Creo que puedo ayudarte. Eres la única que queda. Te espero el 7 de enero en el Ginza Mullion a las 3 de la tarde. Hablaremos allí. No le digas nada a nadie y ten mucho cuidado. Estás en peligro.
Kazuko se quedó paralizada con la carta en la mano. Mitamura se acercó a ella.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no has pagado el alquiler y el casero te está acosando? —Entonces, reparó en que la chica se había puesto totalmente pálida—. ¿Qué ocurre? —repitió, esta vez en serio.
Kazuko le pasó la carta. Mitamura la leyó y la miró, perplejo.
—¿Qué es esto?
Kazuko empezó a temblar y no encontró el modo de serenarse. Se quedó allí plantada durante un buen rato, aferrada al brazo de Mitamura.
—¿No me tomarás por una loca? —inquirió por fin—. No he estado contando más que mentiras, y todos se las tragan. Si cuento la verdad ahora, me asusta que nadie me crea.
Empezó a sincerarse y se lo relató todo.
Mitamura sugirió que siguiera las instrucciones de la carta.
—Yo te acompañaré. Habrá mucha gente allí. No puede pasar nada. Tenemos que averiguar lo que esa persona tiene que decir.
—Me asesinarán.
—Por supuesto que no. Ya no estás sola.
Esa noche, Kazuko pagó el alquiler de la semana pendiente del piso, recogió sus cosas y se mudó al Cerberus. No fue hasta llegar allí cuando, finalmente, se permitió llorar.
Más tarde, mientras regresaban de su visita al santuario, se toparon con una chica que repartía folletos en la carretera. Aguardaba frente a un cartel que decía: «La doctrina del Señor». Otra mujer que parecía ser su madre la acompañaba en sus cánticos y sus voces eran cristalinas y hermosas. La chica se acercó a Kazuko y le entregó un folleto.
—Es un verso de la biblia. Por favor, léalo. Que Dios la bendiga.
Kazuko aceptó el papel y, de repente, tuvo la sensación de tener entre las manos algo valioso, algo sagrado. Todavía no lo había leído cuando se montó en el coche de Mitamura. Su mirada se posó entonces sobre ese verso extraído del Libro de las Revelaciones. Sobrecogida por la siniestra evocación que se desprendía de las líneas, estrujó el panfleto y lo lanzó al cenicero que quedaba junto al salpicadero.
—¿Qué decía? —quiso saber Mitamura.
—No lo he entendido —masculló.
Kazuko miró por la ventanilla. En algunas horas, el sol se levantaría, aniquilando las tinieblas. Un año nuevo empezaría en una ciudad nueva. Pero las agrias palabras del folleto se habían grabado a fuego en su corazón.
«Y yo miré. Contemplé un caballo pálido, y el nombre de su jinete era la Muerte. Y el infierno lo seguía.»
Si Mamoru Kusaka no se daba prisa, Kazuko estaba destinada a morir en una semana.
Cuando Laurel reabrió sus puertas el tres de enero, Mamoru y Takano fueron los únicos que no se vieron contagiados por el espíritu festivo.
—Actuaron como si no supieran nada —contestó Takano a Mamoru cuando este le preguntó sobre la reunión con dirección. Abatido por la decepción, el encargado de la Sección de Libros apretaba los puños mientras hacía balance de la entrevista—. Les mostré la copia de la cinta, ¡y ni pestañearon! Cuando quise presionarlos, me preguntaron si disponía de pruebas que demostraran la relación de causalidad entre la cinta y los incidentes. Y, por si fuera poco, amenazaron con tomar represalias contra el personal que trabaja bajo mi supervisión si no dejaba de meterme donde no me llamaban.
—¿Se referían a mí y a los demás?
—Son inteligentes. Sabían que no me importaba poner en peligro mi puesto de trabajo, pero que no permitiría que ninguno de vosotros sufriese las consecuencias.—Mamoru y Takano observaron la pantalla de vídeo. —Encontraré el modo de sacar esta cosa de aquí —prometió.
Mamoru tenía muchas razones para no sentir ni pizca de emoción ante fechas tan señaladas. El hombre de la llamada anónima no había vuelto a manifestarse, y la tensión de la espera lo estaba llevando al límite.
La Sección de Libros estaba abarrotada de niños dispuestos a invertir el dinero que les habían regalado. Mamoru estaba echando una mano en caja y ante sí desfilaban un sinfín de juegos, libros y mangas. El chico envidió a su compañero Sato que, con toda probabilidad, se encontraría ahora muy lejos de Japón, cubierto de arena, entre las dunas de algún remoto desierto.
Frente a la caja registradora, aguardaba un niño. La expresión de su cara reflejaba la impotencia ante una madre autoritaria que le obligaba a comprar una colección de literatura clásica. Mientras tendía el dinero a Mamoru, no podía apartar la vista de la sección en la que despuntaban los coloridos personajes de los cómics. A Mamoru se le rompió el corazón, y junto con el cambio, le entregó unas pegatinas de uno de esos personajes. Ante tan inopinado obsequio, al niño se le iluminó la mirada.
—¡Gracias!
Mamoru le indicó con un gesto que se las guardase en el bolsillo. En ese preciso instante, oyó que alguien lo llamaba.
—¡Kusaka! —Era Yoshitake, que sobresalía de entre la cola de pequeños clientes.
—Lo siento, pero esto es lo mejor que podemos ofrecer en Laurel. —Yoshitake invitó a Mamoru a comer, y el chico sugirió el restaurante chino que quedaba en la zona de cafeterías de la quinta planta. Poca cosa para un empresario que habría frecuentado los locales más prestigiosos del mundo, pero las opciones eran bastante limitadas dado el poco tiempo de descanso del que disponía Mamoru.
Yoshitake se enjugó las manos con la toalla caliente que la camarera le tendió y sonrió.
—No te preocupes. Si supieses la pésima dieta que llevo… Comida rápida casi a diario.
—¿En serio?
—Sí, en serio. Una sopa de miso y un cuenco de arroz es todo un manjar para mí. Era el menú con el que soñaba cuando dormía en esas pensiones de mala muerte.
Yoshitake pidió algunos de los platos más selectos del menú y unos lichis de postre. El camarero ladeó la cabeza, algo escéptico, mientras regresaba a la cocina con la comanda. Al chico le inquietó que no tuvieran lichis en el almacén.
—He pasado por tu casa y me han dicho que trabajas aquí durante las vacaciones.
Taizo y Yoriko habían decidido pasar el día en la cama. El nuevo puesto de Taizo implicaba levantar peso y, puesto que no estaba acostumbrado a hacerlo, se había dañado la espalda. Mamoru los imaginó levantándose de un salto de la cama cuando Yoshitake apareció inesperadamente en su puerta.
En cuanto llegó la comida, Yoshitake animó al joven a empezar.
—Será mejor que comas. Por lo visto, te espera una tarde muy ajetreada.
—¡Mi familia se morirá de envidia cuando le cuente que he comido tanto y tan bien a mediodía!
—La próxima vez, saldremos todos juntos. Ya te dije que en casa solo estamos mi mujer y yo, y la verdad es que, para mi gusto, nuestras comidas se suceden con demasiada tranquilidad.
—¿Trabaja hoy, señor Yoshitake? —Mamoru siempre había dado por sentado que los ejecutivos se tomaban unas vacaciones mucho más largas y relajadas que los demás.
—Tengo montones de cosas que hacer. En realidad, debería estar trabajando. Hawái está plagada de japoneses y si regresara, acabaría topándome con alguien al que no me apetece nada ver.
—¿Hawái? —El chico se dio cuenta de que Yoshitake lucía un bronceado más intenso que nunca.
—No he hecho otra cosa que jugar al golf. Mi mujer se ha quedado allí, y apuesto a que se aburre como una ostra.
—A mí me parece un destino de vacaciones idílico.
—Pues tendrás que ir a hacerme una visita. Compré un bloque de apartamentos con vistas a la playa de Waikiki. Lo prepararé todo y estarás mejor que en ningún hotel de la isla. Yo me encargaré de eso. —Yoshitake sacó una caja de bombones, un regalo típico de aquellos que regresaban del extranjero—. Compártela con tus amigos de la Sección de Libros. Van a necesitar azúcar para burlar el cansancio.
Ese hombre era lo que Maki llamaría «el tío de América». Su prima le había contado una historia que Mamoru rememoraba ahora.
Hablaba de un hombre procedente de una familia humilde que decidió marcharse a probar suerte en Estados Unidos. Acabó amasando toda una fortuna y el dinero que enviaba a los suyos les permitió llevar una vida feliz allá en su tierra natal. Pero por muchas riquezas que acumulara, el hombre se sentía solo, añoraba el calor del seno familiar… Era el tipo de historia que más le gustaba a Maki. Mamoru sonrió a su pesar, y Yoshitake le preguntó en qué estaba pensando.
—Ups, lo siento. No es nada. Estaba pensando en lo que puede significar la figura del tío.
—¿Un tío?
—¡Mi tío! ¡Me refiero a mi tío! —farfulló el chico—. Se está adaptando bien a su trabajo y últimamente está muy contento. Y todo se lo debe a usted.
No tardó en darse cuenta de su metedura de pata. Lo habían presentado a Yoshitake como el segundo hijo del matrimonio. Deseó que se lo tragase la tierra.
Al reparar en su expresión, su interlocutor se echó a reír.
—Verá, los Asano me adoptaron. No es oficial; yo tengo un apellido diferente. Maki y yo somos primos.
—¿Y qué les pasó a tus padres? —preguntó Yoshitake con sosiego.
—Mi madre falleció. En cuanto a mi padre… —Mamoru vaciló un momento—. Supongo que también puedo decir que murió. Desapareció hace mucho.
En cuanto Taizo empezó a trabajar para Shin Nippon, se enteró de que Yoshitake era originario de Hirakawa. Mamoru había contemplado la idea de que hubiese oído hablar del escándalo vinculado a su apellido y esperaba una reacción por su parte. Sin embargo, no hubo ninguna.
Se instaló un incómodo silencio hasta que trajeron el postre. Por alguna razón, Mamoru se sentía a gusto con Yoshitake. Pensó que tal vez pudiese sincerarse con él y confesarle lo que tanto le inquietaba.
—Señor Yoshitake, ¿cree usted que es posible obligar a alguien a hacer algo en contra de su voluntad?
Yoshitake dejó de pelar uno de los lichis y lo colocó en su cuenco.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a que si alguien da órdenes a otra persona, esta las acata independientemente de lo que desee.
—Si averiguas cómo lograr tal cosa, por favor, házmelo saber —rió él—. Me gustaría probarlo con mi secretaria. Creo que soy yo el que está bajo su control. A veces, tengo la sensación de que no puedo ir ni al baño sin pedirle permiso antes.
«Ni siquiera yo me lo creo, aunque lo haya visto con mis propios ojos», pensó el chico. No le sorprendió que su interlocutor no lo tomase en serio.
—¿Ha oído hablar de una agencia llamada Ad Academy? —volvió a la carga Mamoru.
—Hum, no estoy seguro. ¿Es una agencia de publicidad?
El camarero les sirvió un té de jazmín. Los lichis ya habían desaparecido de los cuencos, dejando tras ellos cáscaras, semillas y algo de hielo derretido.
—Estaba delicioso. Voy a estar toda la tarde adormilado.
Mamoru y Yoshitake se separaron en la puerta del restaurante. A modo de despedida, el hombre de negocios comentó que tenía unos recados que hacer y que abrirse paso entre la multitud pondría una nota divertida a la tarde. Dicho esto, se encaminó hacia los ascensores.
Media hora más tarde, mientras Mamoru ya andaba atareado en la caja, avistó a Takano que se le acercaba a grandes zancadas.
—Mamoru, ese hombre que ha venido a verte… ¿Lo conoces?
—Sí, me ha invitado a comer.
—Acaba de desplomarse en el vestíbulo de la primera planta. Una ambulancia viene de camino. Empezó a actuar de un modo muy extraño, casi como aquel otro tipo.
—¿Te refieres a Kakiyama? ¡Tienes que estar bromeando!
—Mamoru no esperó respuesta, sino que se precipitó por la escalera.
Estaba feliz. Se sentía envuelto por una felicidad que no había experimentado en doce años.
«Es un buen chico. Cuando fui a ver a su familia, vino corriendo tras de mí para darme las gracias en persona. Jamás habría imaginado que me hubiese visto en aquella intersección.
»Un buen chico… Se ha convertido en todo un hombrecito honesto y extravertido. He de asegurarme de que le aguarda un futuro prometedor. Es mi deber. Tengo que hacer lo necesario para apoyarlo. Lo mandaré a la universidad o al extranjero, si es eso lo que desea.
»Y después, por qué no darle un buen puesto en la empresa. Lo prepararé para que se convierta en un líder. Heredará la compañía que yo he levantado. Claro, si es que está interesado en lo que yo hago. Podrá hacer lo que quiera; dispondrá de todos mis contactos. No, no, no basta con eso. Lo necesito a mi lado. No puede ser de otro modo.»
El placer lo embriagaba de un modo tan abrumador que ni siquiera vio venir las náuseas.
«Será porque hay demasiada gente. No hay suficiente aire que respirar. ¿Por qué no ventilarán este sitio? ¿Cómo puede Mamoru pasar tanto tiempo aquí? Debe de haber un trabajo mejor para él…
»No hay ninguna razón para esperar. Le propondré un trabajo a media jornada. Están buscando un ayudante en el departamento de contabilidad. Así podré verlo más a menudo. Todo irá bien. No hay de qué preocuparse.»
Empezó a dolerle la cabeza y le costaba respirar. Descontrolado, el corazón le latía con tanta violencia que parecía estar a punto de salirle del pecho. Presa de la taquicardia, resonaba por todo su cuerpo, como el estridente sonido del teléfono en una mañana de resaca.
Miró el enjambre de clientes y se le nubló la vista. Se fijó en la luminosa pantalla. Ya había reparado en ella al entrar; «bonito vídeo» había pensado… Ahora, el brillo le parecía excesivo. Le dolían los ojos.
Una vendedora se le acercó. «¿Se encuentra bien, caballero?».
El quiso contestar que sí, que no pasaba nada. Pero de repente ya no había vendedora, ya no se encontraba en las galerías. Se había transportado a otro sitio… A un sitio que lo aterraba, que tan solo veía en pesadillas. Un lugar del que supo que nunca podría escapar.
«Señor», le decía una dulce voz. No, solo era una fachada. Fingía ser amable pero intuyó que esa voz pertenecía a alguien que representaba una amenaza.
«¡Señor!». Una persistente mano se tendía hacia él. Quería tocarlo. Intentaba agarrarlo y arrastrarlo consigo.
Huir. Tenía que huir, pero las piernas no le respondían. Ahora todos lo miraban. Lo señalaban con el dedo entre cuchicheos. Era su peor pesadilla convertida en realidad.
Tenía que encontrar el modo de salir. Tenía que escapar de allí. Aún le quedaba tiempo. Aún podría conseguirlo. «Estoy intentando arreglar lo que hice, ¿por qué me tiene que pasar esto ahora? ¡No es justo!».