—¿Era del instituto?
—Sí. —Mamoru miró el auricular unos cuantos segundos antes de colgar. Al parecer, el señor Incompetente estaba enfadado por no sabía qué motivo—. Era el señor Nozaki. Quiere que vaya a verlo inmediatamente.
—¿Es que no los avisaste? —Yoriko le dio un suave capirotazo—. Pues entonces será mejor que vayas. Llamaré al instituto si hay alguna novedad.
Mamoru se encogió de hombros. Maki no pudo evitar sonreír mientras descolgaba el teléfono para llamar a la oficina.
Por desgracia, se trataba de algo serio. Nozaki esperaba a Mamoru y, en cuanto lo divisó, se abalanzó sobre él.
—Sufrimos un robo el sábado por la noche.
Mamoru supo de inmediato lo que se le venía encima.
—¿Qué se han llevado?
—Entraron en la sala del equipo de baloncesto y se llevaron tanto las cuotas mensuales que pagan los jugadores como el dinero para financiar el campamento de Año Nuevo.
—¿Cuánto había?
—Medio millón de yenes. Lo justo para cubrir los gastos de toda una semana de campamento para veintidós chicos.
Mamoru cerró los ojos. «¿Por qué tiene que pasarme esto? Era lo único que me faltaba».
—¿Y por qué dejaron tanto dinero sin vigilancia?
En Japón, la mayoría de los equipos masculinos que disputaban algún tipo de liga escolar estaban liderados por entrenadoras. Pese a gozar de semejante estatus, las tareas que desempeñaban las chicas se reducían más bien a las de una criada. Cinco años atrás, Iwamoto, el director del departamento de Educación Física y entrenador del equipo de baloncesto, decretó que el centro pondría punto y final a aquella tradición. Su discurso venía a ser: «¿Qué se han creído que son? ¿Profesionales? ¡De aquí en adelante serán ustedes quienes se hagan la colada! Esa es una tarea que corresponde a cada miembro del equipo y a nadie más. Y si no les gusta, ¡ya saben dónde está la puerta!».
Fue así como los chicos empezaron a responsabilizarse de la limpieza y recaudación de sus propias cuotas. Esta última tarea fue encomendada a Sasaki, alumno de primero recién llegado al equipo que además era amigo de Miura.
—Sasaki guardó el dinero en una taquilla cerrada con llave —prosiguió Nozaki—. Y la sala del equipo también estaba cerrada a cal y canto. Cuando el domingo por la mañana, el equipo acudió al entrenamiento, tanto las cerraduras de la sala como la de la taquilla habían sido forzadas. Utilizaron una cizalla. Kusaka, el robo tuvo lugar entre las seis y media de la tarde del sábado, después del entrenamiento, y las siete y media de la mañana del domingo. Dígame, ¿dónde estuvo durante ese tiempo?
—En casa.
—¿Alguien puede corroborarlo?
—Estuve solo. Vino una amiga que se quedó hasta las nueve de la noche, pero el resto del tiempo no había nadie más en casa. —Verse arrastrado hacia semejante embrollo le provocaba una sensación de rabia que iba
in crescendo
—. ¿Acaso soy sospechoso?
—El sábado por la mañana, en clase —continuó Nozaki, ignorando la pregunta de Mamoru—, Miura, Sasaki y Tsunamoto hablaron del campamento de Año Nuevo, y me han dicho que usted estaba presente. Por lo visto, también mencionaron el dinero del que disponían, así como el hecho de que quizás lo guardaran en la sala del equipo.
—¿O sea, le dijeron que yo escuché la conversación y por eso me está acusando? —Qué extraño que Miura y los gamberros que tenía por amigos no entrasen en la lista de posibles sospechosos.
—Dicen que nadie más estaba al tanto de dónde se encontraba el dinero.
—Yo no sé nada de ningún dinero. No escuché ni una palabra. ¿Cree a Miura y Sasaki, y a mí no va a darme el beneficio de la duda?
—Sabía que le habían tendido una trampa. Miura habría aguzado bien el oído mientras Mamoru y Anego conversaban. Mamoru le había comentado que estaría solo en casa esa noche, de ahí que ella y su hermano fueran a hacerle una visita. Esos sinvergüenzas sabían perfectamente que Mamoru no dispondría de una coartada para el sábado por la noche—. ¿Y el resto del equipo de baloncesto? Ellos debían de saber dónde estaba guardado el dinero.
—No, no fue ninguno de ellos.
—¿Y cómo está tan seguro?
Nozaki enmudeció. Mamoru reparó en que le palpitaban las venas de las sienes.
—¿Cómo puede culparme de algo así? ¿Por qué yo? —Mamoru repetía una y otra vez la misma pregunta aunque, a juzgar por la expresión de su profesor, ya sabía la respuesta: «De casta le viene al galgo. De tal palo tal astilla».
Por supuesto, Nozaki conocía la historia del padre de Mamoru. Todos estaban al corriente, tanto profesores como alumnos. Desde el día en que Miura destapó su secreto, el rumor se había extendido como la pólvora. El instituto ya era un auténtico polvorín, y a la menor chispa, todo estallaría. Mamoru sintió que la desesperación le atravesaba el corazón como una espada. Nada había cambiado.
—¿Y qué opina el señor Iwamoto? ¿También cree que yo soy el culpable?
—Lo único que puedo decir es que ha aplazado los entrenamientos hasta atrapar al responsable. El campamento queda definitivamente suspendido. No habrá marcha atrás, aparezca o no el dinero. Y no solo eso, también ha sancionado a todo el equipo por descuidar tal suma. Ya conoce la versión de Miura y se va a encargar él mismo de llevar una investigación a cabo.
Mamoru se vio invadido por una leve sensación de alivio. Iwamoto era conocido entre los alumnos por el apodo de «Sabueso»: un tipo riguroso a la vez que obcecado, al que no le iban las medias tintas. Mamoru estaba seguro de que no dudaría en poner el instituto patas arriba hasta dar con el dinero robado.
El chico contempló el rostro pálido de Nozaki.
—¿Qué me dice de usted? ¿Cree que he sido yo?
Nozaki se negó a contestar durante unos cuantos segundos. Ni siquiera era capaz de mirar al chico a la cara.
—Yo solo… —farfulló al fin—. Solo quiero que me diga la verdad.
—Pues entonces ya está. Yo no lo hice. Eso es todo lo que tengo que decir.
—¿Que eso es todo? —resopló Nozaki—. ¿Está seguro de que no tiene nada más que añadir?
Mamoru pensó en su tío, todavía en detención preventiva. Ahora comprendía cómo debía de sentirse. «¿Acaso nadie va a creerme? ¡Estoy diciendo la verdad!». Estaba furioso y sabía que no podría aguantar ni un segundo más. «¡Me tienes miedo!», quiso espetar al hombre que se sentaba frente a él con los labios fruncidos y la mirada esquiva. La idea de que uno de sus alumnos hubiese hecho algo indebido era suficiente como para hacerle perder los estribos.
—Voy a faltar unos días —anunció Mamoru de camino a la puerta—. No me cabe duda de que eso facilitará la investigación.
—¿Está auto-expulsándose?
—No, solo voy a quedarme en casa. —Mamoru ya no pudo soportarlo más—. No se preocupe. No voy a demandarlo por vulnerar mis derechos, ni presentaré una queja contra usted ante el Ministerio de Educación.
—¿Qué demonios quiere decir con eso? —La descolorida tez de Nozaki adoptó de súbito un tono verdoso.
—Tan solo dígame una cosa —dijo Mamoru—. ¿Qué tipo de cerradura tenía la sala?
—Un candado. El señor Iwamoto tiene la llave.
«Aún si padeciese una especie de sonambulismo patológico, jamás abriría un candado con una cizalla. Solo un aficionado haría algo semejante», pensó el chico.
Mamoru se alejó de la sala de profesores arrastrando los pies. Tuvo la sensación de que se desplomaría de un momento a otro. No quería regresar a casa, su tía Yoriko era una experta leyendo la mente de los jóvenes. Su talento era tal que Mamoru siempre acababa preguntándose dónde habría aprendido a afinar esa intuición suya. Ahora se sentía abatido y si se acercaba a casa con semejante semblante, solo empeoraría las cosas.
Se acercó al teléfono público que había en el pasillo e introdujo una moneda en la ranura. Quizá el señor Sayama ya hubiese llamado y su tía estuviera intentando contactar con él.
—No hay novedades. —Y esa fue la novedad. Yoriko descolgó el teléfono al primer tono y el nerviosismo patente en su voz se apaciguó en cuanto reconoció la voz de su sobrino. El señor Sayama le había dicho que la investigación policial seguía su curso y se prolongaría un par de días más.
Apenas colgó el teléfono, alguien lo interpeló.
—¡Kusaka! —Era Yoichi Miyashita que, sin aliento, intentaba alcanzarlo—. ¡Por fin! Anego y yo llevamos todo el día buscándote.
—Pues aquí estoy. —El chico se volvió sobre sí mismo y en cuanto reparó en Yoichi ahogó un grito—. ¿Qué te ha pasado?
Yoichi iba cubierto de vendas; una le envolvía el brazo derecho, otra le tapaba el pie izquierdo. Ni siquiera llevaba zapato, solo asomaban los dedos. Andaba arrastrando su maltrecho pie. Tenía cortes y costras en los labios, y el párpado derecho, morado.
—Me he caído de la bici —se apresuró a explicar—. ¿Puedes creerlo?
—¿Todo eso por una caída? ¿Te has roto el brazo?
—No, solo tengo alguna que otra magulladura.
—¿Cómo ocurrió?
—No fue para tanto. El médico lo ha solucionado con unas cuantas vendas. —Yoichi se esforzaba por esbozar una sonrisa, pero la expresión que adoptó su rostro logró el efecto contrario.
—¿Y cómo vas a acabar tu cuadro para esa exposición?
—Me recuperaré en seguida. No te preocupes por mí. ¿Qué vas a hacer ahora?
—¿Qué se supone que he de hacer? —Mamoru también forzó una sonrisa—. No tengo ni idea.
—¡Son unos embusteros! ¡Todos y cada uno de ellos! —Yoichi estaba furioso—. No tienen pruebas. Miura te la ha jugado.
—Eso parece.
—¿Cómo puede el señor Nozaki creerlo a él y no a ti?
—Porque Miura no tiene un criminal como padre —masculló Mamoru, pero en cuanto contempló la expresión de simpatía en el rostro de su compañero, bajó la guardia—. ¿Es que tú no te lo has planteado? Lo decía Mendel en su teoría de la herencia.
Yoichi intentó reprimir las lágrimas. Se armó de valor y miró fijamente a Mamoru.
—Mi padre solía hacerme un dibujo muy gracioso cuando era niño —dijo—. No era ninguna una obra de arte, sino más bien un garabato, algo que solía llamar
tsurusan
. Yo lo imitaba siempre hasta que me pidió que dibujara otra cosa. Un tren, una flor, cualquier cosa. Después, me apuntó a clases de pintura, a las que asistía con uno de mis vecinos. A mi padre se le daba fatal dibujar, nunca supo hacer otra cosa que un estúpido
tsurusan.
—Yoichi esbozó por fin una sonrisa—. Cuando me convierta en un verdadero artista, utilizaré ese mismo
tsurusan
como firma. La pega es que nunca consigo reproducirlo: cada vez que lo intento, ¡me sale la cara de mi padre!
Taizo no regresó a casa al día siguiente, ni tampoco al otro. Los Asano aguardaban tan pacientemente como las circunstancias les permitían, y eso que sus rostros reflejaban la duda y la desesperación.
Mamoru se levantaba cada mañana, se ataviaba con el uniforme del instituto y partía de casa, como de costumbre, solo que en lugar de acudir al centro, se dirigía a Laurel. Fue a ver a Takano para explicarle la situación, y este le dio carta blanca para trabajar los días que quisiera.
—No me digas que estás considerando abandonar los estudios para ponerte a trabajar —le preguntó.
—No —repuso Mamoru—. A no ser que me expulsen, claro está.
—No te preocupes. Atraparán al culpable.
Takano también manifestó su satisfacción ante el hecho de que hubiesen encontrado a un testigo del accidente en el que se había visto implicado el tío Taizo.
—Todo saldrá bien —le aseguró—. Quizá vaya para largo, pero tú no desesperes.
Los otros empleados en la Sección de Libros también se sorprendieron al ver a Mamoru entre semana.
—¿No deberías estar en el instituto? —Madame Anzai mostró su obvia desaprobación.
—Pues…
—He oído que el centro ha cerrado por un brote de algo malo. ¿Es cierto? —Sato interrumpió la conversación, dándole un ligero golpe en el hombro.
—Aún falta para que llegue el invierno. No puede tratarse de gripe. —Madame no estaba del todo convencida.
—Son paperas, ¿verdad, Mamoru? —Sato seguía en sus trece.
—¿Paperas?
—Eso es, Madame Anzai. ¿No las tuviste de pequeña?
—Creo que no.
—Pues será mejor que te andes con cuidado porque están en todos lados, contaminando el aire. Y no te olvides de avisar a ese novio tuyo. ¡Ya sabes lo que puede ocurrir cuando un hombre pilla paperas!
—¿Es eso cierto? —Ahora se la veía algo preocupada.
—Pues claro. Puede quedarse impotente para toda la vida. ¡Y no querrás que suceda algo así! —Sato se llevó a Mamoru hacia un lado, poniendo distancia entre Madame y ellos.
—Te debo una. Gracias —dijo Mamoru.
—No hay de qué. Me alegro de que estés aquí. Sé que te ocurre algo, pero no tienes de qué preocuparte. No pasa nada por perder un día o dos de clase.
Había muchísimo trabajo que hacer. Diciembre se acercaba a pasos agigantados, y acababan de recibir los nuevos calendarios y agendas que debían ser clasificados y expuestos en las estanterías. En cuanto se veía inmerso en su tarea, Mamoru se olvidaba tanto de su tío como del medio millón de yenes desaparecido.
El jueves por la tarde, durante su descanso en el almacén, Makino, el guarda de seguridad, se acercó a hacerle una visita.
—¡Chaval! ¿Estás haciendo pellas para ganarte la vida como un hombre hecho y derecho?
Sato asomó sobre una pila de cajas de cartón y empezó a tararear algún viejo himno sindicalista mientras movía los brazos al compás.
—Con eso basta —entonó Makino—. Siéntate.
—¡Gracias, señor! —Sato se estaba divirtiendo.
—¿Es cierto que tienes veintiséis años? Me compadezco de tus pobres padres.
Mamoru estalló en ruidosas carcajadas.
—¿Y tú cómo estás, Makino?
—Con las pilas recargadas y deseando pasar a la acción. No soporto tener tanto tiempo libre.
—¿Tiempo libre? ¿En una tienda llena a rebosar de clientes?
—Ve a preguntar a los otros guardas en la tienda y verás lo que te dicen —dijo este, aparentando desconcierto.
—Supongo que la economía no está en muy buena forma —terció Sato con despreocupación.
—No seas ingenuo. El ascenso de los hurtos siempre es proporcional al descenso económico. El robo es lo único que sobrevive en época de vacas flacas. Además, la economía lleva años en este estado.