Ángeles Alarcón, una mujer que se gana la vida haciendo pequeños arreglos y remiendos entre sus vecinas, pasea una tarde de agosto por la Gran Vía de Madrid. Frente a ella, en la otra acera de la calle, le sorprende la maniobra de colocación de un gran cartel de cine que ocupa toda la fachada del edificio. Allí aparece el chico más guapo del mundo, Marcos Caballero, el protagonista de la película de moda, Los días más felices. A partir de ese momento la existencia de Ángeles dará un giro radical: desatiende sus labores, acude el día del estreno para ver a Marcos de cerca, comienza a recortar todas las fotos y reportajes que de él aparecen en las diferentes revistas —hasta llegar a coleccionar 450 imágenes—, le sigue a las fiestas, averigua su dirección y comienza a espiarle para entender su rutina diaria. Así hasta que consigue entrar a trabajar como asistenta en su casa. Ángeles dejará de ser un fantasma para convertirse en una mujer visible, y ese será el momento en que la vida de ambos se cruce por vez primera y en el que uno empiece a entenderse en el otro. Pero la vida de Ángeles esconde tantos secretos como los que todas las mujeres de su familia han tenido que guardar para ser felices...
Màxim Huerta
El susurro de la caracola
ePUB v1.1
Mística25.11.11
A mi abuela Irene, que cocinaba siempre dulce.
A mis amigos, con los que comparto vinos, chimeneas, veranos y mensajes
«Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.»
Lucas 2, 19
«Y aquella vez fue como nunca y siempre:
vamos allí donde no espera nada
y hallamos todo lo que está esperando.»
PABLO NERUDA
«¿Ahí está el mar? Muy bien, que pase.
Dadme la gran campana, la de raza verde.
No, esa no es, la otra, la que tiene
en la boca de bronce una ruptura,
y ahora, nada más, quiero estar solo
con el mar principal y la campana.
Quiero no hablar por una larga vez,
silencio, quiero aprender aún,
quiero saber si existo.»
PABLO NERUDA
En la cárcel me han dicho que me quede calladita. Que cuente hasta diez y me mantenga en silencio. Uno, dos, tres, cuatro… Tal vez es el momento de ser por una vez lo que no he sido en toda mi vida, una mujer prudente. Cinco, seis, siete, ocho… Por eso, esta mañana, cuando me desnudaron para hurgarme en todos los agujeros de mi cuerpo, sentí también que acababan de hacerme la radiografía de mi vida. «Calladita estás más guapa, desnúdate y abre las piernas sin decir tonterías», fue lo primero que me soltó la uniformada. La miré con asco, con el mismo asco con el que siempre he mirado a los hombres porque todas las palabras me sonaban de viejo. Me quité el vestido manchado de mermelada, me bajé las medias, las bragas, me liberé del sujetador y en ese instante, desabrigada frente a dos mujeres armadas y cuando en el reloj de mi madre marcaban las doce horas del día de Todos los Santos, decidí que había llegado el oportuno momento de cuidar de mí misma. Y diez.
En casa me había dejado las ventanas abiertas conscientemente para que entrara aire, para que se llenara de oxígeno lo que llevaba años almidonado en el calendario de la rutina. Sobre todo para que se fuera el olor a alpiste y a pis de gato. No lo soporto, es increíble con qué fuerza se queda esta peste almacenada en las sienes y cuánto cuesta quitársela de encima, es —no quisiera escribir esto— un tufo a miseria que retrató mi vida durante años. El periquito no consiguió hablar a pesar de ser una preciosidad de colores, verde y amarillo, y eso que me había pasado horas y días sentada frente a él, metiendo el dedo untado en mantequilla para que el pobre bicho se hiciera amigo íntimo mío y repitiera su nombre de una puñetera vez. Si debo explicar el porqué de la insistencia con el animal, es porque fue mi única compañía durante días, semanas… Debía de impresionarle demasiado porque me miraba fijamente y movía el cuello dudando de mi constancia, se mojaba el pico en mi dedo, lo pellizcaba y agarrado al palo con sus patitas débiles volvía a sus ejercicios físicos de escepticismo. Qué ilusa. No aprendió nada y empecé a ponerme pasta de dientes en los dedos para que diferenciara los días amargos de los dulces. Ni con esas. Probablemente fuera sordo. O yo una obtusa. Incapaz de distinguir dulce de salado. El periquito cauterizaba mi fe en la enseñanza ornitológica con su simulado, espero, pasotismo. Así me pasaba horas, oliendo a alpiste reseco. Más tarde vino el gato, un minino que parecía bobo pero que se hizo a los dos días con el mejor espacio de la casa, el hueco entre el sillón y el balcón donde tendía la ropa. Era la zona más fresquita. Allí junto a las cortinas colocó su morro cazador y vigilaba al periquito, meaba y hurgaba en la arena. Concluyo: también olía a pis. Probablemente, he tolerado a los bichos porque en su día fueron regalos de Gonzalo, cuando llegaba a casa armado de cansancio y de sudor y limpiaba la falta de besos con un gato roñoso y un periquito de feria. Por eso aquí no me ha dolido sentirme violentada ante las funcionarias, su actitud fue infinitamente más cariñosa que la de él, a pesar del ímpetu de la rutina con que me tocaron. Supongo que para eso me he estado acostumbrando al desapego familiar. De hecho la aversión que me provocaba su presencia en la cama se hizo invisible si yo quería. Aprendí pronto dos cosas: que el amor se puede simular y que los cuerpos son ajenos a los pensamientos. Es complicado decir con precisión, pero en mi caso conseguí dejar mi cuerpo en la cama sobornado a su lado hasta que concluyese sus cosas y salir a pasear por los tejados como una
Mary Poppins
para saltar libre y despreocupada entre los edificios o imaginar que me probaba ropas de las que había memorizado en los escaparates. Tal vez no se me ha entendido, pero mi cuerpo era mi cuerpo cuando yo quería.
La cárcel protege, estoy segura. Tanto que ya no huele a pis ni a alpiste y es mi primera victoria.
Abrigada en la celda he empezado a sacar mi colección de fotografías. Los álbumes en los que acumulo exactamente cuatrocientas cincuenta fotos plastificadas de mi idolatrado Marcos Caballero; son las fotos que he ido guardando y recopilando de mi actor favorito. La mayoría son de entrevistas que le han hecho en revistas, cosas de moda y anuncios en los que aparece. Unas veces mejor, otras peor. No puedo ser objetiva, siempre está absolutamente maravilloso. En ocasiones no le sacan tan guapo como es, pero debe de ser culpa de los fotógrafos. A veces está resultón, con ese aspecto de buena gente que le envuelve; arrollador cuando aparece de traje, más o menos expresivo si se lo propone con la mirada, cabreado o sorprendido si le pillan los
paparazzis
, pero siempre como un dios, mi Dios. ¿He dicho que son cuatrocientas cincuenta fotos de mi protegido? He sido una obsesiva guardando todas sus imágenes, meticulosa hasta decir basta porque la paciencia a veces la domino. He ido seleccionando aquellas en las que sale guapo o las que retratan momentos de su vida que considero importantes. Por eso hay miles de recortes que he ido tirando, porque estas que tengo plastificadas son las importantes, las que relatan su vida. Me tiemblan las manos de pensarlo…
El otro día conseguí una foto que no tenía contabilizada, una que ni siquiera sabía que existía entre su filmografía. Aparece absolutamente etéreo. Como un niño el día de su primera comunión. Digo el otro día pero creo que fue hace un mes o dos, no sé muy bien. Está posando con unas caracolas de mar de diferentes tamaños y tiene una en la mano, una más especial. En general, casi todos los días he reordenado las fotografías minuciosamente hasta acabar agotada en el recuento. Al fin y al cabo, es mi tesoro fotográfico y por eso he ido tratándolas con mucho cuidado. Es que no quiero que se me estropeen, me moriría, por eso algunas las tengo repetidas y son con las que me manejo para verle y sentirle cerca. Para tocarlas.
Simplemente repasar sus gestos a lo largo de toda su carrera, foto a foto, me ha bastado para que no sea un desconocido, para tenerle localizado y para saber el punto exacto en el que estaba su corazón. Mirándole he aprendido a distinguir cuándo estaba enamorado y cuándo no. No, no estoy loca, cuatrocientas cincuenta fotografías son pocas comparadas con las horas que no le he visto de cerca y que lo he tenido alejado de mí. Todo no ha sucedido ante mis ojos, ¡maldita sea! Yo querría haber sido testigo de toda su vida. Haber estado en todas sus clases de teatro, en los cumpleaños, haber abierto con él los regalos, ser la compañera de sus primeros secretos, de sus viajes, de los besos… o de los miedos.
Me he ido conformando la mayoría de las veces con verle a través de las fotos. Sobre todo ahora que estoy en la cárcel…
He desplegado sobre la cama dos carpetas en las que he guardado su vida separada por bloques: en una he guardado aquellas en las que aparece solo y en la otra, aquellas en las que está acompañado, esas las he ido separando. Justo en esta última carpeta es donde está la foto del otro día. La de las caracolas. Yo sabía que estaba extraño, como una desgana de enfado que le hacía tener la mirada perdida, se le nota mucho en la foto, y eso que últimamente he observado que siempre se pone gafas de sol para todo y hacen invisible su desánimo. Por eso tuve que empezar a fijarme en sus manos, en cómo las colocaba y si las agarraba fuerte o las escondía en los bolsillos. Su pose favorita es cruzado de brazos como abrazándose a él mismo.
En la cabecera de la cama, justo bajo el colchón de la litera de mi compañera de celda, he puesto con celo una foto de la primavera, es cuando suele estar más guapo de todo el año, se le nota relajado y ausente de problemas como si el año empezara ese mismo día con alguna novedad. En la primera fotografía que he pegado en la pared tiene la sonrisa auténtica, no la que pone postiza para los fotógrafos, tan mentirosa y absurda; la que se ve en este retrato es real, feliz, abiertamente feliz. Alrededor he ido desplegando otras parecidas, no siempre sale bien, pero a mí me gusta incluso cuando se le nota turbio y distraído o cuando le pillan de improviso y sale como enfadado sin estarlo. He ido coleccionando todas sus fotos haciendo una cuidada selección de las mejores y descartando las pequeñas o las excesivamente repetidas. Tengo un primer plano del estreno de la primera película, que es mi favorita, también una en la que sale girado hacia su hombro y que se le ve tan dichoso como radiante. Y otra con gafas de sol. Y una con los brazos estirados como queriendo volar que me hartaría a besarlo. Y la del balón de playa. Y la del sofá rojo. Y en la que está disfrazado de espadachín. Y… Y… Me hace mucha gracia una serie de tres retratos en los que simula a los monos de la sabiduría, con las manos en la boca, con las manos en las orejas y la tercera queriendo taparse los ojos a modo de guiño. En el tablón de corcho he colgado una en que se le adivina sosegado ante la cámara, va vestido de camiseta y vaqueros, y aparece acurrucado en la alfombra de su casa. Al lado he puesto la del traje azul clarito que llevaba el día que salía del restaurante con los directores y una chica. Así he ido cubriendo todo el corcho con fotografías, sin dejar huecos, montando un tapiz con sus miradas. Una junto a otra según el orden con el que las he ido coleccionando para vigilarle de cerca. Es mi única tarea desde hoy, ir poniendo y quitando fotos para mejorar este escenario en el que me han metido y hacer fácil el paso de los días. Puede parecer engorroso, pero no tengo nada más que hacer, ni quiero, la verdad. Me tocará ganarme el cariño de las guardianas porque únicamente espero —y esto es de vital importancia— que me sigan trayendo las revistas. De hecho, lo que me gustaría es ser la encargada del economato o de la biblioteca, me he enterado de que existen varios reclusos incorporados al trabajo, «socialmente útil» dicen, dentro del recinto penitenciario y así me puedo evitar que sea una odisea tener que arrancar todas las fotografías que salgan en las revistas. He escuchado que hay un módulo que llaman de respeto en el que todo es distinto a éste en el que me han metido esta mañana y en el que el trato es mejor y en el que la limpieza y el orden es fundamental. Haré todo lo posible desde hoy para que me cambien.