Esa misma noche, en la cama, no dejé de dar vueltas, incómoda por el calor. Estaba totalmente desvelada, con una losa que me aplastaba las pocas fuerzas que siempre tengo. (Las pocas fuerzas que en ese momento me quedaban.) Hubiera sido la mujer más feliz del mundo si esa noche hubiera dormido con él a mi lado. Claro. Pero no. Si lo pienso, tampoco hubiera dormido. Lo que deseaba era que se hiciera de día para volver a escaparme a la Gran Vía y seguir mirándole aprendiendo de él hasta que se hiciera el día del estreno. Encendí la luz varias veces, la cámara estaba en la mesita de noche, esperando ser revelada. Él estaba capturado dentro. Moviéndose en pequeñito por el carrete. Un guiñol chiquito que me miraba. Caminando minúsculo en color…, todo esto pasaba por mi mente, rápido, como alucinada por el insomnio. Estaba agotada, tenía que dormirme por necesidad. Giré diez mil veces en la cama, suplicándole a Dios por él como si quisiera decirme a mí misma que yo sola no podía conseguirlo. Soñé con Marcos toda la noche sin llegar a cerrar los ojos.
Sonó el despertador sobre las siete, sentí que no había descansado casi nada porque vi pasar todas las horas y todos los minutos en la manecilla del reloj fluorescente... Tenía la boca seca y la camiseta pegada a la piel, llena de marcas calco de las arrugas de las sábanas. Quizá debía anular las citas con las vecinas, pero me lo quité de la cabeza con una ducha fría que me volvió al principio de los tiempos, alejándome de aquella postración. Resultó que mi vida había girado de golpe con una fotografía del tamaño de un edificio (¿o debería decir del universo?), pero me había provocado un decaimiento físico que nada tenía que ver con la bombona de optimismo que había crecido en mi cabeza.
Esa mañana me esperaba la rutina de la visita a las vecinas para hacerles la manicura, la pedicura, y asearles la ropa con remiendos y dobladillos como cada día desde que llegué a Madrid. Había heredado la máquina de coser Singer de mi abuela y era mi sustento para pagarme la luz y la comida. Quiero decir que me estaba convirtiendo en ellas, que me estaba convirtiendo en mi madre, de la misma manera que mi madre se había convertido en su madre y yo, en mi abuela. Te lo venden como una semejanza con la familia, como que todos nos acabamos pareciendo, pero no es más que la cadena genética imposible de romper. Una se queda suscrita a sus genes como pegada al destino y no hay manera de emprender la huida por otro camino, se hace imposible. Descubrí que a mí se me había hecho imposible y que la Singer me había colocado en mi misión. Mi mundo. Mi territorio diario era un barrio en el que algunos días de invierno nos quedábamos aislados por la falta de transporte y los días de verano, como este, nos veíamos abocados a asomarnos a los balcones en busca de aire. Recuerdo que las gallinas en el corral de mi madre se asomaban al pienso igual que ahora nos asomábamos nosotros en los patios de luces, buscando la vida. Yo tenía diez años, ahora bastantes más. Pero, igual que entonces, cuando no conciliaba el sueño, tenía que levantarme e ir a la ventana para buscar la luna en el cielo a modo de sosiego. Quién me iba a decir que aquí en la celda me provocaría el mismo efecto, como si en el fondo el satélite no hubiera dejado de ser una gran pastilla para dormir.
Las personas más cercanas a mí eran la Teresa y la María Luisa. Quedaban en casa de la primera, que tenía un salón más grande, para que yo les arreglara los pies y las manos. De este modo tenía conversación y dinero. Ellas me organizaban la agenda y me buscaban casas para ir a arreglar desechos de ropa que ni yo misma me pondría y que yo zurcía a regañadientes. A veces tenía suerte y me encontraban encargos de «señoras»: recomponer cortinas, remendar batas o cabecear toallas de puntilla. Las «señoras», así las llamaban con retintín, pagaban mejor y se quejaban menos.
—Esta no ha tenido suerte con sus hermanos, qué cosas, con lo bien preparado que dejó todo su padre —murmuraba la Luisa, siempre cotilla, a la Tere mientras yo le sujetaba la mano derecha en mis rodillas.
—¿La del octavo? Está perdidica.
—A mí no me extraña, no debía haber aceptado, con el sargento de marido que tiene.
—Lo decide todo. Once veces, exactamente, les he visto reñir en la escalera.
—Él tiene un temperamento… ¡Con lo pequeño que es! —Cambió el tono de voz—. Ponme el rojo fresa ese del otro día.
—No me lo he traído —contesté asida a su mano.
—Pues venga, el que lleves. Pero me cobras lo mismo.
—Oye, podíamos ir al cine —soltó la otra.
Casi quité las manos de sus manos, como si hubiesen descubierto mi nuevo secreto. Me había quedado agarrotada frente a la Luisa con la lima de uñas en su anular, evitando el olor a pies de la otra, que se acababa de descalzar.
—Coge el periódico, Tere, mira a ver qué echan nuevo.
—¿Has visto alguna buena? —me preguntó.
—No. No voy al cine desde hace no sé cuánto…
—Pues esta tarde miramos algo, Luisa. Una de chicos guapos.
—Qué boba eres. —Y se echó a reír.
Recordé la fachada del cine Avenida.
Los días más felices
. No sé qué extraño escalofrío me daba el recomendar la película, como si me fueran a arrebatar al chico, como si fuera la única que hubiera visto el cartel.
—Tienes que llevarte una bolsa que te he dejado en la cocina —me recordó la Luisa—. Son coquitos. Ya sabes que cuando me pongo a hacer no paro.
—A mí también me das unos pocos…, que sabes que me gustan.
—Vale. Luego los cojo —le dije—. Si quieres te arreglo la cocina.
—Pues mira, sí, que la he dejado hecha un cisco.
—Yo me hice ayer un pollo con mostaza que leí en la revista… ¡Fácil decían que era! ¡Esos no lo han hecho nunca! Además, yo no uso nunca los chismes estos.
—¿Qué chismes?
—El microondas.
—Si es fácil.
—Será para ti, chica, que eres moderna.
—Yo guardo las recetas, me las recorto —les dije sin levantar la mirada de las uñas de la Luisa—. No están mal.
—Pues serás la única, porque las recetas de las revistas siempre son unas jeringonzas de no te menees.
Acabé con la Luisa y me puse con la Tere, que había estado mirando la cartelera en la mesa camilla.
—Echan una del vasco ese, el que hizo la de las mariposas.
—¡Esa nos gustó!
—Hay una de Maribel Verdú. Será buena. Seguro que se meten con Franco.
—Será de la Guerra Civil, eso es lo que será. Quita, busca otra.
—
Los días más felices
, es nueva. En el Avenida. Así nos tomamos un algo en el Nebraska, nos pilla bien.
Callé.
—Se te ha caído algo del bolso… —me dijo la Luisa cuando me levantaba.
—¿Una cámara de fotos? ¿Dónde vas con cámara de fotos?
Antes de contestar abrí la bolsa de los coquitos y probé uno.
—Están buenos. Me tienes que dar la receta.
—¡Pero si te la sabes de memoria! Anda, cóbranos y llévate los encargos, están en la entrada. Y deja, que ya haré yo la cocina.
—Hasta mañana.
—No, mañana no vendré.
A partir de entonces, me convertí en una embustera. La idea de que podía conocerle no me dejaba concentrarme. Así fue, el día del estreno llegué la primera a la barrera que habían puesto en la acera del cine, me quedé pegada a la espera en la parte derecha evitando así el golpe de sol que daba de espaldas, por eso busqué el punto con mejor visión y menos solana. Me llevé una bolsita con galletas dulces y una botella de agua en el bolso para soportar la espera, la metí en el congelador la noche anterior y así, convertida en un bloque de hielo, podía aliviarme todo el día de canícula veraniega. Los de seguridad me sacaban de quicio con su exceso de profesionalidad porque cada diez minutos me recordaban que «eso» empezaba a las diez de la noche, que quedaba mucho, que si iba a esperar allí mientras organizaban las puertas y pegaban al suelo una alfombra roja que parecía de fieltro. A todo les decía que sí, que yo me quedaba, que había llegado de lejos, que se olvidaran de mí, que no quería perderme «eso». Las nueve de la mañana podía parecer muy pronto para estar rondando la entrada del Avenida, pero era la única forma de no estar comiéndome las uñas, o mejor dicho, de no estar haciéndoselas a María Luisa y a Tere, las vecinas que tenían cita aquella mañana otra vez. Les dije que estaba enferma y dejé las persianas semibajadas. El Día Uno de mi nueva estrategia no podía haber empezado mejor. Una de las hijas de la Tere, al cruzármela en la parada de metro, me preguntó y le dije que me iba al ambulatorio, que tenía las tripas revueltas desde la noche anterior.
—Es esta calor que mata, entre el resol del día y que no se puede estar en estos pisos, me estoy finiquitando…
—Mejórate —me dijo—, ya le diré a mi madre que te vas al médico, que no vendrás a casa hoy.
Me aseguré de poner gesto de angustia al decirle adiós a la muchacha. Iba con mi blusa turquesa y mi falda nueva, una que me hice con los retales de un pantalón del marido de la Luisa, que siempre tenía telas de sobra. Puede parecer extraño, pero, arreglada para ir al médico, no levantas sospechas porque las mujeres de mi barrio siempre nos hemos arreglado para ir al ambulatorio o para ir al centro, tanto vale.
El público empezó a llegar sobre las ocho y media de la tarde, en su mayoría niñas y madres, jovencitos, todos fans del chico de papel. El griterío empezó en ese momento, surgía de forma improvisada en cuanto alguna enloquecida avistaba algún coche que se paraba a las puertas del cine y sospechaba que podía llegar. Primero me entraba risa porque parecía que gritaban «¡Tierra!» y decenas de grumetes se ajetreaban en cubierta en busca de Marcos. Sucedía cada cinco minutos sin más motivo que la sensación de su llegada inminente, como si las ganas de su presencia nos hicieran verle en todos los que se acercaban rodeados de gente vestida de traje. Me dije: «¿Pero qué coño estoy haciendo aquí?». Estaba en la puerta del cine, tenía calor, estaba llorando como una niña, no sabía si era el mejor lugar del mundo, me preguntaba qué hacer, si escapar o quedarme. El caso es que cada vez sentía menos vergüenza, se me evaporaba ese pudor molesto de verme en la concentración de admiradoras. Porque, no sé cómo, la segunda vez que empezaron a alborotar de nuevo con su nombre me uní al griterío para liberarme de las tensiones. Rugíamos sin control, escandalizando a los que pasaban por la Gran Vía, que nos miraban atónitos, unas veces aplaudíamos y otras nos daba por dar vivas que parecían bramidos animales. Era la forma de sentirme una más del grupo, aunque lo que quería, lo que me pedía el cuerpo, era echarlas a todas de un rugido y quedarme yo sola con él a las puertas del cine. Quizá había más y mejores admiradoras de Marcos Caballero, pero yo me sentía obviamente única, le acababa de encontrar y tenía mil y una razones mejores para quererle. Mil y una razones para que me quisiera. Era mi actor favorito.
A una de las chicas se le cayó una foto al suelo, era similar a la del cartel, parecía de aquellos promocionales de mano que guardaba mi abuela en la despensa con caras de famosos de Hollywood o retratos de escenas míticas del cine en tecnicolor. Me agaché entre la marabunta de niñas y me la guardé en el bolsillo izquierdo. Esa fue mi primera foto de la colección. Aún tenía por revelar las que hice del cartel.
—Qué guapo es, ¿eh? —dijo una de las crías a mi lado—. Es ideal.
—Es ideal —repetí.
—Eh, mirad quién viene también… Es uno de la película.
—Qué flaco.
—Pero, tía, de qué vas, está buenísimo.
—A Marcos me lo follaría.
—¡Me lo como!
—¡Marcooos!
Una tras otra encadenaban comentarios acerca de su culo y de su cuerpazo sin ninguna moderación. Era la primera vez que escuchaba semejante retahíla de piropos chuscos en niñatas de coleta y minifalda. Todas me parecían iguales, amantes novatas del actor de aspecto primerizo y muy muy muy chillonas. No cesaban de gritar, hambrientas y febriles, levantando los brazos y compitiendo en osadía con las compañeras. El alboroto iba y venía desde la canallesca instalada en la primera fila hasta contagiarse a todas las muchachas del final, que, en peor sitio, esperaban ansiosas la llegada de la estrella. Yo al principio me vi ridícula y solitaria entre el bullicio de gatas, pero la emoción se sostiene a veces en pilares firmes que apenas tiemblan. Por eso me uní al fandango de las niñas sin rubor.
—¿Te gusta? —me dijo una de ellas, molesta ante mi privilegiado lugar en primera fila.
—Supongo que igual que a ti.
—Eres la fan más mayor que conozco, qué guay.
Ha querido decir «vieja», pensé.
—A nosotras nos encanta, nos encanta. Me lo como. Marcos: el más guapo, ¡mira qué ojazos tiene!
—Verdes.
—Es un verde superespecial —matizaron.
—Y tan especial.
—¡Y qué culazo, tía! ¡Hello, Marcooos!
—¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa? —me dijo una de las locas.
—Nada, estoy llorando. Es de alegría.
—Ya, tía, qué bueno que está… ¿Cómo te llamas?
—Me llamo Isabel —contesté. Como ya dije, en estos casos, cuando la situación es así, siempre me invento un nombre.
—Es superemocionante que también os guste a las mayores, ¿no?
Si alguien pudiera decir, volviendo la mirada atrás, que ha sido feliz en el ridículo, bien seguro que yo lo fui. Yo lo puedo decir bien alto. El amor, si sirve para algo, es para amar sin vergüenza, si no, no vale para nada. Fue exactamente lo que hice aquel día, porque el miedo es mal amigo de la necesidad. Me vi estirando los brazos para tocarle haciendo añicos mi vergüenza, me atreví a gritar dejándome la garganta en cada «Marcos, Marcos, Marcoos» y sobre todo aposté por rozarle para que viera que yo estaba allí, que me tenía, que quería contarle mis cosas, que quería explicarle mi vida en un solo segundo. Ahora lo recuerdo mejor, muchísimo más claro, porque en ese instante la cantidad de lágrimas que malgasté al verle llegar a la multitud me hicieron perderme su mirada. No sé bien si me miró, si su sonrisa de agradecimiento a los cientos de fans que estábamos en la Gran Vía rebotó con la mía o si conseguí que se entendiera mi «cuánto te quiero». Ignoro lo que pasó, se dice que las emociones son imposibles de describir, necesitamos creer que pasó, cómo lo recordamos o cómo quisimos que sucediera. Quizá por eso lo he mitificado y sólo me recuerdo volviendo a casa apretando la foto de Marcos contra mi pecho y con la respiración agitada: «No sabes cuánto te quiero. Tengo planes para nosotros dos». Lo dije masticando las palabras sin miedo, ajena a que venía caminando hacia mi portal sola. Sola. Había empezado a hablar sola, como si tuviera todo el eco atrapado en los intestinos y necesitara hablar más que pensar. «Tengo planes para nosotros dos.» Al decirlo me liberaba de la tensión y de las ganas de estar a su lado y agarrarle de las manos. Me dolía el pecho y me escocían los ojos. Es lo único que recuerdo medianamente.