El susurro del diablo (12 page)

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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
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«Me ha llevado algún tiempo, aunque tampoco me ha costado demasiado hacerme con tu nuevo número de teléfono y tu dirección. ¿Qué se le va a hacer? Quería comunicarte que he encontrado otro ejemplar de la revista
Canal de Información
en una librería de segunda mano. Me das pena, de verdad que sí, pero no puedes escapar. ¡Hasta pronto!».

Y ahí acababa la cinta.

Pertenecía a ese hombre, de eso no cabía duda. Una voz que Mamoru no podía quitarse de la cabeza… El mismo hombre que llamó a su casa contactó también con Yoko Sugano.

¿Cuándo la llamó? ¿Cuánto tiempo pasó antes de su muerte?

«No puedes escapar.»

La chica no solo se mudó, sino que también cambió su número de teléfono. ¿Qué sería ese
Canal de Información
? ¿Tendría algo que ver con todo el dinero que había ganado?

Las preguntas acribillaban su mente sin darle tregua.

Decidió que ya tenía suficiente por el momento. Por fin contaba con unas cuantas pistas por dónde empezar a investigar. Las palabras del desconocido debían de encerrar algún tipo de significado.

Mamoru se marchó del apartamento y se encaminó hacia la intersección donde había tenido lugar el accidente. Se quedó allí durante un rato y, a continuación, se arrodilló para atarse los cordones de las zapatillas. Cuando se puso en pie, reparó en un coche de color gris plata que cruzaba lentamente la intersección para detenerse al otro lado, junto a la zona de recreo. La puerta se abrió y el conductor se apeó. A Mamoru le picó la curiosidad, de modo que se escabulló hacia un lado de la carretera y observó con atención.

Se trataba de un hombre trajeado, alto y de hombros anchos. Aunque estuviera de espaldas, Mamoru pudo advertir que no era joven. El humo de color púrpura que se escapaba de su cigarrillo ascendía en espiral. ¿Qué estaría haciendo allí a aquellas horas de la noche?

Como imitando los movimientos que Mamoru había ejecutado antes, el hombre se quedó inmóvil en medio del silencioso cruce, sin apartar la vista del semáforo. De repente, se volvió hacia donde acechaba Mamoru que se apresuró a agazaparse en la oscuridad. Pudo distinguir el mentón cuadrado del desconocido, un pelo bien peinado y unos aladares de color grisáceo.

Al cabo de cinco minutos, el hombre se montó en su coche y desapareció. Mamoru echó a correr en dirección a casa. El olor a tabaco pendía aún del aire cuando cruzó la intersección.


¿Canal de Información?

Mamoru comenzó su jornada laboral del domingo clasificando las revistas que habían agotado sus tres semanas en depósito en la sección y debían ser devueltas a los editores. La Sección de Libros estaba abarrotada de clientes, y el ambiente era tan estridente como bullicioso. Mamoru y Sato estaban muy atareados.

Sato frunció el ceño al escuchar un nombre desconocido para él.

—No me suena nada. ¿Estás seguro de que es el nombre de una revista?

—Sí, estaba catalogada como «ejemplar de», así que debe de tratarse de una revista o de un libro. Estaba seguro de que tú lo sabrías.

La voz del contestador automático había mencionado «otro ejemplar» de
Canal de Información
encontrado «en una librería de segunda mano».

—Me parece un título demasiado raro como para que corresponda a un libro. —Sato parecía estar disfrutando con el acertijo.

—Y probablemente no tendría mucho gancho comercial —añadió Mamoru.

—Seguro que quedó descatalogado tras unos cuantos meses. Pero conozco los nombres de todas las revistas que han durado al menos un año. ¿Tienes ese ejemplar?

—No, nada más que la referencia. Es posible que saliese a la venta durante el pasado año.

—Nada nos impide hacer una consulta, aunque puede que no figure en ninguna base de datos. Tal vez sea algún tipo de publicación clandestina y, de ser así, no nos llevará a ningún sitio sin el típico subtítulo extraño que complementará la referencia.

«¿Una publicación clandestina?» ¿Por qué no se le había ocurrido tal cosa? Yoko Sugano era una chica hermosa, tal vez, modelo. Y todo ese dinero en su cartilla de ahorros… ¡Jamás habría podido ganar semejantes sumas con un empleo a media jornada cualquiera!

Mientras Sato y él sacaban las revistas anticuadas de sus envoltorios, el primero suspiró.

—Todas estas chicas tan preciosas acaban en revistas como estas. Cuesta no compadecerse de ellas. ¡Pero mira cuántos títulos hay! ¡Es como buscar una aguja en un pajar!

—Sí, supongo que tienes razón.

—¡Hola, chavales! ¿Trabajando duro? —Makino, el guarda encargado de la seguridad en la Sección de Libros, deambulaba por la escalera de servicio. Aquel día, presumía de traje y corbata. Su forma de vestir le resultaba encomiable a Mamoru, no por lo que llevaba sino por cómo lo llevaba. Fuera cual fuese el atuendo, todo le quedaba como un guante. Cuando elegía un traje de corte británico, parecía un auténtico ejecutivo, de ésos que disponían de un vestidor enorme y se jactaban de una impresionante colección de ropa. Si se decantaba por una chaqueta fina y unos vaqueros desgastados de cuyos bolsillos asomaban sus apuestas, pasaba perfectamente por un corredor de apuestas de pacotilla de camino a casa tras una carrera.

—Estad alerta. A vuestros fieles clientes se les echan encima los exámenes finales y están muy inquietos.

—Eh, que yo también encajo con ese perfil —intervino Mamoru.

—Pues a apechugar, colega —farfulló Sato, pero Makino no estaba dispuesto a dejar que se saliese con la suya.

—¿Y lo dice un tipo que ha tardado ocho años en acabar una carrera y aún no tiene un trabajo decente?

—¿Cómo que no? Esto es un trabajo.

—Pues a eso me refería. ¿Piensas trabajar toda la vida a media jornada en una librería? Jamás cotizarás lo suficiente como para cobrar una pensión en condiciones cuando te jubiles y andes todo el día amargando la vida a tu mujer —resopló Makino—. Ya sabes lo que dicen de la gente que lee demasiado, ¿verdad? Si es mujer, que acaba siendo una solterona, y si es hombre, un eunuco.

—Venga ya, estás chapado a la antigua —rió Mamoru.

En ese preciso instante, Sato dio un brinco.

—¡Mamoru! Creo que acabo de dar con la persona que resolverá el enigma de
Canal de Información.

—¿En quién estas pensando?

—Pues, en
Madame
Anzai, por supuesto. Ella nos lo dirá… Si es que no ha roto ya con ese novio suyo, claro.

—¿Si no ha roto, dices? Qué manera tan suave de ponerlo —bromeó Makino.

Masako Anzai era toda una institución en la Sección de Libros. La veterana llevaba incluso más años trabajando allí que Sato. Era carismática e imponente, de ahí que se hubiese ganado el mote de Madame. Lo cierto era que no le haría ninguna gracia enterarse de que Sato había pensado en ella por una referencia a mujeres a las que se les pasa el arroz.

—Por ese Sato no muevo ni un dedo, pero si se trata de Kusaka… —Esa fue su respuesta cuando le preguntaron acerca de la misteriosa publicación.

—¿Te suena de algo?

—Dame unas horas y estoy segura de que averiguaré algo. Pero ya sabes que no es fácil localizarlo. —Se refería a uno de sus novios que además de escritor, coleccionaba revistas—. Le gustaría abrir una hemeroteca en un futuro y la verdad es que ya ha creado una base de datos que no tendría nada que envidiar al servicio de documentación de cualquier periódico…

Mientras continuaba seleccionando las revistas, Mamoru se preguntó cuál sería el fruto de aquella búsqueda. ¿Qué tendría ese
Canal de Información
para causar tantas desgracias a Yoko Sugano? Si efectivamente se trataba de una publicación clandestina, ¿podría haberla utilizado alguien para hacerle chantaje?

No era más que una joven estudiante. Quizás se hubiese visto arrastrada, sin darse apenas cuenta, a una situación desafortunada, tal vez engatusada por alguien con un pico de oro que le prometiera montones de dinero. Al menos, ese era el tipo de historias de las que se hacían eco en programas de televisión y revistas.

Puede que el acosador la interceptara aquella fatídica noche en el cruce. Era posible que hubiese intentado escapar al verse perseguida.

O —una nueva idea le asaltó— puede que cometiera suicidio, que se tirase bajo las ruedas de un coche porque ya no era capaz de aguantar más. Cabía imaginar que esas quejumbrosas palabras que precedieron su muerte «¡Es horrible, horrible! ¿Cómo ha podido?» no fueran más que un lamento.

Mientras esperaba a que el novio de Madame se manifestase, Mamoru tuvo la oportunidad de presenciar cómo Makino, que tenía mucho olfato para eso, pillaba in fraganti a unos cuantos ladrones.

En una de esas ocasiones, dos colegialas intentaban ocultar un libro de fotografías de una conocida banda de rock bajo un jersey holgado. Makino les dio un golpecito en el hombro en el instante en el que pusieron el pie en la escalera mecánica que conducía hasta la planta superior. Las chicas se quedaron de hielo frente a la gigantesca pantalla que, en ese momento, mostraba imágenes de las aguas gélidas de un lago canadiense.

—¡Vaya par de idiotas! —apuntó Madame desde la caja registradora mientras observaba cómo se llevaban a las chicas a la oficina—. Van a echarlas del instituto.

Ninguna de las culpables mostraba la menor señal de inquietud.

—¿Crees que serán muy duros con ellas? Ese tipo de chicas no actúa como si hubiese cometido un delito.

—No, tienes razón. Y la policía tampoco se lo toma muy en serio, pero los centros escolares sí que toman medidas. —Las chicas llevaban los uniformes del mejor instituto privado de todo Tokio—. Makino dice que si se trata de un centro cuya política es estricta, contactan con los padres en el momento en el que se comete la menor infracción, y los obligan a esperar en el pasillo junto a sus hijas hasta que un claustro de profesores decide qué tipo de castigo infligirles. Y esas reuniones a puerta cerrada pueden durar horas. Casi me parece castigo suficiente.

—¿Y entonces las expulsan?

—Eso he oído.

—¿Tan duros son con un par de chiquillas que solo responden a un impulso? —Mamoru empezaba a apiadarse de aquellas chicas.

—Hum, impulso… —Madame se ajustó las gafas que habían acabado deslizándose por el puente de la nariz. Ladeó la cabeza y prosiguió—: Llámame anticuada si quieres y es posible que, al fin y al cabo, no se trate más que de un conflicto generacional, pero yo creo que el término «impulso» se ha quedado obsoleto. Los chicos de hoy en día roban con toda la intención; no hay nada impulsivo en ello. Creen que pueden disculparse y alegar que se han dejado llevar por una tentación momentánea. Pero eso no soluciona las pérdidas de hasta 4.5 millones de yenes que se producen cada año.

—¿Tanto se pierde en hurtos de este tipo? —Mamoru sabía que existía un montón de rateros, pero no tenía ni idea de a cuánto podían ascender las pérdidas.

Madame Anzai asintió.

—Facturamos 20 millones de yenes al mes por un espacio de 300 metros cuadrados lo cual, dicho sea de paso, no es un resultado muy alentador.

—¿20 millones de yenes no es lo suficientemente alentador? —Mamoru no daba crédito.

—Bueno, desde que Takano está al mando, el volumen de negocio ha conocido un leve incremento. Aun así, la empresa ha de pagar a los empleados y demás costes ¿no? Al final, el beneficio actual solo asciende a 4.4 millones mensuales. Eso significa que si los hurtos nos cuestan 4.5 millones al año, tenemos que trabajar un mes entero para cubrirlo.

»Y ocurre lo mismo en otros departamentos. Es incluso peor en la Sección de Audio. En definitiva, con este tipo de bromas pesadas, de impulsos como tú los llamas, cualquier tienda que sea más pequeña que la nuestra puede irse a pique.

De modo que todo aquel conjunto de pequeños hurtos sumaba semejante cantidad.

—Me he enterado de que algunos de los chicos incluso se reúnen para comerciar con los artículos que nos roban. ¡Están vendiendo artículos robados!

Makino regresó en el momento en que Madame ponía punto y final a su discurso.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—Le rogaron a Takano que no llamase al centro. Sus padres ya están de camino, así que supongo que les echarán un buen sermón y se irán a casa. —Makino parecía decepcionado—. Estoy seguro de que no es la primera vez que lo hacen, solo que en esta ocasión han sido más lentas y he podido pillarlas con las manos en la masa. Apuesto a que ya lo han hecho delante de mis narices sin que yo me diese cuenta.

—¡Este Takano es un blandengue con las chicas! —exclamó Madame en voz alta, para que todos la escuchasen.

El otro caso de robo era diametralmente opuesto al de las colegialas. Un joven que afirmaba ser miembro de un grupo de teatro del que nadie había oído hablar fue interceptado en posesión de una colección de obras de teatro y una revista especializada que ofrecía un extenso reportaje fotográfico sobre los entresijos del montaje. El total de ambos artículos ascendía a 12.000 yenes.

Este caso, sin embargo, no era tan concluyente como el anterior. Makino pilló al culpable antes de que abandonara la tienda aunque de camino a los ascensores. No hizo ningún intento por escapar, sino que alegó su intención de pagar, abrió la cartera y mostró que llevaba encima 30.000 yenes. Amenazó a Makino con demandar a la tienda por calumnias.

Mamoru observó con ansiedad la escena desde detrás de la estantería de publicaciones recientes. Sabía que Laurel había recibido amenazas similares antes, y que incluso se habían puesto en marcha algunas acciones judiciales contra los grandes almacenes. También estaba al tanto de que la dirección había sancionado a ciertos empleados involucrados en esos incidentes.

En esta ocasión, no obstante, la suerte estuvo de parte de Makino, puesto que el sospechoso también llevaba dos videojuegos de la segunda planta. Llamaron a la policía y resultó que el ratero contaba con antecedentes: ¡tenía en su haber un total de ocho condenas!

—Ya le tenía echado el ojo. Sabía que tarde o temprano lo pillaría —explicó Makino—. Hoy ha sido demasiado descuidado. No suele operar de ese modo.

—¡Han sido tus superpoderes sensoriales! —sonrió Mamoru.

Más tarde, cuando discutía el arresto con Sato, este le dijo:

—Makino está imparable esta semana. Ya ha desenmascarado a cuatro rateros. Quizá tenga algún tipo de sexto sentido.

Mamoru tuvo noticias de Madame Anzai durante la pausa del almuerzo. Entró con una libreta en la mano en el almacén donde el chico bebía una taza de café.

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