Ni se percató de que perdía el equilibrio. Primero le flaquearon las piernas, después el torso acompañó el inerte movimiento. Estaba cayendo. Intentó llevarse la mano al pecho, quería proteger algo muy valioso que llevaba consigo. Ya no había nada ahí. Aterrizó sobre su brazo.
El suelo estaba frío. Distinguió el olor de algo parecido a la goma de la suela de unos zapatos. Lo último que sintió antes de perder el conocimiento fue que se le partía el labio. La sangre que le empapaba la boca le supo a cobre.
Yoshitake volvió en sí al cabo de una hora. Yacía en la habitación de un hospital, y Mamoru aguardaba sentado en una silla que había acercado a los pies de la cama.
Puesto que el paciente había adoptado un tono azulado y se había aferrado a su costado izquierdo en el momento de desplomarse, los médicos barajaron la posibilidad de un infarto. Mamoru temió lo peor y esperó en el pasillo sin apartar la vista de la puerta de la sala donde estaban atendiendo a Yoshitake. Sin embargo, en una media hora, el ritmo cardíaco y la presión arterial se estabilizaron y su respiración también volvía a ser regular. El médico no daba crédito, y decidió dejarlo en observación toda la noche.
—¿Qué ha ocurrido? —Esas fueron las primeras palabras de Yoshitake.
—¡Eso quisiera saber yo! ¿Cómo se encuentra? —preguntó Mamoru mientras presionaba el botón que alertaba a la enfermera, tal y como le indicaron que hiciese en caso de que Yoshitake despertara.
Mamoru estuvo reflexionando durante la conversación que Yoshitake mantuvo con el médico. En palabras de Takano, «Empezó a actuar de un modo muy extraño, casi como aquel otro tipo.». Con lo cual, Yoshitake podía ser la tercera víctima de esos vídeos subliminales.
—¿Cuándo se hizo un chequeo por última vez? —inquirió el médico, nada más abrir la puerta.
—La primavera pasada. Estuve semanas haciéndome pruebas —repuso el paciente—. ¿He sufrido un infarto?
—No, en absoluto —contestó el médico—. Todo estaba normal, por eso no entendemos qué le ha podido pasar. ¿No le ha ocurrido nada parecido antes?
—No, nunca. No me lo puedo creer. ¿De veras me desmayé?
—Me gustaría hacerle algunas pruebas más, de modo que tendrá que permanecer aquí unos cuantos días.
—Pero, me encuentro bien. —Las protestas de Yoshitake no fueron atendidas por nadie. Tanto el médico como la enfermera que lo acompañaba se marcharon de la habitación.
—Su salud es lo primero —sonrió Mamoru en un intento por apaciguarlo.
—Está exagerando —suspiró él—. Ha sido por el estrés. Suele ocurrir. Estoy así desde diciembre. Me despierto por las mañanas y me cuesta mucho recordar lo que hice la noche anterior. Quizá esté bebiendo demasiado. ¿Has venido en la ambulancia conmigo? —Miró al chico que aún iba ataviado con el uniforme de Laurel.
Mamoru asintió.
—Llamé a su casa. La criada dice que le traerá algunas cosas.
—Vaya, gracias. Ha sido un detalle por tu parte.
Pendía un olor a medicamento en el aire de aquella habitación austera y aséptica. El mobiliario se reducía a una silla, una pequeña cómoda y una cama blanca, junto a la cual colgaba de una percha de alambre la ropa de Yoshitake.
La criada llegó a las seis de la tarde.
—No necesitaré nada más. Deje mi muda aquí. No es nada, volveré pronto a casa —dijo Yoshitake con tono brusco. Su rostro ya había recobrado su color normal.
—Pero el médico dice que no le dará el alta hasta dentro de unos días, señor… —objetó la criada quien con obvia reticencia, añadió—: ¿Necesita que me quede a pasar la noche?
Mamoru había pensado en marcharse en cuanto llegase la criada pero de repente Yoshitake despertó cierta compasión en él.
—No será necesario —sentenció este—. Ya puede marcharse.
La criada esbozó una sonrisa de alivio.
—¿Quiere que avise a la señora?
—Tampoco es menester. Ya estaré en casa para cuando ella regrese.
—¿Qué le parece si me quedo con usted esta noche? —propuso Mamoru una vez que la criada se marchó.
Yoshitake se incorporó.
—De ningún modo. No quiero causarte…
—¿Y si le da otro ataque?
—¿Dónde vas a dormir? No permitiré que te quedes en el suelo.
—Me traerán una cama plegable. Hay suficiente espacio para instalarla. Llamaré a casa; no pondrán ninguna pega. Ya sé que no hay mucho que pueda hacer por usted…
—Eso no es cierto. Acepto tu oferta con mucho gusto.
La enfermera vino para tomar la temperatura a Yoshitake antes de que apagasen las luces. Le preguntó si Mamoru era su hijo, y en cuanto este reparó en la expresión de desconcierto del enfermo, se apresuró a intervenir.
—Ilegítimo, por supuesto —repuso con un tono burlón, provocando la risa de la enfermera.
—Qué graciosillo. Pero eres un buen chico.
La enfermera se marchó para regresar al cabo de unos pocos minutos.
—Toma, podrás echarles un vistazo antes de que apaguemos las luces —dijo, pasándole unas cuantas revistas—. No tardarás en caer dormido.
Fue una larga noche y, sin embargo, Mamoru no fue capaz de conciliar el sueño. Tenía demasiadas cosas en las que pensar. Por primera vez, ponía en tela de juicio la teoría de Takano. ¿Podían ser demostrados los efectos secundarios que esos vídeos tenían sobre ciertas personas? El perfil de Yoshitake no encajaba en absoluto con el de los protagonistas de los incidentes precedentes. Quizá el embrollo del accidente o los interrogatorios de la policía le hubiesen resultado algo traumáticos. No tenía sentido que el mensaje subliminal «¡Te pillaremos!» actuara en él como el detonante de una crisis.
Llegó a la conclusión de que era posible que Shin Nippon evadiera impuestos y, mientras deseaba que no fuese así, cayó dormido.
En mitad de la noche sintió que algo muy ligero se deslizaba sobre sus mantas y también distinguió un ruido suave. No tenía un sueño muy profundo ya que podía oír con total claridad la respiración suave y acompasada de Yoshitake.
Mamoru echó un vistazo alrededor de la oscura habitación y vio que la chaqueta y la camisa del convaleciente habían caído de la percha de alambre y yacían en un montón arrugado en el suelo.
Aunque no le apetecía levantarse, se obligó a ponerse en pie y recorrer el breve trecho que lo separaba del cuarto de baño. Al regresar, recogió la chaqueta y la camisa. Algo cayó del interior de una de las prendas, algún objeto diminuto que impactó contra el suelo de linóleo.
Valiéndose de la luz de la luna que se filtraba por las cortinas, Mamoru intentó dar con lo que se había caído. Lo encontró por fin, en la sombra que proyectaba una de las patas de la cama.
Se trataba de un anillo de platino. Era tan simple y sobrio que Mamoru supuso que debía de tratarse de un anillo de boda. ¿Por qué llevaría un anillo de boda en el bolsillo? ¿Sería realmente eso lo que acaba de caer al suelo? Mamoru lo llevó consigo hacia la ventana para poder observarlo con más claridad. Una fecha y unas iniciales quedaban grabadas en el interior. «De K. para T.»
Y la fecha… Coincidía con la inscrita en el propio anillo de boda de su madre, Keiko. El mismo que él guardaba desde su muerte.
De K. para T. De Keiko para Toshio.
Mamoru recordó el día en que, yendo montado en su bicicleta, se cayó. Era muy pequeño y cuando miró la herida, le impactó ver que la sangre manaba con tanta fuerza. Ahora que se daba cuenta de que llevaba el anillo de boda de su padre en la mano, experimentaba la misma sensación. Ese hombre debía de ser su padre. Su tía nunca lo conoció, y Mamoru no era más que un bebé cuando se marchó, por lo que tampoco recordaba su aspecto.
Ya no le extrañaba que hubiese reaccionado así a las escenas subliminales. Toshio Kusaka se llamaba ahora Koichi Yoshitake. ¡Su padre había vuelto!
Cuando Yoshitake se despertó temprano a la mañana siguiente, Mamoru ya no estaba. Había ido a ver a Anego. Nadie más estaría despierto a una hora tan intempestiva. Al este, se insinuaban unos tenues rayos de sol, pero el cielo seguía cubierto de estrellas. Un repartidor de periódicos muy joven pasó montado en bicicleta.
Había luz en la cocina de la casa de Anego. Sus padres trabajaban hasta muy tarde en una editorial, así que era la chica quien se levantaba, tal y como ella mismo decía, «escandalosamente temprano».
Mamoru se quedó plantado frente a la casa, con sus manos frías embutidas en los bolsillos. Anego abrió la puerta para recoger el periódico. A punto estaba de darse la vuelta para regresar dentro, cuando reparó en su amigo.
—¿Kusaka? —Se sobresaltó—. ¿Qué estás haciendo aquí tan temprano?
Mamoru no era capaz de articular palabra. Apenas pudo encogerse de hombros. Anego se acercó a él.
—Estás congelado. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Aún no podía hablar, pero sí sabía lo que quería decir: «Tenías razón. Mi padre estaba muy cerca. Es increíble, ¿verdad?».
—¿Qué ha pasado?
Mamoru puso las manos sobre los hombros de la chica y la atrajo hacia sí. No deseaba abrazarla tanto como ella deseaba abrazarlo a él. Pero necesitaba a alguien en quien apoyarse.
—¿Qué ocurre? —repitió Anego con calma. Llevada por el instinto, hizo algo que el chico había estado esperando: lo estrechó entre sus brazos para darle algo de calor.
—Hola chico. —La mañana del siete de enero, Mamoru oyó por fin la siniestra voz—. Me alegro de que estés bien. ¿Cómo han ido las vacaciones?
Mamoru no estaba recuperado de las recientes emociones que habían dado un vuelco a su vida y tampoco había puesto de su parte para hacerlo. Tenía la impresión de que le acababan de entregar algo extremadamente frágil que se haría añicos al menor movimiento.
El anillo de boda de Toshio Kusaka cayó del bolsillo de la chaqueta de Yoshitake. Eso era todo, pero significaba demasiado como para que el chico fuese capaz de abordar el tema con cualquiera. No se lo había contado a nadie y desconocía si alguna vez podría hacerlo.
Al final, había acabado dando un pretexto a Anego, y alegó que había ido a su casa solo porque quería verla. Ella no insistió demasiado y se comportó con él como de costumbre.
—Si eso es lo que te apetece, ven a verme cuando quieras —le había dicho entre risas.
Y la mañana del siete de enero, Mamoru seguía sintiéndose envuelto por un banco de niebla. La voz pareció abrirse camino entre la bruma para despertarlo de su sopor.
—Esta tarde a las tres. En la intersección de Sukiyabashi. Sabes dónde está, ¿verdad?
—Lo sé.
—Ven si te apetece ver lo que soy capaz de hacer. Será el final de Kazuko Takagi. Te estaré esperando.
Mamoru se apeó del tren que llevaba hasta Yurakucho a las doce en punto y recorrió a pie la distancia que lo separaba del cruce de Sukiyabashi, en el distrito de Ginza. El cielo estaba despejado. No podía hacer otra cosa que esperar. Sujetó con fuerza su ejemplar de
Canal de Información
e intentó recordar la cara de Kazuko Takagi.
Sabía que a una mujer le bastaba un corte de pelo o un cambio de vestuario para parecer otra. Maki le dijo una vez que ese cambio de aspecto solía producirse con la llegada de un nuevo novio, pero Mamoru no quiso considerar siquiera la opción de no poder reconocer a Kazuko.
La zona estaba atestada de gente. Era como si todo Tokio se concentrase en ese punto. Compras, citas, cines. También había familias. Y en mitad de aquella bulliciosa escena, Mamoru se sentía como un explorador perdido en la jungla, como un montañista atrapado en una llanura nevada sin mapa para orientarse. Caminó en soledad. Reparó en los rostros de las jóvenes, las siguió rezagado detrás hasta cansarse. Entonces, se quedaba parado unos instantes hasta que divisaba alguna otra cara que le llamase la atención y volvía a repetir la misma operación.
Intentó recordar la expresión de su prima el día que esa maldita voz la poseyó para demostrar sus poderes. Maki no mostró la más mínima alteración, excepto cuando dijo «Escúchame, chico». En ese momento su mirada ya no era la misma, estaba vacía, como si sus ojos no estuviesen fijos en ningún punto.
Era de suponer que la mujer que buscaba estuviese riendo y hablando como las demás. Tal vez Kazuko no llegase hasta las tres.
¿Qué debía hacer? ¿Ir a todos los grandes almacenes, cines y restaurantes de Ginza y exigir que la llamasen por megafonía?
Eran las dos y media.
Kazuko se aferraba al brazo de Mitamura mientras subían la escalera que conducía hasta la salida del metro de Yurakucho Mullion. Eran las tres menos veinte.
—El mensaje decía que viniese sola. Tal vez no se acerque si me ve acompañada por otra persona.
—Pero si nos separamos ahora, te perderé entre tanta gente.
Justo entonces, Mitamura divisó un vendedor de globos.
—Ya sé. Te compraré un globo. Así sabré dónde te encuentras en todo momento.
Pagó al vendedor, y este dio a Kazuko un globo rojo.
—¡Me siento como una niña!
—Considéralo como un amuleto que te protegerá.
Eran las tres menos cuarto.
Mamoru se sentó en el borde de un parterre para descansar un poco, aunque no dejaba de barrer la intersección con la mirada. No le quedaba otra que quedarse ahí esperando a que el reloj marcase las tres. Estaría preparado para ponerse de pie de un salto y abalanzarse sobre la primera chica que, de súbito, empezara a actuar de modo extraño.
Se trataba del cruce donde confluía el mayor número de peatones de todo Tokio. A intervalos regulares, las señales de tráfico detenían el flujo de circulación en todas direcciones y permitía que las personas que aguardaban en las cuatro esquinas cruzaran de una sola vez. Un agente que lucía un brazalete blanco controlaba el tráfico y se valía del silbato para advertir a los vehículos que se entretenían demasiado en la intersección o a los peatones acuciados por cruzar antes de que el semáforo se lo permitiese.
¿Por qué habría elegido ese punto en concreto?
Las dos y cincuenta y tres minutos, y veinte segundos.
Alguien dio un golpecito en el hombro de Mamoru. El chico se dio la vuelta y se encontró cara a cara con una joven que cargaba con un sujetapapeles y esbozaba una sonrisa entusiasta.
—¡Vaya, te he asustado! ¿Estás solo? —preguntó con demasiadas confianzas.
Los vendedores aguardaban en cada esquina todos los días del año, imaginó Mamoru. La fulminó con la mirada y se levantó en un gesto amenazante.