El susurro de la caracola (7 page)

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Authors: Màxim Huerta

Tags: #Humor

BOOK: El susurro de la caracola
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Una vez recogida la casa, decidí hacer un poco de compra para dejarle la nevera lista, pues en la de Marcos apenas había yogures y latas de cerveza. En el congelador dejé varias bandejas de carne, merluza congelada y croquetas listas para freír, cambié de estante los yogures y los dejé junto a unos nuevos de sabores variados y puse fruta y verduras en los cajones, huevos frescos, queso, jamón en taquitos, gazpacho envasado y algunas botellas de zumo. Le dejaba lo suficiente para que la nevera empezara a parecer una nevera y no un almacén de vacío. Me hice un café y recorrí la casa satisfecha y atiborrada de esperanza y espejismo. Y de ansias de aprobación.

Pasado el rato, cuando se me acabaron las moras negras y me tocó el turno de la consulta, sentí que no tenía nada que contarle, sin embargo me empezaba a marear levemente.

—A ver, ¿qué te pasa?

—No sé. En el mercado me han dicho hoy que estaba pálida como una sandía mala.

—Qué sabrán ellos de estados de palidez —me recriminó el médico—. Dime qué te pasa.

—No sé. Estoy…

—Pero si estás llorando.

Hacía mucho tiempo que no visitaba la consulta y no tenía ganas de contarle nada. Me inquietaba pensar si me había dejado la nevera abierta al ordenar las cosas de Marcos, tal vez al probarme las camisas había dejado restos de maquillaje, o quizá tiré alguna de las notas que tenía en su mesita al ventilar la habitación y era algún teléfono o una cita importante a la que no podía faltar. Enseguida noté que estaba fabulando demasiado. A veces pienso que estoy mal de la cabeza, demasiado mal de la cabeza. En mi delirio figurado por casa de Marcos abrí los primeros cajones de su cómoda y recordé que tenía preservativos (no debí mirar) y ropa interior ajena. Estaba excitada por el exceso de nervios. Las revistas estaban en su sitio, las luces apagadas, la cama hecha, las llaves en su lugar…

—Dime qué te pasa, por favor —insistió preocupado el doctor—. ¿Te acuerdas de él otra vez? No quiero darte ansiolíticos.

—No, la que no quiere tomar ansiolíticos soy yo.

—¿Estás segura?

—Estoy segura, quiero dejarlos. Creo que es el momento.

—Escúchame. Me parece bien. Deberías empezar a madurar, a saber que las cosas pasan, que ya se agotó esa etapa, que debes mirar hacia delante —añadió conciliador—. No eres la única mujer separada ni vas a ser la última.

—No me encuentro mal. Soy sólo una sandía sin color. Me lo ha dicho Mercedes y nada más. Estoy bien.

El doctor me acompañó a la salida después de recetarme vitaminas. La mujer que había estado mirándome comer de manera ansiosa las gominolas se despidió con la cabeza y volvió su mirada a la revista que tenía entre manos.

—No seas boba y come, estás falta de energía, tienes la tensión baja… —intentaba explicarse con benevolencia—, seguramente estás durmiendo mal, dolor muscular. Tómatelas y vuelves a verme.

Tenía la impresión de estar viendo a Marcos en las manos de la señora, una foto dentro de la revista. Mientras me hablaba el doctor me iba acercando más para cerciorarme bien de la imagen. Me daba miedo que fuera otra vez producto de mi imaginación.

Memoricé la revista y salí a la calle con la idea de comprarla en algún quiosco cercano. Pasé por delante de una panadería y me giré al escaparate como si todas las panaderías de Madrid fueran a tener la foto de Marcos entre montones de bizcochos y bolos de pipas y sésamo. Me daba pánico, yo no compraba revistas nunca, y, de pronto, la idea de que la publicación fuera antigua me angustió. Como si esa foto, a la que apenas acababa de ver entre las manos de la señora, fuera la única.

Tras caminar muy poco, paré en un quiosco y busqué la revista entre el tapizado de portadas colgadas en cuerdas.

—¿La puedo ayudar en algo?

—Busco a… Marcos Caballero.

—Sale en esta.

Leí la revista de pie, junto a los periódicos. Era la primera vez que Marcos salía en una portada. Su fama estaba creciendo por días, era un chico famoso… Tras cerrarla en mis manos, tuve una ensoñación muy poderosa: imaginé una ciudad en la que sólo viviéramos Marcos y yo y fuera imposible no verse porque todas las calles condujeran a su casa y todas las puertas abrieran con la misma llave. Los dos nos íbamos cruzando de esquina en esquina y nos veíamos obligados a saludarnos y darnos besos como los que le daba a la panadera porque era la única persona a la que veríamos en esa ciudad día tras día. Llegué a casa con la confianza de una niña nueva. Cuando tus padres se dan cuenta de que tienes los deberes hechos y te delatan porque te miran de otra manera al saber que hay tiempo para jugar. Así. Durante mi época de estudiante hacía siempre todo lo del día siguiente en el autobús, justo cuando abandonaba el colegio y me volvía a casa. El recorrido era suficientemente largo porque era la última en bajarme del vehículo. Procuraba sentarme al final para ir leyendo los apuntes del día y así llegar a casa con todo organizado: cosas de orden práctico; aprendí a diferenciar lo que me serviría para el examen y lo que no. Como una forense. Mi minuciosidad —ahora lo entendía— llegaba a la capacidad de memorizar todo con dos únicas lecturas y, a veces, me asustaba ser consciente de perder esa capacidad. Un día sorprendí a mi abuela recitándole el Credo en mi segunda asistencia a misa. Ancha de orgullo como sólo lo hace una abuela, me tocó pasar a cantarlo en casa de sus amigas y de mis tías abuelas. Dejé la revista abierta por su foto encima de la mesa, como si cerrarla fuera a desconectarme de él. Luego fui a la cocina y me hice una tila sedante para quedarme dormida durante toda la noche y descansar. Tenía sus palabras almacenadas en mi cabeza. En el fondo lo que quería era dormirme diez días y diez noches seguidas para acelerar el tiempo, volver a su portal y seguir sus movimientos.

Marcos estaba enamorado. Lo ponía en el titular. Impreso en negro sobre color.

8

—Ángeles, chiquilla, deja de seguir a los gatos por el corral. Me estás poniendo de los nervios.

—No seguía a los gatos.

—Sí, seguías a los gatos.

—Es que ha parido la gorda.

—¡No me discutas y sube a merendar!

El patio de la abuela era al mismo tiempo jardín botánico, zoológico y zoco de herramientas. Y como a tal olía: a podredumbre, óxidos, a especias, vinagre y azufre. Sólo se aguantaba la fresca junto al gigantesco rosal que daba entrada al garaje en el que se amontonaba la leña. Era un macizo de flores que se desplegaba por la tapia con ramas rudas pero llenas de rosas, rosas enormes, que la abuela me impedía cortar. «Déjalas ahí —recriminaba—, que crezcan y mueran en su sitio.» Yo era una insignificante cría que iba y venía a la escuela, que se escapaba a menudo a la playa para caminar descalza y que volvía con los bolsillos llenos de caracolas lamidas por el mar. Guardaba especial cuidado en seleccionar las conchas que estaban agujereadas por el roce con el agua y las rocas, porque esas me podían servir para hacer colgantes y pequeños abalorios sonoros que luego colgaba de la cabecera de la cama, junto a la llave de la luz. Las inservibles, rotas o deterioradas, las empleaba para rellenar las macetas, porque así la tierra conservaba la humedad. Me lo había dicho mi tío, que era la persona más sensata y más práctica que he conocido nunca. Mi lugar preferido fue siempre bajo la sombra que proyectaba el rosal. Como no podíamos cortar las flores, las rosas acababan marchitándose sobre la tierra después de haberse abierto excesivas en las ramas. A mí me daba pena ver cómo se deshojaban ¿lloraban? los pétalos cayéndose o despidiéndose de la mata. Esa imposibilidad de coger una y cortarla, cuando todavía estaba desarrollándose párvula, me martirizaba. Cualquiera diría que con tanta rosa se iba a notar que yo escapara con una para colgármela del pelo o aplastarla entre mis libros paralizando así su juventud. Pues la abuela lo notaba. No se podían regalar flores: era una batalla perdida de antemano.

—Nada de cortarlas.

—Abuela, yo quiero una.

—Te he dicho que las rosas no se cortan. Quiero que se mueran ahí, en el rosal. —Así que su cuna también era su tumba. La abuela lo notaba si lo intentaba.

«Déjalas ahí, que crezcan y se mustien en su sitio.» Eso fue lo que verdaderamente debía aprender desde entonces, que las cosas y las personas en mi pueblo crecían y morían en su sitio. A mi pesar. Fue un proceso de vida que se sostenía en la parsimonia de los días, todo viajaba lento, ¿o debería decir vivía lento? Los domingos me ponía el vestido de los domingos que llevaba los zapatos de los domingos a juego y que nunca dejaron de hacerme daño. Se me quedaron pequeños y hubo que cambiarlos por otros nuevos antes de lograr domar la piel del empeine y del talón. Desde ese momento empecé a odiar las tiritas. Del mismo modo que las coletas me las sujetaban tensas cada domingo, todo el pelo tirante hacia atrás con la fuerza de un peine mojado en agua y brillantina. ¡Qué placer era soltarse el pelo! Y qué placer la llegada del lunes para calzarme con los zapatos viejos.

Alrededor de las doce y media, después de misa, donde leía y pasaba la bandeja petitoria, llegaba el momento de hacer la ronda de visita por todas las casas de las tías, que, como centinelas organizadas, me besaban con ruido de exagerado afecto en la puerta de la calle a la vista de todos los vecinos, y yo les ofrecía la mejilla torciendo la cara con asco; ellas aceptaban mis besos que no quería dar y me brindaban a la fuerza un desayuno por casa… tres veces, uno por tía. Luego llegaba a comer con la abuela y no tenía hambre y me reñían por no tener hambre, por no querer comer, por esconder la carne masticada bajo el plato o en el bolsillo del vestido de los domingos. Crecía así por inercia absurda, sobrealimentada y expuesta en un círculo de rutinas que sólo rompía en el mar. Mirando cómo se estallaban las olas rizadas en las barcas y, por las tardes, esperando la llegada de los barcos tras la pesca. En el puerto olía a carburante usado y a pescado fresco, a hielo picado que arrastraban en cajas para conservar las capturas. Me habría ido en uno de esos barcos que rompían la monotonía de mi casa, de mis zapatos y de mis coletas. Pero ni podía escapar, ni podía cortar las rosas.

Todo se vivía lento. El verano era el más pesado del calendario, las moscas se pegaban a la piel después de andar zumbando alrededor de las sillas. La abuela, después de comer, se dormía en la mecedora con alguna pegada a las faldas, pero lo curioso es que las ahuyentaba con los ojos cerrados como si las viera a través de los párpados.

«Duérmete y deja de mirarme», me decía.

Esa sensación me persiguió toda la vida, que la abuela me vigilaba siempre, incluso a través de las paredes y puertas cuando me gritaba —«¡deja de escudriñarme en las labores!»— porque yo estaba explorando curiosa entre los ovillos y las agujas de gancho. La abuela tiene hocico, pensaba. Hoy aún sigo creyendo que me vigila. Que me observa. Que me protege.

Entre las cosas de su cestillo de costura había todo un arsenal de posibles juguetes, desde botones de colores enormes de cuatro agujeros que servían de peonza, saquitos con romero y lavanda, alfileres de colores, un huevo de madera, papelitos doblados con cromos de descuento para la compra, una vieja funda metálica de un puro habano que servía para guardar agujas de ganchillo, dedales, limas de uñas, hilos, etcétera. Buscar algo nuevo era de las pocas cosas apasionantes que tenía a mi alcance en aquella casa. Siempre era distinto porque al tocar la caja y remover las cosas volvía a desordenarlo y prometía novedad. En ocasiones le robaba algo, un pequeño botón de los irregulares para llevármelo a clase cosido en mi estuche de cremallera, el abanico de agujas de colores, algún imperdible...

—¿Has estado registrando la caja?

—No, abuela.

—No quiero que me escudriñes en mis cosas —recalcaba.

—No, abuela. Nada.

—Anda, si lo sabré yo…

Enseguida recuperaba un tono más alegre:

—Ven que te ponga un imperdible en la falda, el grande. Que sé que te gusta.

Me di cuenta, por la forma de mirarme, que sabía que ya había cogido uno. Una tarde buscando entre los ovillos empecé a desenredar uno de ellos, era de lana violeta y del tamaño de una pelota gorda. Cogí el cabo suelto que bailaba entre los tesoros de la cesta y empecé a anudarlo en mi dedo, seguí enredándolo para deshacer la madeja formando otra madeja. Había algo en el interior que crujía, algo cavernoso y atractivo al oído. Cuando la lana empezó a coger forma de ovillo, saqué mi dedo y seguí girándola para hacerla más grande al mismo tiempo que se hacía más pequeña la bobina original de la abuela. Una crecía vuelta a vuelta y el otro rollo se iba desvistiendo de sus capas para mostrarme su interior. La abuela no sospecharía nada porque seguiría quedando una bola de lana igual a la anterior y no cabría lugar a sus sospechas, sin embargo cuando iba formando y desmontando la madeja, vigilaba la puerta que daba a las escaleras como si ella, toda de negro, fuera a entrar alertada por su hocico. Me quedaban pocas vueltas, las que me conducían al tesoro.

No es que trate de recordar lo que estoy contando, es que lo estoy viviendo ahora mismito, como si hubiera sucedido el otro día. Aunque desconfío de la memoria de la misma manera que desconfío de los gatos; la memoria es una laguna traicionera en la que puedes caerte y ahogarte en cualquier momento. Funciona igual que las trampas para los roedores: notas un zarpazo en cuanto te acercas a oler lo añejo. Por eso mi recuerdo se ha quedado agarrado a la piel. Aquel día de verano, siempre es verano, descubrí que mi abuela había sido mujer.

Junto al antiguo quiosco de la feria había una fuente que disparaba agua si apretabas el pie. Junto a esa fuente desapareció para siempre el hombre al que quiso. Suplantando a mi abuela leí el siguiente texto que apareció en el centro del ovillo: «Querida Begoña, si ves que no estoy el día señalado es que he tenido que marcharme urgentemente con mis padres. Yo quisiera pasear a escondidas contigo por nuestro sitio, albergar la esperanza de tenerte para siempre sin miedo a ser vistos. Tengo la sensación de que deberemos esperar a otra vida para volver a tenernos. [ilegible] Te respeto y te añoro mientras escribo estas letras que sé que leerás con resignación, tal vez te has ido hacia el final de la alameda, tal vez sigues ahí en pie junto al sonido del agua. Yo estaré a estas horas de camino a no sé dónde me llevarán mis padres. Me quedo con el eco de tu voz imaginando mil y una veces una boda feliz en la parroquia, pero ya ves cómo discurre la vida. Me apena inmensamente. Y sé que no hay opción a tenernos… [ilegible]. Piensa que seré siempre el agua de esta fuente, que vendrás a beber y pensar en mí. Te he querido, te quiero y te querré. Agustín». ¿Quién podía buscar en un ovillo de lana violeta? ¿Quién daría uso a ese color? ¿Quién buscaría en el final del recorrido? Era una carta doblada en cinco pliegues que había servido para ovillar de violeta una historia que no pudo ser. Su historia, la de mi abuela, había quedado oculta entre vueltas y vueltas de lana. Leí el texto varias veces, preocupada por entender qué ponía entre las líneas que habían quedado borradas por los pliegues del papel usado. Me parecía mentira que una historia tan conmovedora formara parte de la vida de mi abuela. En algún momento dudé que fuera la carta de otra, que no le perteneciera, que el azar la hubiera llevado a coger papel como quien coge un cartón para ovillar lana. Sin embargo, estaba su nombre, Begoña. «Querida Begoña.» Una vez leída y aprendida, la oculté entre mis cosas como si ahora el escrito fuera mío. No alcanzo a imaginar cuándo esa carta pasó de acompañarla en el bolsillo del delantal a quedar escondida entre los cajones —mil veces leída y mil veces llorada— hasta pasar a formar parte de una madeja. Violeta.

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