Mi abuela era así, mi madre era así y yo era así. Sé qué sensación era esa, me sentí unida a él pero lejana al mismo tiempo por no poder ayudarle. Lo quería fuerte, invencible como esos cuentos de piratas que coleccionaba o navegando mares llenos de caracolas gigantes. Cogí mi libreta y apunté la palabra «tormenta» varias veces para que se gastara de tanto escribirla, para eliminarla del diccionario y evitarla de él. Tanto que se me rompió el papel…
«Tormenta,
tormenta,
tormenta,
tormenta…»
La foto de aquella primera entrevista permanece bien visible aquí en prisión.
—¿Qué te pasa? Estás dando demasiadas vueltas. —Era Gaby, mi compañera de celda.
—Me gustaría que dejara de llover.
—¿Te dan miedo las tormentas?
—No tanto por mí.
—Pues pasará rápido. Conozco bien el cielo. Me he pasado mucho más tiempo en la calle que aquí.
—Y además está anocheciendo…
—No te pongas nerviosa. Pasará.
—Ahora habrá encendido una vela...
—¿Quién? ¿El de las fotos?
La chica con la que le relacionaban era una rubia con la boca gruesa. Ojalá fuera sólo eso. Era la tercera vez que se les veía juntos y resultaba llamativo que aparecieran los dos, las tres veces, cogidos de la mano. Me atrevería a decirlo claramente, era ella la que le cogía a él de la mano en las tres ocasiones. Por esa razón se me atragantó la muchacha, distaba mucho de parecer una imagen romántica. Si me acercaba al detalle de las manos, lo que suponía ser un lazo de dedos no era más que un nudo del que ella tiraba gobernando el paseo. Por eso mismo digo, y seguiré diciendo, que lo que se veía era un simple maridaje con fecha de caducidad.
—Ave María Purísima —dijo con todas sus letras la Luisa mirándonos a la Tere y a mí revista en mano.
—Ave María Purísima —contestamos por seguirle la corriente.
—¿Qué os dije? Lo que ha tardado en aparecerle muchacha al chico nuevo este.
—Marcos —aclaré yo.
—Qué flaca.
—¡Dios mío, cierra esa ventana!... Pues ya me gustaría a mí estar así de delgada.
—¿Qué son? ¿Novios? Ya la cierro…
—Pareja, dicen en la revista.
De todas formas, dijeran lo que dijeran, un cuerpo tan delgado y andrógino como el de la chica, que prácticamente no alimentaba, resultaba triste y correoso, pensé.
—Demasiado nervio para tanto pelo rubio y tanta boca.
Pese a la ensalada de adjetivos que derrochaban en uno de los reportajes, perdía el tiempo la rubia. Ya podía sacar una colección de minifaldas, ojitos y caiditas de pestañas que Marcos no estaba enamorado, estaba instalado en el purgatorio de las relaciones que no van a ningún sitio. Y de éstas, yo sabía bastante. Tere, que lo notaba también, acababa de decir:
—Míralo en esta foto, Luisa. ¿Te acuerdas de tu José? Se le parece…
—Mi José estaba hasta los huesos de amor… Aquí no veo yo meneo. Pero sí que tienes razón, se le parece.
—Igualito —contesté sin levantar la vista de los pies de Tere.
Así que primero leí la entrevista con las conjeturas que hacían los del semanario, cimentaban la «relación» en los coqueteos que se habían dado a la salida de un cine, en una terraza y en la puerta de su casa. Una fotografía en su portal que casualmente les habían hecho justo cuando yo había renunciado a la persecución por un tiempo.
—Enséñame la foto —le dije, más curiosa que envidiosa.
—Mira. Ésta es.
—Pero mira que es flaca…
Era almibarada, pero en absoluto auténtica y pura. Y, cómo no, una inmadura, o eso deduje de su forma de vestir, incapaz de sentar la cabeza. Lo peor de todo (me estaba despachando a gusto) es que parecía de esas que saben envenenar lentamente, con pequeñas dosis espaciadas. Era pava. Una pava.
—Una pava.
—Eso.
—De las que se emborrachan y empiezan a dar risitas como gallinas, cacareando.
No sé cuánto estuve mirando la foto, analizando la primera, la segunda y la tercera toma. A lo tonto había estado toda la mañana preocupada por una que «ocupaba su corazón, bla, bla, bla». No me hacía ninguna gracia, no sé si ha quedado claro. Tenía razón la abuela. «Me gusta aquel chico», le confesé un domingo a la salida de misa. Era un chico moreno, de mi misma edad, jugaba al fútbol y tenía los brazos siempre llenos de heridas. Yo creía, lo creía de verdad, que estaba ante el hombre de mi vida; creía de verdad que me acababa de convertir en la chica más afortunada de la calle porque me iba a embarcar en una relación, iba a ser la única de mis amigas con novio. Pero no conseguí nada, ni cartas de amor, ni besos, ni esperas a la salida del cine, nada. «No te gusta», me dijo, aficionada como era ella a las frases cortas. A mí me dejó helada porque yo intuía que como era el hijo de una vecina de la calle, concretamente cuatro portales más arriba, le parecería muy bien que yo tonteara con aquel chaval. Sin embargo me dijo que no. «Este no te conviene —remató la conversación—, ese va a lo que va.» Aceleré el paso, atravesé la calle dando coletazos y dejé a mi abuela detrás con la compra, para que se tragara su comentario y el cerrojazo que acababa de darle a mi incipiente relación. Cuando yo estaba «fuera de mí», me gustaba que se me notara, incomprensible, y daba golpes de melena agitando mi coleta hacia los lados y mordiéndome los labios, a veces, hasta hacerlos sangrar.
—Tú sabes que lo que te estoy diciendo es la verdad.
¡Yo qué sabía si era verdad, aquel era el guapo de la calle! A mi edad yo no sabía aún de princesas desterradas, ni de ranas embaucadoras. Yo sabía de princesas con trenzas largas y arrojadas por el balcón. Mientras ella cargaba con las bolsas yo cargaba con mi terquedad. Me entraron los siete males porque ahora, habiéndole elegido de entre todos, me tendría que dejar de gustar, y —soy sincera como lo podríamos ser todos— hacer ese recorrido a la inversa es devolver dinero de una inversión fallida. Empleé buena parte de mis energías en dejarla de hablar, le ponía mala cara en los desayunos, en las comidas y en la cenas, dejaba mi cama sin hacer o la revolvía conscientemente para que le costara más encontrar las puntas de las sábanas. Mal. La cama me la volvía a hallar tal y como la había desordenado. Y lo más terrible de todo, lo más cierto, es que me costaba hacerme la burra porque cuanto más turbia me ponía, más me encaprichaba, ya que mi abuela no se inmutaba. No nos dijimos nada desde la salida de misa. Nos limitábamos a mirarnos sin discutir, y con los días ella estaba eufórica y yo deprimida.
No se equivocaba, no me convenía. Pero duele reconocerlo. Lo que pasa es que en aquel momento me molestaban aquellas coletillas futuras de «con la edad» y los «ahoras». Cuando me acerqué a su pandilla, temblorosa y cruzando los dedos en mis bolsillos, le dije que se acercara, vino con prisas, pero no con prisas por verme, sino con prisas por volver a la explanada para seguir jugando. De hecho les gritó con el balón en la mano: «¡Ahora vengo!», así se aseguraba que paraban la partida. Me enfrenté a mí misma y dije: «No podemos salir»; él dijo simplemente: «Pues bueno». ¿Pues bueno? ¡Pues bueno! A él le daba igual y yo me sentí perdida. Lloré interiormente pero no se me notó ni pizca. Volví a acompañar a mi abuela a la compra mientras hablábamos de la semana de feria, del vestido nuevo o la torta salada que íbamos a hacer a medias. Ni se mencionó de nuevo el nombre de aquel chaval, nunca más, de hecho desapareció de mis conversaciones y de mi mirada, lo hice invisible, lo que no se nombra no existe; y eso que la pelota se le escapaba calle abajo diez veces al día y me lo encontraba en la ventana fingiendo que daba patadas al balón con los demás chavales. Se me empezó a convertir en un pesado, perdía el control de su pelota demasiadas veces sin que nadie, excepto él, fuera a recogerla hasta mi ventana. Cuando veía a sus amigos, pensaba que estaban sin él, que ni siquiera les acompañaba en el grupo. Opaco como una madera. A veces estuve observándole desde casa, desde el ventanuco que teníamos bajo el tejado y en el que siempre había colgada una polea que ni subía ni bajaba nada; al volver a mirarle —fue como un proceso— empezó a parecerme demasiado desgarbado, había cambiado de tamaño mal, las heridas que antes le hacían fuerte y atrevido ahora se me antojaban de flojo y tontaina a fuerza de porrazos. No sé el tiempo que pasó hasta que volví a dirigirle la palabra. Se limitó a mirarme fijamente con unos ojos desproporcionados.
—Hola —dijo.
—Hola —articulé.
La cosa nunca pasó de aquellas dos palabras repetidas como un espejo. No dijimos más ni él ni yo. Se me ocurrió pensar que si hubiera empezado la relación aquel día que insistí en enamorarme del futbolista de la camiseta con el número tres de mi calle, ahora me encontraría con la versión pobre de aquel chaval resplandeciente que un día me tenía loca. A esa edad yo era capaz de ver príncipes en todas las ranas, incluso en todos los sapos. La verdad es que esto tarda en irse, no he sabido contenerme. Creo que incluso ni se va. Pero entonces, en aquellos días de preadolescente, vi la rareza del amor cara a cara, un ejemplo claro de que a veces en la fase de enamoramiento uno idealiza demasiado al otro y los defectos se hacen pequeños hasta el punto de desaparecer. Son los amores platónicos que nunca pasan al descaro gracias a que alguien cercano hace de arcángel San Gabriel y nos anuncia al contrario que a María que no, que no hay que tirar adelante. El pelo se lo había cortado a cero, como una bola; los dientes los tenía revueltos y capitaneados por dos palas rotundas, y la masculinidad había empezado a aflorarle por una especie de bigote difuso que todavía no había llegado el turno de afeitar. Fue la primera vez que le vi feo. No lo volví a ver guapo en la vida. La abuela había ganado la batalla. Y yo había aprendido la lección de las princesas desamparadas.
Ahora yo tenía la sensación de mi abuela. Esa chica, la pava de la boca gruesa, no me gustaba. Me sonreí, no pude evitarlo, mis genes estaban respondiendo como un ejército de rusos, uniformados y milimétricos, sin error alguno. Aun así, recorté la foto y la uní a la colección de la carpeta después de anotar la fecha por detrás de la imagen. Dediqué los días siguientes a pedir revistas viejas en la peluquería, en el bar, en casa de las vecinas…, las requisaba en busca de más fotos. Por lo que se deducía, la rubia había aparecido ahora, tras el estreno. A partir de la fecha me tropecé con otra instantánea en la que se les veía a uno más cerca del otro y señalaban que se habían conocido en el rodaje de la cinta. Los amantes, solos o en compañía de amigos, aparecían con frecuencia charlando de esto o lo otro, y siempre ella agarraba de la mano a Marcos con regocijo, igual que los perros mean para marcar el terreno.
Mientras leía y hacía recortes con las tijeras en busca de fotos, Marcos estaría con ella, tal vez a punto de ser pillados por otro fotógrafo o tal vez en su casa. En la cama. La entrega física de la chica de la boca gruesa a Marcos se me aparecía como un fantasma. En ese momento no quería avanzar más en mi imaginación, estaba fabulando demasiado (otra vez), buscaba la calma en la cocina ordenando cajones o recolocando los carretes de hilos de la máquina de coser: rojos, azules, verdes, grises, amarillos, blancos..., ninguno violeta. Separar por colores todo el cajón de costura me ayudaba a aliviarme de aquel estado de ánimo desasosegante e imprevisto. Era inexplicable cómo la veía besándole y tomándole por la cintura, diciéndole cosas al oído, susurrándole sexo, aspirándole suspiros y comiéndole a mordiscos, mezclándose los olores de ambos... El fantasma regresaba a mi cabeza sin pedirme permiso. Fabulaba la escena con horror. Me iba al baño y me ponía crema hidratante en las manos, en los brazos, en las rodillas, en los tobillos… para relajarme por fuera, para intentarlo por dentro. Nadie sabe cuánto la detestaba.
En la cárcel no me dejan tener perfume. Dicen que las presas se lo beben como si fuera alcohol y lo mezclan con zumo para hacer cubatas. Pensaba que yo era la única loca del mundo y resulta que aquí uno se trastorna tal vez mucho más. O ya venimos trastornadas de fuera. Quién sabe. Cubatas con perfume… El caso es que no me vendría mal uno, aunque fuera de Nenuco. Sería capaz de bebérmelo para conciliar el sueño aunque me calcinara la garganta… Así que me encuentro sin su perfume, me lo han requisado. Ahora me toca aferrarme al recuerdo de aquella esencia tan característica. La funcionaria me lo quitó en la entrada, junto con los cinturones y las horquillas. Sin embargo huelo su olor en la libreta en la que he ido escribiendo todo...
Encontré a Marcos en el bar Palentino, bajando por la calle del Pez. La verdad es que me sentí contenta porque poco a poco descubría que toda la información de las revistas sobre él era real. Conocía la intimidad de su presente aunque no me lo contara. La cristalera estaba llena de vaho, pero se le podía adivinar entre tanta gente. Disimulé pasando de largo, pero me quedé en la plaza vigilando la puerta. Era la cuarta vez que pasaba la tarde con sus amigos en ese bar, al menos la cuarta que yo tuviera controlada en mi libreta; lo habían elegido como lugar de moda y los dueños, unos señores de canas y respetable historia, se encontraban ahora con la modernidad de la zona a tiro de caña. Uno de los que se unían con ellos también era actor, me sonaba de verlo en alguna de las fiestas que salían en las revistas, un tal Hugo o Rubén. No lo recuerdo bien. Escuché que les gritaban desde fuera para que salieran a hacerse una foto con unas fans que estaban apostadas bajo el balcón; ellos salieron, los dos, tanto Marcos como su amigo. Volvieron a entrar lo que tardaron en hacerse la foto y regalarles dos besos. Me habría conformado con ser la de la foto, la que se pegó a su derecha, pero mi propósito era más discreto y, sin duda, mucho más firme. Esta vez iba en serio. Si hay algo que me gustaba era sentirle reír a carcajadas desde fuera, ya reconocía su sonido entre los demás y me entraba un cosquilleo de alegría cada vez que soltaba sus risotadas. Me pedí un sándwich en el ultramarinos de enfrente, uno de atún que resultó bastante seco. Las dos horas que llevaba esperando mientras les escuchaba me habían dejado hambrienta, un poco cansada, sin embargo me encantaba ver las entradas y salidas de los clientes del Palentino. Una chica chillona, dos pensionistas, un grupo de jovencitos clónicos, un estudiante solitario, ellos entre la muchedumbre, unas chicas despeinadas a propósito…, todos de cañas y bullicio. La media tarde se alargaba y acababan rondando por la zona de bar en bar, muchas veces hasta muy tarde. Hoy continuaban allí como si fueran empleados del local, unas veces en la barra y otras pegados a la mesa del espejo. Cuando me acabé el sándwich, vi que entraba una joven con prisas, la vi pasar de espaldas y en principio no reconocí su cara, parecía nerviosa. Apareció con un enorme bolso marrón de logotipos de marca dibujados, y cargada de folios en la mano, en carpetas transparentes. Se quitó el chaquetón y lo dejó amontonado junto a otros que se acumulaban encima de la máquina tragaperras. Al abrazarse a Marcos me di cuenta, pude verla bien, era la chica de la boca gruesa. La pava.