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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

El susurro de la caracola (16 page)

BOOK: El susurro de la caracola
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Tenía el pelo blanco pegado hacia atrás con un moño que cogía con horquillas después de haber trenzado las canas con agua de colonia. Se lo pegaba estirado con la fuerza de unas manos arrugadas pero duras, fibradas como abanicos. Después se maquilaba con Maderas de Oriente, unas cajitas aplastadas que llevaban dibujado un dromedario blanco y que contenían una borla de terciopelo que, conforme se iba usando, se quedaba tiesa como la arena de playa mojada. Mi abuela me tenía prohibido tocar su caja de tocador, incluso ponía fuera de mi alcance las colonias y los peinadores ribeteados de ganchillo. Abría el armario del baño y, como era tan alta, los dejaba en el estante más alejado del suelo para que «no tocara nada». Abajo quedaban las toallas, el papel, el botiquín, etcétera. Se calentaba la leche en un cazo viejo, que el fuego había consumido hasta el extremo y que hervía enrojecido a la primera llamarada del fuego. La leche, si no se vertía del borboteo, se cuajaba de puro caliente soltando toda su nata en espuma de burbujas espesas. Hervía pero no le quemaba. Ni la leche al beberla, ni el cazo al cogerlo. Un día la vi cambiar las brasas de la estufa metálica con los dedos, sin alterarse nada al agacharse al fogón, que tenía también una portezuela metálica. Cogía las brasas que calcinaban el aliento, movía las patatas entre las llamas y sacaba la mano… fría. Yo no lo intenté nunca. También es cierto que no lo habría intentado nunca. Soy una miedosa.

Las galletas del economato de prisión las habría bañado en café; en casa hacía un pastel de moca muy a menudo. Algunas tardes de aburrimiento y frío me metía en la cocina y me organizaba una merienda para varios días. Total, como vivo sola... Son las mismas galletas de hoy. Secas, ásperas, desabridas. Primero las mojaba en café con unas gotas de coñac; después, el café que me sobraba lo mezclaba con mantequilla y azúcar para fabricar una pasta dulzona que iba extendiendo entre capa y capa de galleta calada de licor y café, borracha. El tenedor era la única forma de trabajar esa masa que se me iba pegando en el cuenco y que giraba apelmazada subiéndose por los bordes. Luego, ya acabado, espolvoreaba nata y chocolate por encima… Me lo enseñó la abuela. Mi abuela.

—Si nos dejaran cocinar, haría un pastel de moca para todas las del pasillo —le he dicho a mi compañera, que me miraba huraña. No me ha hecho caso.

Gaby estaba muy seria cuando se ha girado a preguntarme. Tan seria que se ha quitado las gafas y ha empezado a balancearlas con la mano derecha.

—¿Por qué dices que te llamas Begoña Rojo? —me ha preguntado seca.

—Me gusta. Begoña es nombre de flor. Como Margarita, como Azucena.

—Las funcionarias te han llamado Ángeles, lo he escuchado en el pasillo más de una vez.

—Es que me llamo Ángeles Alarcón. Pero no me gusta.

—¿Qué tontería es esa?

—Me daba miedo decir mi nombre…

—¿Por qué?

—Porque así parecía que yo no estaba presa.

—Estás loca.

—Estoy loca. Seguramente estoy loca.

—Y… ¿cómo quieres que te llame? —ha dicho, sin mirarme.

—Begoña. Como se llamaba mi abuela.

—Vale. Eres rara. Be-go-ña.

—…

—Me he callado.

Nos quedamos calladas, ella apoyada en la pared, yo sentada en la litera. Con las migas. Nadie se había preocupado de preguntarme por qué utilizaba un nombre ajeno, sé que algunas habían oído cómo en el almacén de la lavandería me habían llamado por mi nombre, pero no se distrajeron. Ella era la primera en rascar en mi embuste. Tal vez el aburrimiento de estas paredes, toscas. Resecas como las galletas.

—Eres la primera Begoña que conozco.

—Ya ves.

—… El pastel de moca podrías hacerlo para las del módulo, a lo mejor nos dejan.

En prisión somos muchas, pero no me fío de casi ninguna. Aunque me imagino sus culpas y las penas por las que están aquí, me niego a preguntarles. Lo hago con el propósito de que no me pregunten a mí. Gaby, la compañera con la que hablo, es colombiana. Es su segunda prisión, por eso se maneja segura entre el carnaval de indolencia que recorre los pasillos de este centro. Con gran desenvoltura, como si ya estuviera acostumbrada a las paredes, va y viene del patio al gimnasio, se mastica los silencios con desidia y se sienta en el banco sola. Se desprende de la chaquetilla en cuanto entra en la celda y la dobla con lentitud para que ocupe el menor espacio posible en la estantería. Entre las ropas y los objetos de limpieza apenas tenemos hueco. Es parca en palabras, mejor. Alguna vez mira de cerca mis fotos, las fotos de Marcos.

—Pongo la tele, ¿vale?

—Tanto me da.

—Echan el concurso… ¡ayer ganó el de Guadalajara!

—Si mandamos cartas, ¿podríamos ir? —dije.

—Claro, claro. —Puso la mano en su corazón con la solemnidad que requería su ironía—. Y si nos toca el viaje, nos vamos también. Nos podemos ir juntas.

—A lo mejor nos lo guardan para la salida.

—A lo mejor, Begoña. Quizá nos lo guardan.

Yo rememoraba aburrida cuando al día siguiente, después de la fiesta que hizo en su casa, Marcos me trajo una botella de vino envuelta en papel. Me dio las gracias por haberle hecho el pan de Calatrava y me pidió que le volviera a hacer otro la semana siguiente. «Vendrá el director de la película», me explicó. «No tienes más que pedirlo», le dije. La chica de la boca gruesa entró cuando yo me iba, feliz con mi regalo en el bolso y perfumada de Vetiver. Me había rociado de colonia en su baño después de lavarme las manos. Me dio igual que entrara la fumeta, la sonrisa que le articulé de saludo era más franca que todo lo que ésa lo sería en su vida. Entró peinada con flequillo liso, se lo había cortado como una geisha, en plan liso hasta las cejas, llevaba los ojos muy maquilados e iba subida sobre unos tacones que la hacían más desgarbada de lo que era. Con los ojos pintados así, con el vaquero ajustado y el escote abierto asomando vulgaridad, parecía una puta. No era una novia, era una zorra pintada de escarlata. Y, sobre todo, con aquel bolso enorme color plata con el que golpeó la planta de la entrada sin misericordia. Todo lo que me apetecía decirle se lo dije con la mirada, ¿he dicho que era franca?

Soltó el bolso y entró directa a abrazarle.

—¡Qué guapa estás! —gritó Marcos.

—¿Dónde me vas a llevar? —preguntó haciéndose la boba.

—No, no… Hoy nos quedamos aquí. Nos quedamos en casa. ¿Te apetece?

—… Me apetece, claro. Dame un beso.

Cerré la puerta de un portazo. Lo sé, lo sé. No debí. Me sobrepasaba su presencia de emperatriz de la China. Se movía agitada, con la gestualidad de una hiena, guiñaba el ojo para coquetear, se hacía una coleta y se soltaba el pelo después a golpe de melena, de derecha a izquierda. Nerviosa. Ridícula. Y, probablemente, así era. Lo que me descomponía era que Marcos, a veces, le seguía el juego. La llamaba «niña».

19

Gonzalo me llamaba «niña». Igual que la Luisa y la Tere. También ellas dos me llamaban «niña» cuando me pedían hora. Incluso papá cuando entraba a darme las buenas noches me llamaba «niña». Por unas cosas y otras, todas las opciones me molestaban. Hacía bastante tiempo que no lo había escuchado con tono zalamero. «Niña…» Marcos se lo había dicho con corazón, estaba contento, esperanzado. Sin embargo, ella lo recibía como una marrullería, sin fiestas.

Cuando volví al día siguiente, retiré las sábanas de su cama con urgencia, con una sola mano di un tirón y, sin mirar, las metí en la lavadora y di al
on
. Olía al perfume de ella, al de la «niña». Empecé a abrir ventanas y puertas para que corriera el aire por toda la casa. Yo conocía ese olor a coito y arramblé con todo lo que encontraba a mi alcance. Fui con una bolsa de basura por el salón vaciando ceniceros, los porros, bolsas de té usadas sobre algunas revistas, tiré las viejas, papeles arrugados, bolsas de pipas que se habían quedado a mitad, unos montones de sobres de promociones y regalos, facturas caducadas… Cerré los ojos. Un presentimiento corría dentro de mí. Entonces fue cuando me metí en la habitación y decidí ordenar sus camisetas y ropa interior. «Pero qué hace esto aquí», era un pantalón desgastado hasta el extremo, lo tiré, también tiré unas camisetas que tenían el cuello desbocado en exceso y unos pares de zapatillas viejas. «Ni se va a enterar», me dije. El presentimiento no era malo. Las voces que abrazan los buenos augurios suenan en calma, según dicen.

Cuando tuve todo hecho, organizado y limpio, me dispuse a hacer arroz con leche para Marcos. Sin embargo ni tenía arroz, ni tenía leche. Al bajar a la calle descubrí a la «niña» hablando en el portal acaloradamente, estaba con el actor amigo, no sé si Rubén o Hugo.

—¿Qué pasa con Marcos…?

—Marcos está subidito, pasa de mí. Está con su película y con sus sesiones de fotos pasando de todo lo demás. Lo único que me envía por móvil son fotos de las sesiones, las que más le gustan, ni se preocupa de ponerme un «beso» o algo cariñoso, me las reenvía directamente del fotógrafo.

—Bueno… ¿Y lo demás?

—Lo demás soy yo, tío.

—Nosotros nos vemos y hacemos planes.

—Ya, pero hacéis planes y no contáis conmigo.

Ella estaba refugiándose en la cercanía del otro.

—Tú y yo, al menos, ya pensábamos en vivir juntos a los cuatro meses. Marcos en cambio pasa. Dice que es pronto, que no quiere meterse en una relación completa.

—Es que…

—¿Qué?

—Que lo mismo todavía está pendiente de ella. Tampoco hace mucho que rompieron.

—¡Pero yo le quiero!

—Ya, tía, y ¿qué? Pero cada uno es cada uno. A veces fluyen las cosas y otras veces se queda todo destemplado… por mucho que lo intentes, niña. ¿Qué piensas hacer?

—No sé. No me llames niña. Marcos me llama niña.

Se habían apoyado en el portal, junto a los telefonillos, y yo estaba escuchando todo perfectamente desde dentro. Se oía con absoluta nitidez, por eso esperé petrificada escuchándoles.

—La ex apareció el otro día en el Palentino.

—¿Y qué?

—Pues que vi sus ojos, muy abiertos, con ganas de acercarse a Marcos. Las tías sabemos descifrar miradas…, todo eso que vosotros no tenéis ni puta idea.

—Pero tú no vas a negarle que se saluden…

—… ¡Se saludaron! Yo no negué nada. Pero lo que me retuerce es que…, buff…, que Marcos se quedó en silencio mogollón de rato desde que ella le saludó y se fue. Pedí dos cañas, tú llegaste después, ni te enteraste…

—Estaba bien.

—Claro que estaba bien, lié hierba y acabamos en casa. Borrachos.

—Digo ella…

—¡Bah! Supongo.

—Os quedasteis en casa…

—Estaba la tía esa, llegaba la asistenta. Y me echó. Yo creo que se la ha buscado para que yo no me pueda quedar. Tengo las llaves y ahora venía a recoger... Es la hierba que me quedaba. Con la tontería se me quedó en el salón.

La medicina de la «niña» la llevaba entre la basura, entre los papelotes y cenizas que había recogido del comedor. Abrí la portezuela del cuarto de basuras y vacié todo con ganas, como si la arrojara a ella.

Entonces es cuando salí a la calle.

—Hola —articulé fingiendo sorpresa.

—Hola —dijo ella.

—Qué casualidad veros aquí en la puerta. Voy a comprar unas cosas que me hacen falta…

—Ah —añadió—, yo voy a subir a casa de Marcos ahora.

—¿Te dejaste algo? —respondí desafiante.

Y en ese momento devolví un «hola» al chico al mismo tiempo que desplegaba una sonrisa gratuita para ella y eché a andar hacia el mercado reclamada por el arroz y la leche. Un desasosiego me recorrió el cuerpo al saber que Marcos, tal vez, todavía estaba enamorado de la otra chica. La ex. No tenía ni idea. Era la primera vez que escuchaba esa información, por eso empecé a darle vueltas a mis recuerdos: a todas las fotos que tenía guardadas en casa, las entrevistas en las que hablaba de amor y de aspiraciones familiares. No recordaba nada que me hiciera encontrar alguna clave de su anterior relación. Cogí leche entera, un paquete de azúcar y otro de arroz, un botecito de canela en rama y me volví a casa.

—¿Has visto una bolsita por aquí? —me dijo la chica de la boca gruesa al tropezármela hurgando entre los almohadones del sofá.

—¿Desde cuándo?

—Desde el otro día.

—No he visto nada.

—¿Has recogido ya todo?

—Pues sí. Ya he hecho limpieza. Estaba ahora con la cocina.

—… era una bolsa así —dijo indicándome nerviosa con los dedos—. Y llevaba una goma. Como hojas secas.

—Pues, hija, no. No te puedo ayudar. Ya sabes que yo no toco nada. Marcos tiene todo muy ordenado y me limito a poner las cosas en su sitio… Lo que sí he visto es mucha ceniza…

Noté que no se fiaba de mí. Esas cosas se notan. Yo tampoco me habría fiado de mí. No quería contestarme ni preguntarme, sólo me miraba chula, tan fanfarronamente que me pareció que no se iba a ir del comedor si yo no me iba a la cocina. Así hice. Puse la leche a calentar con dos palitos de canela rotos en cuatro trozos, con la corteza del limón y una pizquita de sal. Subí el fuego. Ella hervía en el salón moviéndose sobre sus tacones de un lado a otro. De pronto volvió a la cocina.

—¿Qué estás haciendo?

—Remover la leche.

—Ya veo. ¿A qué huele?

—… A canela. ¿Qué pensabas?… Lo mejor es con una cuchara de madera, ¿sabes? No hay que dejar de remover para que no se pegue el arroz al fondo.

—Eso engorda.

—Engorda, sí, seguramente.

—¿Es para Marcos?

—… Y ahora lo retiraré del fuego, sacaré las pieles del limón y los trocitos de canela… Echo el azúcar y… lo vuelvo a poner dos minutitos más…

El portazo de la «niña» al irse me removió la cazuela del fuego sin necesidad de la cuchara de madera. Yo conocía ese método de dar portazos. Había impulso, necesidad, violencia. Era la primera vez que le encontraba utilidad práctica al arroz con leche, la primera vez que perpetré un acto de rechazo silencioso sin desfallecer en lágrimas en la cocina. Los genes otra vez. Los genes…

La cocina había sido el refugio de guerra de mi abuela y el lugar donde mi madre se escondía a puerta cerrada. Yo ahora acababa de encontrarle a las cuatro paredes alicatadas la utilidad para, envuelta en un delantal, resolver el desprecio. Creo que el fogón encendido era el lugar que nos mantenía seguras ante la adversidad, como si no hubiésemos adelantado nada desde la prehistoria. El fuego protege y la cocina también. Mi abuela podía pasarse horas reflejada en los azulejos humeantes de vapor haciendo tortas de calabaza o sazonando solomillos de carne con ajo y perejil picado para que se maceraran en la despensa lentamente. Mi madre igual. Con las variaciones de los recuerdos culinarios ablandaba carne picada en un cuenco de barro con almendras molidas, removiéndolo todo y mortificándose los dedos para mezclarlo perfectamente. Siempre cocinando, siempre de espaldas a la puerta de la cocina, pero seguras. Cuando mi madre estaba triste, cocinaba salado, cuando hacía dulces es que estaba alegre. La abuela igual. Dulce si estaba feliz, salado si estaba apagada. No había más misterio en la alacena de mi madre y su madre. Ahora pienso que los sentimientos también se podían guardar en botes de conserva para utilizarlos cuando nos hicieran falta, incluso guardarlos al vacío cuando el sobrante se nos amontonara en la despensa. Y yo hoy me había entregado al arroz con leche… dulce…

BOOK: El susurro de la caracola
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