El sueño más dulce (22 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El sueño más dulce
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Desde su llegada allí, Rose vivía poseída por una silenciosa ira ante la idea de que esa gente se arrogara el derecho de referirse a la casa como propia. Aquella casa magnífica, que parecía salida de una película, sus muebles, el dinero..., todo ello sólo constituía los cimientos de una angustia más profunda, un rencor amargo que nunca la abandonaba. El problema residía en la naturalidad con que aceptaban lo que los rodeaba, lo que daban por sentado, lo que sabían. Jamás había nombrado un libro —y durante un tiempo los había puesto a prueba mencionando títulos de los que ninguna persona sensata habría oído hablar— que no hubieran leído o que no les sonara de algo. Sabía que habían leído los libros que cubrían dos paredes del salón del suelo al techo. En una ocasión en que Frances la encontró allí, la desafió:

—¿De verdad has leído todos estos libros, Frances?

—Pues sí, creo que sí.

—¿Cuándo? ¿Tenías libros en casa cuando eras pequeña?

—Sí, al menos los clásicos. Supongo que todo el mundo los tenía en aquella época.

—¡Todo el mundo! ¡Todo el mundo! ¿Quién es todo el mundo?

—La clase media —respondió Frances, decidida a no dejarse provocar—. Y

buena parte de la clase obrera.

—¡Vaya! ¿Y cómo lo sabes?

—Compruébalo —repuso Frances—. No es difícil de averiguar.

—¿Y cuándo tenías tiempo para leer?

—Veamos... —Frances rememoró la época en que los niños eran pequeños y ella pasaba mucho tiempo sola, combatiendo el aburrimiento con la lectura, y recordó que Johnny le daba la lata para que leyera esto y aquello...—Johnny fue una buena influencia —añadió, repitiéndose una vez más que debía ser justa—. Ha leído mucho, ¿sabes? Los comunistas suelen hacerlo; tiene gracia, ¿no?, pero es verdad. Me animaba a leer.

—Todos estos libros... —murmuró Rose—. Nosotros no teníamos libros.

—Si quieres, puedes recuperar el tiempo perdido —sugirió Frances—. Toma prestados los que más te gusten.

La naturalidad con que abordaban esos temas enfurecía a Rose. Parecían estar al corriente de cualquier asunto que ella mencionara, ya fuese una idea o un hecho histórico. Estaban en posesión de una especie de banco de datos: preguntara lo que preguntase, ellos lo sabían.

Rose había tomado libros de los estantes, pero no había disfrutado con ellos. No porque fuese lenta leyendo —que lo era, aunque no le faltaba tesón y perseveraba en su empeño—, sino porque mientras leía la embargaba una especie de furia que se interponía entre ella y la historia o los conocimientos que intentaba asimilar. Porque esa gente gozaba de todo aquello como si lo hubiera heredado, mientras que ella, Rose…

Al llegar y encontrarse con la compleja magnificencia de Londres, Franklin había pasado varios días temeroso, lamentándose de haber aceptado la beca. Todo aquello lo abrumaba. Su padre había sido maestro de los cursos inferiores en la escuela de una misión católica. Los sacerdotes, al reparar en la inteligencia del chico, lo habían alentado y apoyado hasta el día en que habían preguntado a una persona rica —cuyo nombre Franklin jamás conocería— si estaba dispuesta a incluir a aquel niño prometedor en su lista de protegidos. Se trataba de un compromiso caro: dos años en Saint Joseph y después, con suerte, la universidad.

Cuando Franklin regresó a su aldea, tras su paso por la escuela de la misión, se sintió secretamente avergonzado de la situación de sus padres. De hecho, todavía se avergonzaba: unas cuantas chozas de paja en la selva, sin electricidad, teléfono, agua corriente ni retretes. La tienda más cercana estaba a siete kilómetros de distancia. En comparación, la escuela de la misión parecía un lugar lujoso. Más tarde, en Londres se había llevado una violenta impresión: estaba rodeado de tal riqueza, de tales maravillas, que la misión se le antojaba miserablemente pobre. Había pasado los primeros días en la ciudad con un afable sacerdote, un amigo de los misioneros que, consciente de que estaría conmocionado, lo había llevado en autobús y en metro a los parques, los mercados, los grandes almacenes, los supermercados, el banco e incluso a restaurantes, todo ello para que se acostumbrase, pero de allí había pasado a Saint Joseph, un lugar que semejaba el mismísimo cielo: edificios como escapados de un libro ilustrado rodeados de grandes campos verdes; chicos y chicas, todos blancos salvo dos nigerianos que le resultaban tan extraños como aquéllos, y profesores muy diferentes de los padres católicos; todos tan cordiales, tan amables... Hasta entonces ningún blanco lo había tratado con amabilidad fuera de la misión. Colin se alojaba dos puertas más allá, en el mismo pasillo. Para Franklin, su habitación estaba provista de cuanto cabía desear, incluido un teléfono. Se trataba de un pequeño paraíso, aunque había oído a Colin quejarse de sus reducidas dimensiones. Cada comida era un festín — la variedad, la abundancia de los platos—, aunque había quien se lamentaba de que siempre sirvieran lo mismo. En la misión comían casi exclusivamente gachas de maíz con distintas salsas.

Poco a poco brotó en su interior un poderoso sentimiento que a veces amenazaba con salir de su boca convertido en una retahila de insultos y acusaciones, aunque mientras tanto sonreía y se comportaba de un modo agradable y sumiso. «No es justo, no está bien, ¿por qué tenéis tanto y no sabéis valorarlo?» El que no tuviesen conciencia de lo afortunados que eran le dolía, lo ofendía, lo irritaba. Y cuando iba a casa de Colin, aquella casona que se le antojaba un palacio (por tal la había tomado la primera vez que la había visto) y que estaba llena de cosas hermosas, se sentía incapaz de hablar mientras los demás bromeaban y tonteaban. Observaba al hermano mayor, Andrew, y la ternura que prodigaba a la chica que había estado enferma, y se imaginaba en el lugar de ella, sentado entre Frances y Andrew, ambos tan afectuosos, tan cordiales... Después de la primera visita se sintió igual que cuando le habían ofrecido la beca. Era demasiado para él, no estaba a la altura, ni siquiera sabía para qué servían la mitad de las cosas: los aparatos de la cocina, los muebles... A pesar de todo volvió una y otra vez, y descubrió que en esa casa lo trataban como a un hijo. Johnny representaba un problema al principio. Franklin, que había estado en contacto con sus doctrinas y su estilo de discurso, había decidido que no quería saber nada de una política que lo asustaba. Los políticos lo habían exhortado a matar blancos, pero él había conocido la bondad gracias a los curas blancos de la misión —pese a que eran muy severos—, a un anónimo benefactor blanco, y ahora a la amable gente blanca del nuevo colegio y de esa casa. Y sin embargo padecía, penaba, sufría: la envidia lo corroía. «Quiero. Quiero eso. Lo quiero. Quiero...»

Sabía que no le convenía decir lo que pensaba. Las ideas que se agolpaban en su mente eran peligrosas y no podía permitir que afloraran. Tampoco las expresaba ante Rose. Ninguno de los dos compartía con el otro las macabras y ponzoñosas escenas que se desarrollaban en su cabeza. Aun así, les gustaba estar juntos.

Tardó mucho tiempo en dilucidar cuál era la relación entre aquellos individuos y si estaban emparentados o no. No le sorprendía que hubiera tantas personas sentadas alrededor de la mesa, aunque para hallar un paralelismo tuvo que retrotraerse a su aldea, donde se recibía con cordialidad a la gente que buscaba un plato de comida y un sitio donde dormir.

En la pequeña casa que sus padres tenían en la misión, compuesta por una austera habitación y una cocina, no había sitio para la informal hospitalidad de la aldea. Sin embargo, en casa de sus abuelos, donde solía pasar las vacaciones, en torno al gran tronco que ardía durante toda la noche en medio de la choza, dormían envueltas en mantas personas que no había visto antes y que probablemente no volvería a ver: parientes lejanos que estaban de paso o amistades con problemas que buscaban refugio. Sin embargo, esa afectuosa generosidad iba unida a una pobreza de la que se avergonzaba y que —lo que era aún peor— ya no conseguía entender. ¿Sería capaz de soportar aquello cuando regresase?, se preguntaba al ver la ropa de Rose apilada sobre la cama, o las cosas que tenían los chicos del colegio: no había límites para lo que poseían y lo que esperaban poseer, mientras que él disponía de unas pocas prendas que cuidaba celosamente y que sus padres habían comprado con un enorme sacrificio.

Por no mencionar los libros de la planta alta. En la misión había una Biblia, devocionarios y un ejemplar de
El viaje del peregrino
, que había leído mil veces. Solía leer con semanas de retraso los periódicos que apilaban en la despensa de la misión para forrar estantes o cajones. Guardaba como un tesoro la Enciclopedia infantil Arthur Mee que había rescatado de la basura de una familia de blancos. De pronto se apoderó de él la impresión de que los sueños de su infancia se habían hecho realidad en aquellas paredes tapizadas de libros del salón. Cogió uno, lo hojeó y el precioso objeto palpitó entre sus manos. Se llevaba algunos a su habitación, procurando que Rose no lo advirtiera, porque lo había escandalizado al aseverar: «Sólo fingen que leen, ¿sabes? No es más que una farsa.»

No obstante él se había reído, porque era lo que ella esperaba que hiciese: Rose era su amiga. Le dijo que la consideraba una hermana; y echaba de menos a sus hermanas.

Ese año celebrarían una Navidad auténtica, porque Colin y Andrew estarían en casa. A Sophie su madre le había dicho que, como no quería aguarle la fiesta, se iría a casa de su hermana. Estaba mejor: ya no lloraba constantemente y había empezado una terapia para «elaborar el duelo».

Puesto que Johnny pasaría una temporada en Londres entre un viaje y otro, supuestamente relevaría a Andrew en el cuidado de Phyllida.

Cuando Frances anunció que habría fiesta de Navidad, el espíritu de la frivolidad se manifestó de inmediato en las caras y los ojos de los jóvenes, así como en los chistes con que se burlaban del acontecimiento, aunque se esforzaban por moderarse para no quitarle la ilusión a Franklin. Estaba impaciente por participar en los festejos que anunciaban la prensa y la televisión y que llenaban ya las tiendas de deslumbrantes colores. También sentía pena, porque habría que hacer regalos y él disponía de muy poco dinero. Al ver que su chaqueta era demasiado fina y que carecía de jerséis de abrigo, Frances le había anticipado su regalo de Navidad: dinero para ropa. Lo guardaba en un cajón, y en ocasiones se sentaba en la cama y jugueteaba con él una y otra vez, como una gallina vigilando sus huevos. Tener esa suma de dinero en sus manos, sus manos, formaba parte del milagro que significaba para él la Navidad. Sin embargo, Rose abrió la puerta, lo vio inclinado sobre el cajón del dinero, se abalanzó sobre éste y lo contó.

—¿Dónde lo has robado?

Aquello se parecía tanto a lo que había aprendido a esperar de los blancos que tartamudeó:

—Pero amita, amita...

Rose, que no entendía a qué venía aquello, insistió:

—¿De dónde lo has sacado?

—Me lo ha dado Frances para que me compre ropa.

La cara de la chica se encendió de ira. Frances nunca le había ofrecido una suma semejante; sólo lo suficiente para un vestido de Biba y otro corte de pelo en Evansky.

—No necesitas comprar ropa —dijo ella.

Estaba sentada al lado de Franklin, tan cerca que las dudas de éste sobre sus posibles prejuicios raciales se desvanecieron. Ninguna persona de la colonia, ni siquiera los curas blancos, se sentaría tan cerca de un negro con esa actitud despreocupada y cordial.

—Hay cosas mejores en que gastar el dinero —añadió Rose. Se lo devolvió de mala gana y lo observó meterlo de nuevo en el cajón.

Esa noche Geoffrey les hizo una visita y se sumó al plan de Rose para equipar a Franklin. Al ingresar en la facultad de Economía, se había alegrado de constatar que el hurto de ropa, libros y lo que fuese que a uno le apeteciera se consideraba un medio válido para socavar el sistema capitalista. Pagar por algo era..., en fin, el colmo de la ingenuidad política. No, uno «liberaba» los objetos: la vieja jerga de la Segunda Guerra Mundial volvía a estar vigente.

Geoffrey acudiría a la fiesta —«Hay que estar en casa por Navidad»— y ni siquiera había prestado atención a lo que había dicho Franklin.

James dijo que estaba seguro de que sus padres no notarían su ausencia: iría a verlos por Nochevieja.

También estaría Lucy, de Dartington; cuyos padres se marchaban a China en una misión humanitaria.

Daniel, que debía regresar a su casa, pidió que le guardasen un trozo de pastel.

Habían recibido una conmovedora carta de Jill. Pensaba mucho en todos. Eran sus únicos amigos. «Por favor, escribidme. Por favor, enviadme dinero.» Sin embargo, su dirección no constaba en el sobre.

Frances escribió a los padres de Jill preguntándoles si la habían visto. Ya les había escrito con anterioridad para confesarles que no había logrado convencerla de que siguiera estudiando. En esa ocasión le habían contestado: «No se culpe, señora Lennox. Nosotros nunca conseguimos que hiciera nada de provecho.» Esta vez, la carta decía: «No, Jill no se ha dignado ponerse en contacto con nosotros. Le agradeceremos que nos avise si se deja caer por su casa. En Saint Joseph no saben nada de ella. Nadie sabe nada.»

Frances escribió a los padres de Rose para comunicarles que a su hija le había ido bien en el primer trimestre. La respuesta de los padres fue: «Quizá no lo sepa, pero no hemos tenido noticias de nuestra hija, de manera que le agradecemos su carta. El instituto nos envió sus calificaciones. Suponemos que usted habrá recibido una copia. Fue una agradable sorpresa. Rose solía jactarse —al menos eso nos parecía a nosotros— de las malas notas que sacaba.»

Sylvia también había hecho progresos. Esto se debía en parte al apoyo de Julia, pese a que se había vuelto menos incondicional en los últimos tiempos. Sylvia había subido a hablar con ella otra vez, y con voz temblorosa por el afecto y las lágrimas, había suplicado: «Por favor, Julia, no siga enfadada conmigo. No puedo soportarlo.»

Se habían fundido en un abrazo, y la intimidad entre ellas se había reinstaurado casi por completo. Casi. Un pequeño resquemor enturbiaba la felicidad de Julia: la chica había dicho que «quería ser religiosa». Las historias de Franklin sobre los jesuítas que lo habían rescatado la habían conmovido profundamente, tanto que había decidido convertirse al catolicismo. Julia le contó que sus padres la habían mandado a misa los domingos, pero que «prácticamente no había pasado de ahí». No obstante, suponía que aún podía considerarse católica.

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