El susurro del diablo (16 page)

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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
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—Voy a preguntárselo de nuevo —le advirtió por quinta o sexta vez. No obstante, él prefirió actuar con docilidad. El detective que había retomado el mando del interrogatorio inició su intervención con una frase que ya le resultaba bastante familiar—: Detengámonos una vez más en este punto.

Todos los humanos no eran iguales: unos eran pobres y otros ricos; algunos nacían con un don y otros no; los había que sufrían enfermedades y los que gozaban de buena salud. El tribunal de justicia era el único lugar donde todos eran tratados por igual. Alguien mencionó esa frase cuando él aún era estudiante y, desde entonces, la llevaba grabada a fuego en la memoria.

Y en esos momentos, tenía una aportación que hacer a dicha premisa: los humanos también eran tratados por igual en las comisarías. Nada de lo que dispusiera le podía ser útil ahí. Sus amigos, que tanto habían hecho por él en el pasado, no le servían de nada. Todos los detectives mostraban una cortesía impecable e incluso le dejaban prender un cigarrillo cuando se le antojaba fumar. Las preguntas, en cambio, seguían repitiéndose sin piedad. Si los agentes detectaban algún tipo de variación en la respuesta, por muy ínfima que fuese, lo interrumpían en seco. «Espere un momento, ¿acaso no ha dicho otra cosa distinta antes?».

En esos momentos, se sentía como un trozo de queso rancio que los detectives, cual ratones, iban poco a poco mordisqueando y haciendo migas. Un trocito por aquí, otro por allá… Su destino ya estaba sellado. Por suerte para él, despertó rápido de su ensueño. Ya no había ni ratones ni queso.

«No sería capaz de soportar semejantes vejaciones si la verdad no fuese algo tan simple», pensó. Esa faceta de su personalidad que siempre era capaz de poner en tela de juicio sus propias acciones admiró la persistencia de los detectives.

—¿Dónde se encontraba cuando presenció el accidente?

—Quizá a unos diez metros de distancia. Ella corría hacia la intersección. Se alejaba cada vez más de donde yo me encontraba.

—¿Y qué estaba haciendo usted allí?

—Paseando.

—¿Qué hora era?

—Pasada la medianoche.

—¿Y hacia dónde se dirigía exactamente a esas horas de la noche?

—Una amiga mía vive en un apartamento que queda cerca. Iba a hacerle una visita.

—¿Cómo de cerca?

—En el mismo barrio. A unos diez minutos a pie.

—Es una buena caminata. ¿Por qué iba a pie entonces? Ha dicho que se apeó del taxi en la misma calle donde bajó Yoko Sugano y que luego echó a andar. ¿Por qué? ¿Por qué no pidió al taxista que lo dejara en casa de su amiga?

—Siempre hago la misma ruta. La mitad del viaje en taxi, y la otra mitad a pie.

—Es una práctica algo extraña. ¿A qué se debe?

—Soy un empresario de éxito.

—De mucho éxito, diría yo.

—Pues sí, gracias. Comprenderá entonces que he de ser discreto. En otras palabras…

—Deje que le ayude a acabar su frase. En otras palabras, cuando usted, el vicepresidente de la compañía Shin Nippon, decide ir a visitar a una señorita en mitad de la noche, toma las precauciones necesarias para pasar desapercibido. Sería todo un escándalo y, si su mujer se enterase, podría verse arrastrado a una situación desagradable. ¿Es eso lo que insinúa?

—Exacto.

—Esa «amiga» de la que habla es Hiromi Ida, de veinticinco años.

—Sí.

—Usted paga el alquiler de su apartamento que es además su lugar de encuentro. Y puesto que es usted muy discreto, solo acude allí de noche, ¿verdad?

El hombre agachó la cabeza.

—¿Admite entonces que Hiromi Ida es su amante?

—Supongo que es una manera de decirlo.

—Pues digámoslo así, entonces. Bien, Hiromi Ida es su amante. Usted iba de camino a su apartamento cuando presenció el accidente. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí.

—¿Conoce su esposa la existencia de esa mujer?

—Tal vez. No lo sé. De todos modos, no tardará mucho en enterarse si es que no lo ha hecho ya.

—¿De qué color era el taxi que vio?

—De color verde oscuro… Pero no puedo afirmarlo con seguridad. De lo que no me cabe la menor duda es que era oscuro.

—¿Había algún pasajero en su interior?

—Creo que iba vacío.

—¿Podía usted ver el semáforo desde donde estaba?

—Sí, perfectamente. Solo hay una carretera.

—¿Y reparó en la señal?

—Sí.

—¿Por qué motivo?

—¿En serio necesita un motivo? Yo caminaba por la carretera en esa dirección y pretendía cruzar en cuanto pudiese. Miré por instinto.

—¿Recuerda la matrícula del taxi?

—¿Cómo?

—La matrícula del coche, ¿se fijó en ella?

—No, lo siento.

—¿Sabe usted si dicho vehículo formaba parte de la flota de una compañía de taxis o era privado? ¿Reparó en la señal que a tal efecto lucen en el techo?

—No. No me acuerdo. Todo ocurrió muy deprisa.

—Entiendo. ¿Qué hizo después de que el accidente tuviera lugar?

—Seguí mi camino… hacia casa de Hiromi.

—¿Y eso? ¿No se le ocurrió detenerse para atender a las víctimas?

—No quería verme involucrado. La gente empezaba a asomarse para averiguar qué había sucedido. Y supuse que ellos se encargarían de alertar a las autoridades.

—¿A qué se refiere con «verse involucrado»? Usted no tuvo nada que ver en el accidente.

—No quería que nadie me viese allí.

—¿Confiesa que huyó de la escena?

—Bueno… Sí.

—¿Y a qué hora llegó al apartamento de Hiromi Ida?

—Tomé una especie de desvío y llegué allí justo después de las doce y media.

—Imagino que regresaría muy tarde a casa. ¿No le preguntó su esposa dónde había estado?

—Digamos que está acostumbrada.

—Claro. Entiendo sus razones. Se alejó cuanto antes de la escena para que nadie pudiera situarlo a una hora y en un lugar que podían comprometerlo. Vamos, que estaba cagado.

—Agente, tenga cuidado con lo que dice. No creo que «cagado» sea el término más adecuado.

—Mis disculpas. Tendré más en cuenta a quién me estoy dirigiendo. Al fin y al cabo, su esposa es la presidente de la compañía Shin Nippon e hija única de su fundador.

—Sí, pero yo soy quien está al mando.

—Si usted lo dice. Sigamos. ¿Le contó a Hiromi Ida lo del accidente?

—No.

—¿Y por qué no?

—No quise preocuparla.

—Porque si ella se empecinaba en ir a echar un vistazo y su relación con ella salía a la luz, estaría usted en un callejón sin salida. ¿A eso se refiere con lo de no querer preocuparla?

—Correcto.

—Entiendo. Veamos, está usted en un punto donde puede ver con claridad la intersección. La víctima se aleja corriendo. El semáforo para el taxi…

—Estaba en verde. No me cabe la menor duda.

—¿Está diciendo que Yoko cruzó un semáforo de peatones en rojo?

—Es más, ni siquiera se aseguró de que no viniese ningún vehículo.

—¿Y a qué cree que se debió ese comportamiento? ¿Qué sensación tuvo cuando la vio?

—Era tarde. Pensé que tenía prisa por llegar a casa. Era una chiquilla. Por otra parte, están construyendo un edificio junto a la carretera por la que circulaba el taxi, y la verdad es que la obra entorpece la vista del peatón. Yo mismo avisté el taxi cuando ya era demasiado tarde. Lo mismo pudo sucederle a ella. Accidentes así ocurren a miles.

—¿Qué ropa llevaba la víctima?

—No pude verlo con claridad. Quizá un traje de color oscuro. Tenía el pelo largo y era muy bonita.

—¿Cómo pudo verle la cara si caminaba detrás de ella?

—Hablé con ella minutos antes.

—¿Cómo que habló con ella?

—Cuando se apeó del taxi, la vi en la carretera antes de doblar la esquina de la calle donde se encuentra la intersección. Le pregunté la hora. Tenía el reloj ligeramente adelantado.

—¿Para qué quería usted saber la hora?

—Me pareció buena idea tenerlo en cuenta antes de ir a ver a Hiromi. Quizá ya estuviese durmiendo.

—¿Siempre se deja caer por su apartamento sin avisar?

—Así es.

—Descríbame el momento en el que le preguntó la hora.

—Se sobresaltó al ver que un desconocido la abordaba. Le pregunté con mucha educación, y ella me contestó. Nada más.

—¿Y qué hora era?

—Las doce y cinco. Eso me dijo.

—¿Y entonces echó a correr?

—No, siguió caminando durante un momento. Dudo que yo le inspirara algún tipo de recelo, pero puede que le asustase saber que alguien anduviera detrás, a poca distancia. Empezó a caminar cada vez con más rapidez hasta que echó a correr.

—¿A usted le pareció extraño?

—No, lo achaqué al comportamiento típico de una joven. Y me sentí mal por ello.

—¿Fue entonces cuando la atropello el taxi?

—Sí, y en parte me siento responsable de lo que sucedió.

—Si empezamos a hablar de responsabilidades podemos tirarnos aquí toda la noche. Centrémonos en su empeño por desaparecer de la escena.

—De acuerdo.

—A propósito, ninguno de los individuos que interrogamos mencionó que alguien se marchara precipitadamente del lugar del accidente.

—Lógico. No me marché en seguida. No solo estuve allí cuando sucedió todo, sino que además permanecí un buen rato agazapado en la sombra.

—¿Cómo dice?

—Sabía que si me marchaba de inmediato, llamaría la atención, incluso levantaría sospechas. Esperé hasta que aparecieron unos cuantos vecinos y me uní a ellos en la intersección. Al cabo de unos minutos, aproveché que todo el mundo estaba distraído para marcharme.

—Algo no cuadra. Después de tomarse tantas molestias para pasar inadvertido, de repente, decide dar la cara y prestar declaración.

—Como ya sabrá, tengo amigos en el cuerpo de policía. Amigos íntimos.

—Sí, estamos al tanto.

—Hablamos de lo ocurrido. Me enteré de que no había ningún otro testigo, y que el taxista corría el riesgo de ser acusado de homicidio involuntario. No podía pegar ojo. Y luego está esa noticia que publicaron… La conciencia no me permitía dejar que saliese a la luz una versión equivocada de los hechos.

—¿Entonces, según usted, el taxista dice la verdad?

—Absolutamente. Su semáforo estaba en verde. La señorita Sugano ignoró el semáforo de peatones y se echó encima del taxi. Lo vi todo con mis propios ojos. Lamento muchísimo haber huido. De haberme quedado y haber dado la cara, no se habrían llevado arrestado al taxista.

El hombre alzó la vista y miró a los detectives a los ojos.

—Sí, tengo una amante y no me llevo bien con mi mujer. Tengo problemas como todos… Aun así, no permitiré que un hombre inocente sufra. Por eso estoy aquí.

—Ha hecho usted lo correcto.

Tras una noche más sin conciliar el sueño, los tres miembros de la familia Asano, sentados a la mesa, intercambiaban miradas.

—Voy a quedarme en casa todo el día a esperar la llamada del señor Sayama —anunció con sosiego Yoriko mientras preparaba el café. Daba la sensación de que intentaba mantener el control para que los chicos no se preocupasen—. Que haya aparecido un testigo no significa que todo haya acabado.

—Creo que yo también me quedaré —dijo Maki.

—Y yo —añadió Mamoru.

—No hay razón alguna para que vosotros… —Yoriko empezó a protestar, pero los dos jóvenes la interrumpieron en el acto.

—¡Eso lo decidiremos nosotros! —exclamaron al unísono.

Yoriko los envió a sus respectivas habitaciones para poder limpiar abajo. Cargó a Maki con una cesta de la colada que debía poner a secar en la terraza.

—¡Y tiéndela bien para que no se arrugue!

Maki soltó un gruñido, pero al abrir la puerta del segundo piso que conducía hasta la terraza, esbozó una sonrisa.

—¡Qué bonito día de otoño! ¡Tengo un buen presentimiento!

Mamoru deseaba tanto como su prima que las cosas se arreglasen por fin, aunque sus razones eran bastante más complejas. Y ese testigo… ¿Quién sería en realidad? ¿Lo creería la policía? ¿Jugaría su declaración a favor o en contra de su tío? Mamoru rezaba para que el caso quedase cerrado sin tener que recurrir al sórdido pasado de Yoko Sugano. El chico no le había contado ni a su tía ni a su prima lo que había averiguado el día anterior. Su ejemplar de
Canal de Información
estaba escondido, oculto detrás de los libros que guardaba en su estantería.

Lo que le preocupaba por encima de todo era Yukiko, la hermanita de Yoko. Recordó su sonrisa en la fotografía donde aparecía vestida con quimono. ¿Qué sucedería si la chica se enteraba de que su hermana estuvo involucrada en una estafa millonaria? ¿Qué había pasado sus últimos días huyendo, aterrada por algún tipo de amenaza?

Yukiko estaba a punto de empezar a trabajar y convertirse en miembro de pleno derecho de la sociedad. ¿Qué sería de ella tras el tsunami que suscitarían semejantes revelaciones? Mamoru se ponía enfermo solo de pensar en ese giro del destino. Quería que el desconocido pasado de Yoko permaneciese bajo tierra. Lo deseaba con tanta fuerza como que su tío saliese de la cárcel.

—Mamoru, ¿tienes un momento? —Maki asomó por la puerta de su habitación—. ¿Hubo alguna llamada mientras estuve fuera?

—No, ninguna.

Maki agachó la mirada, en un gesto de decepción.

—¿Te refieres a si tu novio ha llamado?

Maki asintió. Y Mamoru decidió ofrecerle un rayo de esperanza.

—Ayer estuve todo el día fuera. Quizá llamara cuando no había nadie en casa. Estoy seguro de que está muy preocupado por ti. ¿Por qué no lo llamas a la oficina?

—Es una buena idea. —Una sonrisa iluminaba de nuevo su cara—. Llamaré un poco más tarde.

La casualidad quiso que, en ese preciso instante, el teléfono sonara. Maki y Mamoru intercambiaron una mirada antes de apresurarse hacia la escalera. Yoriko, con un plumero en la mano, se disponía a descolgar el auricular, pero Mamoru se le adelantó en el último momento.

—Casa de los Asano, ¿dígame?

—Kusaka, ¿es usted? —El señor Nozaki, del instituto de Mamoru. El chico chasqueó la lengua, contrariado, e hizo un gesto a su prima y a su tía para confirmarles que no era la llamada que estaban esperando.

—Sí, he olvidado avisarlo… Resulta que hoy…

—¡Venga al instituto inmediatamente!

—¿Cómo?

—Necesito que esté aquí lo antes posible. Venga a verme a la sala de profesores. Hablaremos en cuanto llegue. —No hubo tiempo para despedidas.

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