—Más bien no tendrías motivos para poner en tela de juicio las últimas palabras de una moribunda.
—Hum. —Takano alzó la barbilla. Era un gesto recurrente cuando le daba vueltas a la cabeza—. Sí, es muy probable que al escucharlas, las interpretara de la forma que a priori parece más lógica.
—¿Qué quieres decir?
—Pues eso, que lo más fácil es pensar que aquella chica culpaba a tu tío, pero puede que se refiriera a otra persona.
—Pero estaba sola cuando sucedió todo.
—Eso no lo sabes. Quizás tuvo una pelea con su novio e iba de camino a casa. Puede que algún viejo verde la acosara. En un barrio tan desértico y oscuro como ese, puede pasar cualquier cosa. Y está claro que algo sucedió... Algo que la empujó a atravesar corriendo la intersección con el resultado que conocemos. De ahí que, a punto de fallecer, gimiera: «Es horrible, ¿cómo ha podido?». Tiene sentido ¿no crees?
—Y es de suponer que quienquiera que fuera tras ella huiría al ver el atropello.
—Correcto. Me pregunto si la policía está investigando las circunstancias en las que se encontraba la víctima antes de que pasara todo esto.
—No he oído nada al respecto. —Mamoru sintió un rayo de esperanza ante esa nueva posibilidad. Entonces, recordó la llamada que recibió la noche anterior—. ¿Sabes? He recibido una llamada extraña de un tipo. —Le contó a Takano que dicho desconocido le dio las gracias por haber quitado de en medio a Yoko Sugano que, según decía, «se lo estaba buscando».
—¿Le has comentado eso al abogado? —Takano frunció sus pobladas cejas.
—Bueno, la verdad es que, hasta ahora, no le he dado mayor importancia.
—Pues tienes que decírselo. Huele mal hasta para tratarse de una broma pesada.
—Pero no sé si merece la pena...
—¿Y por qué no?
—Hay mucha gente por ahí que disfruta haciendo cosas parecidas cuando ocurre una desgracia. Es más de lo mismo, como cuando mi padre desapareció. Llamadas, cartas, todo calumnias. En algunas de esas cartas anónimas, se atrevieron a insinuar que mi padre residía en otro lugar, e incluso adjuntaban lo que resultaron ser direcciones falsas. Y por si fuera poco, la gente empezó a decir que mi padre no había cometido el delito solo, sino que fue otra persona quien concibió y llevó a cabo el plan. Otra mentira más.
Mamoru se encogió de hombros como para quitar hierro al asunto. Le costaba muchísimo hablar de su padre.
—Por esa razón no quiero tomarme demasiado en serio esa llamada.
—Entiendo.
—Aunque, sí. Es posible que hubiese otra persona presente en el lugar de los hechos. Quizás valga la pena comentárselo al abogado.
Takano era una de las pocas personas con las que Mamoru había compartido la historia de su padre. Los menores de edad debían contar con el permiso de sus tutores para trabajar. Cuando Mamoru solicitó un puesto en Laurel, le comentó a Takano que sus padres habían fallecido y que vivía con su tía. Conforme fue conociendo a Takano, empezó a depositar su confianza en él y a considerarlo un amigo, pero aún albergaba sus dudas. ¿Cambiaría de actitud si conociera la verdad sobre Mamoru? Un día, se armó de valor, se preparó para afrontar la decepción y decidió contarle toda la historia. Sin embargo, Takano ni pestañeó.
—Escucha —había sentenciado—. Si es que estás considerando la idea de buscar a tu padre para que te inicie en las artes de la malversación, quizás debiera preocuparme. Claro que, en ese caso —y se echó a reír—, ¡yo también quiero mi parte!
En cuanto Mamoru empezó su turno, reparó en un cambio visible en la decoración del departamento. Se trataba de un imponente monitor de unos dos metros de alto por dos de ancho. La pantalla gigante, en la que ahora se proyectaban imágenes de un bosque teñido de colores otoñales, quedaba colocada frente a la escalera mecánica para captar de inmediato la atención de los clientes.
—Es una pasada, ¿verdad? Lo llaman «el último arma comercial» —dijo a Mamoru una de las chicas de la caja registradora al ver que este permanecía boquiabierto ante el aparato—. Está aquí desde el lunes.
—¿Es lo que se conoce como «vídeo ambiental»?
—Me imagino que sí. Lo cierto es que queda mejor que las hojas de plástico pegadas a la pared. Y el caso es que a los clientes les gusta. Otra cosa es la inversión que supone... Dicen que es carísima.
—¿Hay una en cada planta?
—Por supuesto. Un técnico las supervisa desde una sala de control. A los jefes les ha costado decidir el lugar donde iban a colocarla pero, mira tú por dónde, al final han decidido levantar un muro en el vestuario de mujeres e instalarla allí.
—Andémonos con ojo, ¡quizás el Gran Hermano esté detrás de todo esto! —Sato, ceñudo, emergió desde un pasillo donde había estado colocando las estanterías.
Mamoru y la chica intercambiaron una mirada. «Oh, oh. Ya está con la misma canción». A Sato le gustaba casi tanto la ciencia ficción como vagar alrededor del mundo. Y nadie ignoraba que
1984
, de George Orwell, era su novela favorita.
—Reíros si queréis, pero están utilizando esos vídeos para vigilarnos. Esas bonitas imágenes no son sino camuflaje.
—¡Pero si la semana pasada nos advertiste que llevásemos cuidado con lo que decíamos sobre los jefes porque, según tú, los lavabos estaban repletos de micrófonos! —replicó la chica.
—¿Y acaso me equivocaba? Los encargados sabían perfectamente quién de las chicas había planeado ratear unas chocolatinas para el Día de San Valentín.
—¡No me digas! Todo el mundo pagó sus chocolatinas. Tú también, si estoy en lo cierto.
—He dicho «ratear».
—¿Y quién fue? —preguntó la cajera, inclinándose hacia adelante.
—Ve a preguntárselo a los encargados.
Mamoru pasó junto al monitor y echó un vistazo. Ningún interruptor ni panel de control quedaba visible. No se trataba más que de una pantalla gigante que, en ese preciso instante, mostraba a turistas recogiendo castañas. En la esquina inferior izquierda, Mamoru divisó las iniciales M y A unidas en un logo. Creyó reconocerlas de algún otro sitio, pero no podía recordar de dónde.
—Y ya que están proyectando vídeos, ¿por qué no nos dejan ver
2001: Una odisea en el espacio
o alguna película interesante? —refunfuñó Sato.
—¿Estás de coña? —rió Mamoru—. Los clientes se quedarían dormidos antes de comprar ningún artículo.
—¡Kusaka, tienes visita! —Mamoru se volvió sobre sí mismo y encontró a Yoichi Miyashita, un compañero de clase.
El chico parecía incómodo. Cerraba y abría los puños convulsivamente, nervioso, como si intentara armarse de valor para decir algo. Se lo veía pálido y frágil, y tenía la piel clara y ese tipo de complexión delgada que tanto gustaba a las chicas.
Mamoru apenas lo había visto hablar con nadie a la salida del instituto. Sus notas rozaban la media y solía faltar a clase. Todos sabían que Miura y sus matones tenían algo que ver con su absentismo.
—Eh ¿has venido a comprar algo? —Yoichi aparentaba tal inquietud que Mamoru deseó que Anego estuviese allí para romper el hielo—. La Sección de Arte está por allí... —El chico sabía que Yoichi era miembro del club de arte, y lo había visto leyendo la revista
Arte Moderno
. Una publicación especializada en la que Mamoru no hubiese reparado de no ser porque trabajaba en la Sección de Libros.
Una vez miró la revista por encima del hombro de Yoichi. Este observaba un cuadro en el que aparecían figuras sin rostro y de sexo indeterminado que se hallaban ante lo que parecía una especie de coliseo.
—¿Qué es eso? —inquirió.
A Yoichi se le iluminó la mirada.
—Las musas inquietantes
, de Giorgio de Chirico. Es mi cuadro favorito.
Musas... Ahora que lo mencionaba, Mamoru se fijó en que las figuras llevaban togas. El título de la página señalada apuntaba a una muestra de la obra de Chirico en Osaka.
—Van a celebrar una exposición suya en la que han reunido numerosas obras repartidas por todo el mundo.
—Las mujeres pintan cuadros demasiado complicados —masculló Mamoru.
Yoichi, que se había dado cuenta de que su interlocutor confundía el apellido «Chirico» con el nombre japonés «Kiriko», estalló en carcajadas
4
. Aquello sorprendió a Mamoru que nunca lo había visto sonreír siquiera.
—¡No es japonesa! Es un maestro italiano. Todo un vanguardista del surrealismo.
Yoichi empezó a charlar sobre Chirico como otro lo hubiese hecho de su estrella de rock favorita. Tras aquel encuentro, Yoichi y Mamoru se hicieron amigos, aunque Mamoru no compartía la pasión por el arte de su compañero. Estaba seguro de que Miura odiaba a Yoichi solo porque manifestaba abiertamente su amor por unas obras que otros eran incapaces de apreciar.
—Entonces, ¿qué pasa? ¿Quieres que hablemos? —inquirió Mamoru—. ¿Se trata otra vez de Miura? —Él sabía que el abusón aprovechaba cada oportunidad que se le brindaba para meterse con Yoichi por su delgadez y su aire distraído. Y por supuesto, al profesor Incompetente le traía sin cuidado.
—No, no tiene nada que ver con eso —negó Yoichi en el acto—. Pasaba por la zona y me acordé de que trabajabas aquí, de modo que he venido a hacerte una visita.
Mamoru se sintió tan sorprendido como agradado. Siempre supuso que Yoichi era de los que cambiaban de acera cuando se cruzaban con algún conocido, sin importar la relación que los uniese.
—Acabo en media hora. Si no te importa esperar, podemos dar una vuelta después.
—Hum... —Yoichi empezó a balancearse sin apartar la vista del suelo—. En realidad, he venido porque...
—¡Disculpe! —Un cliente reclamaba la atención de Mamoru—. ¿Tiene el segundo tomo de esta novela?
—Mira, estás liado. Hablaremos más tarde —concluyó acuciado Yoichi y, sin esperar respuesta alguna, se apresuró hacia la escalera mecánica.
—¡Disculpe! —El cliente insistía. Aún intrigado por lo que Yoichi quería comentarle, Mamoru se encaminó aprisa hacia la sección de novela romántica para buscar el libro.
La ceremonia ya había comenzado cuando Kazuko Takagi llegó a casa de Yoko Sugano. El pueblo era tan pequeño como Yoko lo había descrito. Kazuko siguió las señales enmarcadas en negro que anunciaban un velatorio celebrado por la familia Sugano. Ascendió por una estrecha carretera de montaña hasta culminar en un terreno plano en el que se alzaban tres casas. La de Yoko quedaba más alejada.
El viento soplaba con fuerza. La parte superior de la carpa dispuesta a un lado de la casa para recibir a los dolientes ondeaba con asombrosa violencia a merced de los caprichos del aire.
Una chica que se parecía bastante a Yoko aguardaba sentada y hacía una mecánica reverencia a cada asistente. «Esa debe de ser su hermana pequeña», pensó Kazuko. Sabía que ella también estaba impaciente por irse a vivir a Tokio, pero Yoko había intentado disuadirla alegando que no había nada que pudiera interesarle allí.
Kazuko traía el habitual sobre de dinero que se entregaba junto con las palabras de pesame, pero no lo había firmado con su nombre real. Había tantísima gente que pensó que todo el pueblo estaba allí. Dispusieron el altar y el ataúd en una especie de veranda cuyo suelo quedaba cubierto por tatamis y donde, entre sutras, un sacerdote budista oficiaba la ceremonia fúnebre. El habitáculo estaba dotado de altos ventanales que se alzaban desde el suelo hasta el techo y que fueron abiertos para que los dolientes pudieran prender sus barritas de incienso y ofrecer sus oraciones sin tener que entrar en la casa. Kazuko se puso en la cola, esperó a que llegara su turno y, cuando le tocó acercarse, permaneció a un lado para escuchar al sacerdote. En cuanto empezó a temblar de frío, los vecinos la invitaron a unirse a la hoguera que habían prendido para entrar en calor.
—¿Es usted de Tokio? —preguntó una anciana con la distintiva entonación del dialecto local.
—Sí, he llegado aquí a las dos de la tarde. —Cuando Kazuko salió de la estación, reparó en el ancho río que se extendía ante ella. Quedó hechizada. Caminó durante un buen rato por la carretera que se alzaba en una suave pendiente, cruzó el puente y prosiguió su camino por la orilla hasta adentrarse en el bosque. Tenía la sensación de haberse quitado un peso de encima y podía notar que la tensión que crispaba sus hombros empezaba a disiparse. Cuando vino a darse cuenta, ya eran las cinco de la tarde y el cielo había adoptado un tono oscuro.
—¿Estudiaba con Yoko? —continuó la anciana.
Kazuko asintió mientras se calentaba las manos. La mujer detuvo a una chica que pasaba cargada con una bandeja llena de tazas, tomó dos y dio una a Kazuko. La taza estaba llena hasta el borde de un té suave y bien caliente.
—Yoko tenía la misma edad que mi hija —apuntó la mujer—. Le fue muy bien en el colegio y era una chica preciosa. Los Sugano querían que decidiera libremente su futuro, por eso la mandaron a la universidad.
—Sí… Lo sé.
—Y ahora está muerta. Tantos esfuerzos para nada.
Kazuko, incapaz de encontrar nada qué decir, continuó dando sorbos a su té.
—Tokio es un lugar aterrador.
—Los accidentes de tráfico son muy comunes —dijo Kazuko—. Yoko solo tuvo mala suerte.
La mujer lanzó a Kazuko una mirada inquisitiva, pero ella se concentró en la hoguera, parpadeando cada vez que uno de los leños se quebraba y crepitaba conforme ardía.
«Eso es», se aseguró a sí misma. «Yoko tuvo mala suerte. Dos suicidios y un accidente. Tres muertes, pero ni un solo elemento que los vincule.»
La chica que aguardaba bajo la carpa, en la recepción, se puso en pie y se encaminó hacia la entrada de la casa. Kazuko hizo una leve y educada reverencia a la mujer, dejó la taza sobre la bandeja y se dirigió hacia la chica.
—¿Eres la hermana de Yoko?
—Sí. Me llamo Yukiko.
—Vengo de Tokio. Era su amiga.
—Agradecemos que haya hecho un viaje tan largo para asistir al funeral. —Las dos se apartaron a un lado para no interrumpir el progreso de la fila de dolientes. Kazuko se arañó con las ramas de un árbol ya huérfano de hojas.
—¿Cuándo hablaste con tu hermana por última vez? —preguntó.
Yukiko se encogió de hombros.
—La última llamada que recibimos fue hace un par de semanas. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. —Kazuko intentó fingir que inquirió aquello de forma desinteresada, y esbozó una sonrisa contenida, la única permitida en una celebración de semejante naturaleza—. Ocurrió muy de repente, y hacía mucho que no había hablado con ella. Lo siento tanto…