El susurro del diablo (11 page)

Read El susurro del diablo Online

Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
10.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sacó la llave y divisó una fina línea en el polvo. No todos podían distinguir ese detalle; tenías que saber lo que estabas buscando. La línea representaba la silueta de la cerradura. Mamoru sacó una lima, marcó esa línea y comenzó a esculpir la silueta. El éxito residía en tomarse el tiempo necesario, probar las veces que hiciera falta, y asegurarse de que el diseño era perfecto. Para el chico, la cerradura era como la dama que destacaba por sus principios. Hacía falta paciencia y tacto para desarmarla.

Al cuarto intento, Mamoru pudo sentir que las cinco muescas encajaban con la cerradura y, hecho esto, giró la llave muy lentamente. En cuanto lo hizo, oyó que el perno se movía. Le llevó veinte minutos en total.

Guardó la llave en el bolsillo, y sopló con suavidad en el interior de la cerradura. Estaba seguro de que nadie se molestaría en comprobar nada, pero quería borrar cualquier rastro que apuntara al uso de levadura. Entonces, se puso en pie y abrió la puerta.

Cuando Mamoru penetró en el apartamento, se encontró con un tipo de oscuridad muy distinta. Podía distinguir una fragancia dulzona pero muy tenue. La fallecida había dejado tras ella un olor a perfume. Mamoru se quedó inmóvil y sacó una diminuta pero potente linterna que arrojaba un fino haz de luz, un chisme que había comprado en Akihabara
5
. La encendió y la ajustó hasta la máxima potencia para poder orientarse con facilidad. El apartamento estaba dotado de un minúsculo recibidor, con apenas el espacio suficiente como para que un invitado pudiese quitarse los zapatos. A la derecha, quedaba un zapatero sobre el que descansaba un jarrón vacío. Tras este, en la pared, colgaba una copia de un cuadro de Marie Laurencin.

A Mamoru le crispaba los nervios esa chica de cara pálida que le devolvía la mirada desde el marco. Su prima también era admiradora de la pintora y tenía varios libros biográficos en su colección. La estética era de inspiración romántica, pero no del tipo que uno admiraría en lugares oscuros. Mamoru estaba seguro de que jamás llegaría a apreciar su obra.

En cuanto la linterna barrió el espacio que quedaba justo ante él, se vio invadido por una sensación de júbilo. Su pie derecho rozaba un paragüero metálico. Suerte que Mamoru permaneció inmóvil, de lo contrario, habría tropezado contra el objeto y, probablemente, despertado a los vecinos de rellano. Lo rodeó con sumo cuidado y se adentró en la siguiente habitación.

Se trataba de una cocina concebida a idéntica escala que el recibidor. Dos tazas y platillos, secos desde hacía mucho, todavía esperaban ser recogidos en el escurridero emplazado junto al fregadero. Una mesa blanca y dos sillas; una lámpara de techo de un tono rojizo que colgaba lo suficientemente baja como para darse un buen golpe en la cabeza. Un horno asomaba sobre un frigorífico pequeño, ambos de color blanco, al igual que el armario que quedaba al lado. Más allá, se levantaba otra puerta marcada por una pegatina que decía: «Baño».

Mamoru la abrió y entró. Una vez comprobó el espacio para asegurarse de que no hubiese ninguna ventana que delatara su presencia, encendió la luz que, fluorescente, resplandeció a regañadientes.

Estaba claro que Yoko Sugano era muy ordenada y que le gustaba el blanco y el rosa. Los artículos de tocador y las zapatillas de casa eran de color rosa pastel y quedaban bien colocados en el diminuto cuarto de color hueso. Un único pelo largo colgaba del borde de la bañera. Mamoru supuso que pertenecía a Yoko y que, por lo tanto, la chica debió de tener una increíble melena.

Fue entonces cuando recayó en que ignoraba por completo qué aspecto tenía la joven, cómo llevaba el pelo, o si era alta o baja. No había asistido al funeral y los periódicos no publicaron ninguna fotografía suya. Estaba casi seguro de que su tío tampoco había podido contemplar su físico en la décima de segundo que precedió el accidente.

Aquel pensamiento amenazaba con derrumbar su valentía de un manotazo, como si de un castillo de naipes se tratase. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? Se arrastró fuera del cuarto de baño, dejó la puerta entreabierta y la luz encendida: nadie podría vislumbrar la luz desde la calle, y aquello iba a facilitar la inspección del resto del apartamento. Había una puerta más al otro lado de la cocina, y ahí terminaba todo. La habitación a la que conducía dicha puerta medía unos cuatro metros cuadrados, superficie cubierta por un suelo de parqué. Estaba sobriamente amueblada con una cama sencilla y una cómoda bajita. Junto a la ventana, quedaban dispuestas una silla y una mesa de escritorio. La alfombra que ocupaba el centro del cuarto hacía juego con el armario portátil de plástico que, con toda probabilidad, habría comprado en una de esas cadenas de muebles y artículos de decoración donde se adquirían trastos que uno mismo debía montar en casa. La cremallera que lo abría estaba medio bajada.

Mamoru supuso que la madre de Yoko había hurgado en sus cosas en busca de algo con lo que vestirla para el velatorio. Al acercarse, percibió una agradable fragancia.

¿Por dónde empezar? Se había planteado la misma pregunta de antemano y, pese a que su plan inicial era dar con un diario, se dispuso a buscar un álbum de fotos. Sentía la obligación de conocer el aspecto de Yoko antes de seguir inmiscuyéndose en su vida. Localizó un álbum en la balda inferior de una estantería. Estaba cargado de fotografías, principalmente de mujeres. En una serie que parecía conmemorar algún antiguo viaje, figuraba un grupo de chicas vestidas con ropa de excursión. Posaban para el fotógrafo, con el índice y dedo corazón alzados a modo de signo de la paz, y con unas cataratas de telón de fondo. Determinó que Yoko Sugano debía de ser la chica pálida y alta con el pelo largo y liso cuyo rostro aparecía una y otra vez a lo largo del álbum. En algunas fotografías, asomaba junto con otra chica, ambas ataviadas con quimonos, que se le parecía bastante. Supuso que se trataba de su hermana pequeña. Probablemente las instantáneas fueran tomadas durante las últimas fiestas de Año Nuevo, cuando Yoko regresó a casa.

Decidió poner el álbum en su sitio, pero una tarjeta cayó de un bolsillo integrado en la contracubierta. Era un viejo carné de estudiante de una academia. Aquella fue la prueba definitiva de que Mamoru había acertado a la hora de poner cara a Yoko. Le pareció una chica preciosa. No de esas que, al cruzarse con ellas en la calle, uno sentía el impulso de acercarse y preguntar lo primero que se le pasara por la cabeza… Al contrario, era más bien una mujer de una belleza tan imponente que cortaría de raíz las iniciativas de cualquier galán. Parecía una de esas azafatas que trabajaban en ferias y congresos.

«Encantado de conocerte. Siento mucho que sea en estas circunstancias mientras me entrometo en tu vida», se lamentó el chico.

Ahora que Mamoru reparaba de nuevo en la estantería, se percató de que estaba llena a rebosar. Algunas novelas románticas y de misterio, aunque gran parte de la colección la acaparaban volúmenes relacionados con el aprendizaje de idiomas: varios diccionarios, que permitían suponer que Yoko estudió inglés y francés; manuales de introducción a la interpretación; ejemplares destinados a la preparación de exámenes específicos y a la formación en el extranjero.

Sin embargo, ningún diario a la vista. Era posible que Yoko nunca hubiera tenido uno. Tampoco encontró ni agendas ni libretas de direcciones. ¿Las llevaría consigo en el bolso el día del accidente?

¿Y las cartas?

Mamoru avistó el tablón que colgaba sobre la cabecera de la cama y una especie de sobre destinado a archivar la correspondencia. No contenía muchas cartas. «Hoy en día, todo el mundo se comunica por teléfono», pensó, incapaz de recordar la última vez que él mismo había escrito una carta.

Entre los pocos papeles guardados, encontró la tarjeta de un salón de belleza y una postal enviada por una amiga que le escribía desde el extranjero. «¿Qué tal te va? Me lo estoy pasando genial…». En este sobre donde se almacenaba el correo recibido, no se conservaba más que una carta firmada por Yukiko Sugano. Había unos cuantos pétalos de rosa esparcidos por el papel y la caligrafía era redonda, de una mujer joven. El sucinto mensaje informaba de que todos estaban bien, que Yukiko tenía un nuevo trabajo y que si Yoko la visitaba durante las vacaciones de septiembre, podría conocer al bebé de Ayako. Las últimas líneas denotaban cierta preocupación por Yoko. No la había encontrado muy bien cuando hablaron por teléfono. ¿Tenía algún problema? Mamoru sintió que se le cerraba la boca del estómago.

Había apostado que averiguaría algo yendo a casa de Yoko. No tenía que haber prestado atención a esa llamada telefónica. ¿Acaso imaginaba que la chica tenía algo que ocultar?

«¿Qué pensarían si dieran con mis herramientas para forzar cerraduras en mi habitación?», se preguntó. Tal vez lo confundiesen con un criminal. Y entonces, se hallaría en un buen brete.

Dejó escapar un suspiro, se sentó en el suelo y volvió a echar un vistazo a su alrededor. Hizo una comparación mental con la habitación de su prima Maki: desde esa perspectiva, la humildad del cuarto en el que se encontraba se hizo patente a la vez que conmovedora. La televisión y la radio eran vetustas, pertenecían a una época que había pasado a la historia hacía mucho. Probablemente las hubiese comprado de segunda mano. El escueto equipamiento audiovisual estaba desprovisto de grabadora de vídeo. La pantalla de la lámpara era poco elegante y algo anticuada, y las cortinas no podían ser de un género más económico.

Era un edificio decrépito. Mamoru encontró dos agujeros en la pared por donde se filtraba el agua. Los grifos de la cocina y del cuarto de baño estaban anticuados, y el suelo cubierto de arañazos. Se preguntó cuánto pagaría de alquiler por ese cuchitril. Imaginaba que Yoko recibía dinero de sus padres y salía adelante con lo que ganaba en un hipotético empleo a media jornada. No, la vida no era de color de rosa. Las estudiantes que podían permitirse una vida de lujos y ropa de diseño eran más bien la excepción que confirmaba la regla.

«¿Qué hay del dinero?»

A Mamoru no le agradó la idea de fisgonear hasta tal extremo en la vida privada de la chica, pero hizo de tripas corazón y reflexionó sobre el asunto. ¿Cuál podía ser la situación económica de Yoko?

Supuso que su única oportunidad de averiguar algo era estando allí, de modo que empezó a rebuscar en los cajones. En el segundo cajón del escritorio encontró un montón de facturas, una hoja en la que se detallaban los gastos de la casa y dos cartillas. Una de ellas había sido cancelada, por lo que examinó detenidamente la que parecía más nueva. Estaba claro que el nivel de vida de Yoko se caracterizaba por su austeridad. Acababa los meses con un saldo disponible que rozaba el 0, unos cientos de yenes de excedente como mucho. Una vez al mes, efectuaba un depósito de unos 80.000 yenes que, con total seguridad, le mandaban sus padres. Pocos días después, solía registrarse una transferencia en concepto de salario. El pasado mes ganó 103.541 yenes. Mamoru se remontó a fechas anteriores. Las cifras coincidían en septiembre, agosto, julio… No obstante, en el pasado mes de abril, la cartilla reflejaba una curiosa operación.

Había conseguido reunir en su cuenta mucho más dinero. Yoko había realizado un importante ingreso.

Resaltaban cantidades que oscilaban entre los 250.000 y los 600.000 yenes, e ingresos en efectivo en los que no se especificaba concepto alguno. No había nada anormal en cuanto a los pagos regulares que realizaba. En cambio, cada vez que el saldo rondaba los 500.000 yenes, se retiraba gran parte del dinero. Mamoru siguió hojeando la cartilla hasta alcanzar una página en la que se detallaba una relación anual de ingresos y reintegros. Había realizado un total de siete depósitos de 500.000 yenes cada uno. Una suma equivalente había sido retirada en abril, con lo cual, aún le quedarían unos tres millones de yenes ahorrados.

Mamoru volvió a echar un vistazo a su alrededor. ¿Cómo podía esa chica poseer un saldo millonario en su cuenta bancaria y llevar un estilo de vida tan sobrio? Hojeó la vieja cartilla y descubrió que la serie de depósitos colosales se inició en febrero del año anterior. Durante los quince meses siguientes, es decir, hasta abril de aquel año, Yoko Sugano había ahorrado hasta el último yen para acumular una suma astronómica de dinero.

¿Por qué ahorrar tantísimo dinero? ¿A qué se dedicaba para generar cantidades tan ingentes?

A continuación, el chico abrió la libreta en la que se detallaban los gastos domésticos. Todo quedaba debidamente plasmado y clasificado por meses. Destacaba una entrada el día doce de abril destinada a «los costes de la mudanza» y «fianza». Ahí había ido a parar el dinero del primer depósito de 500.000 yenes. Solo hacía seis meses que se había mudado a aquel apartamento.

Durante quince meses, ganó importantes sumas de dinero, y la fecha de la mudanza coincidía con el momento en el que los ingresos cesaban. Aquel dato paralizó todos sus pensamientos, cual aguja de un tocadiscos sobre un vinilo rayado.

«Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando.»

Pero ¿qué había hecho?

Mamoru colocó en su sitio las cartillas, se cruzó de brazos, y reflexionó sobre el nuevo hallazgo. Mientras contemplaba la idea de buscar algún dato más, reparó en la tenue luz rojiza que resplandecía en la oscura habitación.

Era el contestador automático. El diodo encendido apuntaba a la existencia de mensajes. Mamoru hurgó en el teléfono hasta dar con la diminuta cinta que se escondía en el interior del aparato.

Quizás hubiese algo ahí.

Encendió la linterna, rebobinó la cinta y empezó a escucharla desde el principio.

«Soy Morimoto. Me voy de viaje, así que no iré mañana a clase. Ya me contarás qué nota has sacado cuando regrese. Y no te apures, te traeré algo.»

Se oyó un tono agudo y, a continuación, una nueva voz.

«Hola, soy Yukiko. Llamaré más tarde. ¿Por qué no consigo localizarte nunca?».

La siguiente voz era de un hombre.

«Soy Sakamoto, del Instituto Hashida. Gracias por acudir el otro día a la entrevista. Me alegra anunciarle que ha superado con éxito el proceso de selección. Si es posible, nos gustaría empezar la semana que viene. Por favor, llámeme en cuanto oiga este mensaje.»

A continuación sonó otra voz de hombre, algo más animada esta vez.

«Así que has cambiado de número de teléfono sin avisar.» Esa voz afónica… Era la del siniestro hombre que había llamado a casa de Mamoru… El mismo que dijo: «Gracias por asesinarla. Se lo estaba buscando». Mamoru escuchó con atención.

Other books

Jam and Jeopardy by Doris Davidson
The Berlin Connection by Johannes Mario Simmel
Switch by Grant McKenzie
The Red Shoe by Ursula Dubosarsky
Traitor's Duty by Richard Tongue
El origen del mal by Brian Lumley