de esos temas cuando vaya al instituto; no puedes protegerla. —Entretanto, se le pasó por la cabeza que él leía su horóscopo todas las mañanas, aunque naturalmente no creía una sola palabra, y que incluso había contemplado la posibilidad de ir a que le echaran las cartas—. Creo que estás haciendo una montaña de un grano de arena —se arriesgó a declarar y advirtió que ella por fin asentía y suspiraba.