Authors: Michael Bentine
El largo invierno de 1190 transcurrió sin ulteriores noticias del rey Ricardo y la nueva gran Cruzada. Corrían rumores en torno al campamento franco, pero poca cosa más ocurrió para mitigar el sordo dolor del hambre y la falta de leña con que combatir la fría humedad de la noche.
De nuevo los cruzados se vieron obligados a comerse los perros y los caballos, y hasta a pelearse por los huesos como podencos famélicos. Por fin, un pequeño convoy se abrió paso a través del bloqueo turco y, por primera vez en meses, los cruzados pudieron comer una cena decente que revolvió violentamente el estómago a la mayoría.
El frío extremo y la falta de alimentos les había afectado a todos. Arnaldia, la temible fiebre de ultramar, hizo estragos entre los desnutridos soldados. Muchos morían, entre ellos la reina Sibila y sus hijos, por lo que el rey Guy quedó viudo.
Eso era todo cuanto Conrad de Montferrat precisaba para hacer su jugada. Primero anuló el matrimonio de Isabella con Homfroi de Toron, luego obligó a refrendar la anulación por el arzobispo y el patriarca Heraclio, y se casó con Isabella en cuanto pudo.
Aquello fue una clara traición, una conspiración de la peor especie. La pobre Isabella, con apenas dieciocho años mientras que De Montferrat ya era un hombre de mediana edad, detestaba al salvaje y flamante marido, que virtualmente la violó en su noche de bodas.
Lejos estaban los felices días pasados junto al bondadoso y complaciente Homfroi de Toron. De Montferrat quería un heredero real y no escatimó esfuerzos para lograr engendrar uno. La infortunada Isabella lloraba sin ser escuchada por los desalmados que la rodeaban, los cuales apoyaban a De Montferrat como el futuro rey de Jerusalén si Guy de Lusignan moría.
Las sospechas de De Sablé estaban bien fundadas. Ya se estaban incubando conspiraciones dentro de la facción de De Montferrat para que su rival, el rey Guy, sufriera una muerte segura en la próxima batalla.
Estaba bien entrado el año 1191 cuando el Gran Maestro templario mandó llamar por fin a los dos servidores.
—Partiréis este fin de semana. El rey Ricardo ha zarpado de Mesina, pero una tempestad ha obligado a sus naves a buscar refugio en el puerto de Limassol, en la isla de Chipre. Esta noticia la trajo el último convoy.
Detalló algunas de las dificultades con que se enfrentarían.
—Ricardo tiene muchos supuestos aliados que se alegrarían de verle muerto. Es un líder muy popular entre los ingleses, que le seguirán al mismo infierno, pero un soldado tan aguerrido y poderoso se gana enemigos con facilidad. Deberéis tener los ojos bien abiertos, no sólo a causa de los Asesinos sino por las posibles traiciones entre sus comandantes aliados.
«Este extraño y joven rey inglés es tan hábil con la pluma como lo es con la espada o el hacha de batalla danesa de doble hoja, que al igual que vos, Belami, utiliza con placer. Entre los trovadores y minnesingeres, goza de un elevado concepto. En realidad, se le considera un príncipe entre los poetas.
«Si le sois simpáticos, como no dudo que así será, será un leal amigo. Si, en cambio, os ganáis sus antipatías, probablemente moriréis.
«Siempre va al frente en el campo de batalla, donde la acción es más violenta. Creo honestamente que no conoce el significado de la palabra miedo. Es un adversario cabal para enfrentar a Saladino. El sultán es seguramente el más listo de los dos, pero en cuanto a coraje no hay forma de establecer diferencia alguna. Ambos tienen corazón de león. Que Dios os proteja. ¡Mes sergents!
Los dos servidores saludaron y se abrazaron los tres.
Seis días más tarde, Simon y Belami zarpaban rumbo a Chipre.
La galera de los templarios Saint Bernard, que llevaba a Simon y Belami a Chipre, ofrecía un marcado contraste con el carguero de los hospitalarios, tan ancho de casco, que les trajo anteriormente a Tierra Santa.
De desplazamiento suave y veloz, los remos de la esbelta galera eran manejados por veinte hombres robustos en cada costado. La velocidad que alcanzaba sólo con los remos era de cuatro nudos, y con un viento que llenara las velas latinas podía alcanzar hasta siete nudos, mientras los remeros pudiesen mantener el ritmo.
Su ascendencia vikinga era evidente en las planchas de madera de cedro, resistente a la podredumbre, recubriendo las poderosas cuadernas, con traviesas de la misma madera y clavadas con duras cuñas de roble. En general era una excelente nave. Los templarios llevaban consigo los caballos árabes blancos, que estaban alojados en la bodega en establos bien almohadillados, especialmente construidos para el viaje. Normalmente, aquellas embarcaciones veloces sólo transportaban pasajeros y vituallas, por lo que hubo que agregar los establos.
El viento fresco de mar adentro impulsaba el Saint Bernard con suficiente fuerza como para asegurar un viaje rápido hasta Chipre. Aunque la isla se encontraba tan sólo a un día y una noche de viaje de Tiro, se vieron obligados a desviarse para evitar la flota turca que patrullaba las aguas y luego navegar hacia poniente, antes de virar hacia el norte para llegar a Chipre. Por fin tocaron tierra al cabo de tres días de partir de Acre. A su llegada a la bahía de Limassol, protegida de los vientos del oeste por el cabo Gata, fueron recibidos por un bote patrulla de la poderosa flota del rey Ricardo, que se encontraba anclada a sotavento de la punta de tierra.
Fuertes temporales habían causado importantes daños en los transportes de tropas ingleses, poniendo en peligro de naufragar a la nave real que llevaba a la futura esposa del rey Ricardo, la princesa Berengaria, y su hija menor, la reina Joanna, viuda del rey Guillermo II de Sicilia.
Las naves inglesas se encontraban en plena tarea de reparación, antes de partir hacia Tierra Santa. La galera de los templarios se reconocía fácilmente a causa de su enorme bandera beauseant ondeando en el palo mayor. Ello les aseguraba una cálida bienvenida y en seguida fueron eficientemente llevados hasta quedar amarrados en un muelle de piedra, construido en la costa rocosa.
A los pocos minutos de atar las amarras en grandes anillas de hierro clavadas en la roca, Simon y Belami conducían a los blancos caballos árabes por la estrecha planchada hasta el muelle cubierto de grava.
La bienvenida de sir Roger de Sherborne, el oficial encargado de regular la actividad del puerto del rey, fue cordial y eficiente. Las formalidades se redujeron al mínimo.
Como de costumbre, el discurso de Belami fue un modelo de brevedad. Después de presentarse y de presentar a Simon, dijo:
—Traemos saludos para su majestad el rey Ricardo de nuestro Gran Maestro, Robert de Sablé. Tengo órdenes de presentarle al rey estas cartas credenciales y este documento, que garantiza la ayuda a la Cruzada de su majestad en la suma de 30.000 besants de oro.
La sonrisa en el rostro de sir Roger se ensanchó perceptiblemente. Y en la breve caminata a lo largo del muelle, el oficial del puerto contó a los recién llegados ciertos detalles sobre la situación actual en Chipre.
—Isaac Ducas Comnenus, el auto coronado emperador de Chipre, se encuentra acechando en las colinas. El rey Ricardo está rabioso por la bárbara recepción brindada a la princesa Berengaria y su hija, la reina Joanna, cuando Isaac Comnenus se negó a proporcionarles agua y comida después de haber sido llevadas a Limassol por la tormenta que casi hundió la flota entera.
El experimentado caballero inglés sonrió sarcásticamente.
—El tirano Comnenus cometió un gravísimo error al despertar la ira del rey Ricardo Corazón de León. Mi monarca le hará pagar cara su brutal descortesía.
Sir Roger de Sherborne tenía un aire de honestidad que en seguida le hizo ganarse el respeto de los templarios.
—¿Habéis visitado Tierra Santa, señor? —le preguntó Belami.
—En efecto —respondió el oficial del puerto con entusiasmo—, y también tengo motivos para recordar la segunda Cruzada.
Se palmeó la pierna izquierda, que era perceptiblemente más corta que la derecha, lo que le hacía cojear visiblemente.
—Una lanza sarracena me hizo una herida profunda en la batalla de Harim, cuando servía a las órdenes de Bohemundo de Antioquía y Joscelyn de Edessa. Eso fue hace veintisiete años. Yo era un joven inexperto de veinticinco años en aquel tiempo, y me ha quedado este balanceo náutico, tanto en tierra como en el mar.
El viejo guerrero rió irónicamente ante su grave impedimento.
—¡Pero estoy esperando una nueva oportunidad para saldar las cuentas!
Los templarios se animaron ante la alegre personalidad del veterano. Al llegar al extremo del muelle de piedra y pisar la senda arenosa, el viejo oficial del puerto señaló hacia un extraño edificio que allí se levantaba.
—Ése es el cuartel general del rey —dijo—. Se trata del castillo Mategriffon. A nuestro ingenioso monarca le gusta inventar nuevas armas de guerra. Es, como podéis ver, un castillo fuerte y compacto, que incluye una torre móvil de sitio, construido totalmente en madera. Es fácil de transportar en barco en sus partes componentes y muy simple de armar y desarmar. El rey Ricardo lo prefiere a una enorme tienda, y es, por supuesto, resistente, pues está construido sólidamente.
Hasta tiene un gran vestíbulo y una sala de audiencias, así como varios cuartos adjuntos. Dentro de sus muros, se pueden montar pabellones para huéspedes.
Mategriffon puede que no sea la solución total para las campañas en el extranjero, pero constituye un adelanto con respecto a dormir bajo las lonas o las estrellas.
—Claro que, al ser de madera, debe de ser vulnerable al fuego griego —comentó Belami.
Sir Roger se echó a reír.
—Por ese motivo, los muros están protegidos con pieles sin curtir empapadas en vinagre. ¡Con el tiempo, uno hasta se acostumbra al olor! Aquí, junto a la costa, se nota menos que si el castillo estuviera emplazado tierra adentro. Cuando perseguimos al enemigo, solemos dormir en tiendas de campaña. Al rey Ricardo le encantan las campañas. Si yo fuese más joven, seguramente me pasaría lo mismo.
Sir Roger condujo a los templarios, pasando ante los arqueros ingleses de adusta expresión que guardaban las puertas de Mategriffon, y les dejó en una antecámara, mientras se alejaba cojeando para informar al rey de su llegada. Al cabo de cinco minutos, reapareció y les indicó que le siguieran.
La primera visión que tuvieron del rey Ricardo Corazón de León fue la de un gigante que se levantaba de su trono para saludarles. Su ancha frente estaba coronada por espesos cabellos de un rojo dorado y ceñida por el borde de su corona. Tenía el rostro de un rey, varonil, rudamente hermoso y sereno, sin la arrogancia petulante que los templarios acostumbraban a esperar de los nobles cruzados visitantes. Por una vez, los templarios comprobaron que los rumores no les habían defraudado. Aquel rey guerrero era de pies a cabeza el «Corazón de León» de la leyenda. Ricardo I de Inglaterra era verdaderamente un magnífico animal.
Los servidores templarios le saludaron y luego se arrodillaron en señal de obediencia. De inmediato, Coeur de Lion les hizo seña de que se levantaran.
—Los templarios no precisan hincar la rodilla ante un hermano cruzado. Al fin y al cabo, todos hemos «cogido la Cruz». A juzgar por vuestras cicatrices de guerra, veo que habéis luchado duro y bien por Tierra Santa. Ricardo de Inglaterra os da la bienvenida para que os unáis a él en ésta la tercera Cruzada.
Aquellas no eran palabras vacías para causar efecto. El rostro sonriente del rey daba peso a sus palabras. Adelantándose para recibirles, el rey Ricardo les estrechó la mano derecha férreamente y, ante su sorpresa, les abrazó. La impulsiva informalidad de Ricardo Plantagenet se condecía con su carácter jovial.
—Sentimos una gran admiración por las hazañas de nuestros hermanos en armas —dijo, al aceptar la carta que le ofrecía Belami.
Mientras leía rápidamente su contenido, se echó a reír.
—Vuestro Gran Maestro habla de vosotros como si fueseis hijos favoritos. Esto no es usual, viniendo de un templario. Pues tengo entendido que Robert de Sablé es un magnífico soldado y que admira a los buenos guerreros. Os ofrece a mí como guías experimentados para reconocer los modos y maneras de nuestros valerosos adversarios paganos. También sugiere que forméis parte de mi guardia personal. Así será. Me encanta tener a servidores templarios luchando junto a mí, de manera que acepto gustoso el generoso ofrecimiento de vuestro Gran Maestro. ¿Cómo decís vosotros, mes braves?
El uso sorprendente de la expresión favorita de Belami por parte del monarca hizo reír al veterano, su sonoro diapasón vibrando en respuesta al del rey.
—Quiera Dios que podamos servir a vuestra majestad como corresponde. Mi hacha de batalla y la espada de mi compañero están a vuestras órdenes, majestad.
Al rey Ricardo se le iluminaron los ojos.
—Veo —dijo, con vehemencia— que usáis el arma que yo llevo en las contiendas. Veamos cuán diestro sois en su uso, servidor Belami.
Se volvió hacia su escudero, un joven bien parecido, de alegres ojos, que llevaba su laúd colgado del hombro. Sin decir ni una palabra, el joven entregó al rey la enorme hacha danesa de doble hoja.
Ricardo la empuñó expertamente y, después de seleccionar como blanco un gran escudo de madera colgado en la pared más lejana de la sala de audiencias, lanzó sin esfuerzo alguno la pesada hacha de batalla. El arma cruzó como un rayo la amplia sala y se hundió en el centro del escudo, que se estrelló contra el suelo. El rey miró burlonamente a Belami.
El veterano manifestó su admiración por la destreza de Corazón de León y dijo:
—¿Con vuestro permiso, majestad?
Ricardo asintió con la cabeza.
Belami descolgó prestamente su hacha de guerra del cinto e hizo una pausa para seleccionar su blanco. El escudo había caído de plano al suelo, con el largo mango de madera del hacha del rey irguiéndose en el medio.
Belami apuntó con cuidado y con un hábil movimiento del brazo arrojó el hacha a través de la sala, que cruzó como un borroso destello acerado.
El arma cortante como una navaja de afeitar se clavó en el mango del hacha del rey y la partió por la mitad. Un aplauso espontáneo y gritos de admiración saludaron la hazaña del templario.
Coeur de Lion sonrió ampliamente, los blancos dientes brillando a la luz del flambeaux. Cogió a Belami por el hombro.