El templario (44 page)

Read El templario Online

Authors: Michael Bentine

BOOK: El templario
8.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las guarniciones latinas y francas fueron puestas a cargo de cada castillo y plaza fuerte de Chipre. La isla se convirtió en la base mediterránea para la tercera Cruzada. Dos caballeros ingleses, Richard de Canville y Robert de Turnham, fueron puestos al mando, para actuar como magistrados temporarios mientras el rey Ricardo resolvía qué hacer con la isla y su asustadiza población griega.

Eso dejó a Corazón de León en libertad de dedicar toda su atención a la invasión de Tierra Santa. La Cruzada se iniciaba con un buen comienzo. En Famagusta, la flota inglesa, reunida de nuevo, cobijaba a los soldados ingleses y francos que, como resultado de su victoriosa campaña en Chipre, eran enviados con el propósito de recuperar las tierras de ultramar. Además, el rey Ricardo disponía ahora de los fondos suficientes para pagar la dispendiosa operación

La toma de Chipre se había realizado en tan sólo dos semanas de intensa campaña. La lucha había sido mínima, con muy pocas bajas entre los cruzados, porque la dividida flota inglesa fue capaz de atacar los flancos expuestos de los inexpertos rufianes de Isaac Comnenus.

Los isleños griegos, que estuvieron encantados de ver el trasero de su tiránico emperador, ahora comenzaban a sentir el peso de la mano del rey inglés. Muchos de los derechos básicos que habían logrado preservar bajo el régimen tiránico fueron usurpados por los comandantes designados por el rey Ricardo.

Ello significaba más y más elevados impuestos de los que se habían visto forzados a pagar bajo la tiranía de Comnenus. Sin duda, las cosas se presentaban con mal cariz para los griegos, a quienes les parecía que habían cambiado un tirano por otro.

Los que tenían edad para enrolarse en el ejército vieron que su mejor alternativa residía en «coger la Cruz» y unirse a la tercera Cruzada. Su razonamiento era que si el monarca inglés había sido capaz de aplastar a Isaac Comnenus en unos pocos días, bien podría recuperar Tierra Santa, con todas sus riquezas, en seis meses. Si se unían a él, parecía lógico suponer que obtendrían parte del botín.

Simon apenas tuvo tiempo u ocasión de despedirse precipitadamente de Berenice de Montjoie, antes de partir hacia ultramar. Fue una lacrimógena despedida, pues la hermana de Pierre había quedado tan prendada del apuesto normando como él estaba fascinado por la inocente belleza de la doncella. Había sido literalmente un caso de amor a primera vista por parte del joven, sí bien para Berenice, Simon de Creçy hacía tiempo que era para ella la imagen de un paladín sin par, debido a los numerosos relatos que su hermano le había hecho de las hazañas de los tres templarios en Tierra Santa.

Berenice amaba a Pierre, y él amaba a Simon, por lo que para su hermana había sido un proceso natural el ir descubriendo en el mejor amigo de su hermano todas las virtudes que Pierre admiraba en su incomparable camarada de armas. Afortunadamente, Simon era realmente tan excelente persona como parecía ser, y lo mismo sucedía con Berenice de Montjoie. Pierre se congratulaba complacido por haber tenido éxito en su actividad como casamentero, y Belami exhaló un suspiro de alivio por el hecho de que su joven servidor hubiese encontrado a su futura esposa. El único obstáculo que restaba para su unión era el rango actual de servidor templario que Simon ostentaba. Una condesa no podía desposarse con un plebeyo.

—Estoy más seguro que nunca de que Corazón de León es nuestra mejor apuesta a favor de Simon —dijo Belami—. Gracias a Robert de Sablé, ahora somos guardias personales del rey, y te aseguro, Pierre, que este rey inglés es quien le dará el espaldarazo a Simon. Si vivimos lo suficiente como para que esto suceda —agregó, con una maliciosa mueca.

«Corazón de León es el guerrero más alegre que he visto en acción. Creo sinceramente que sólo está totalmente vivo cuando se encuentra cara a cara con el Ángel de la Muerte. Te juro, Pierre, que en un momento, cuando nosotros tres fuimos cercados por unos cuarenta guardias de Comnenus, Corazón de León estaba cantando de verdad al tiempo que descargaba golpes con el hacha de batalla como si fuese la guadaña del Ángel de las Tinieblas. Le encanta combatir y le encantan los hombres guerreros. Si alguien va a darle a Simon las Espuelas de Oro, ese alguien tiene que ser el rey Ricardo. Pero nuestro paladín normando tendrá que sudar la gota gorda para obtenerlas.

Si bien Simon desconocía por completo los planes sutiles de sus amigos, él permanecía cerca del monarca inglés, en parte porque era su deber, y en parte porque el extraño e impulsivo soldado-poeta ejercía un fuerte efecto en aquellos que le rodeaban. Si había poesía en el corazón de un hombre, entonces Ricardo era su amigo. Si había coraje en el corazón de un hombre, Ricardo se convertía en su camarada de armas. Pero si descubría estas dos raras cualidades en un hombre, entonces Corazón de León era su hermano. Eso es lo que sucedía con Simon.

Al fin, una vez hechas realidad las más altas esperanzas, los cruzados se volvieron de cara a ultramar, con el propósito de reconquistar Tierra Santa y recuperar la Vera Cruz. El rey Ricardo cantaba a la Santa Reliquia:

Lignum crucis

Signum ducis

Sequitur exercitus

Quod non cessit

Sed praecissit

In vi Sancti Spiritus

Los versos pertenecían a Berter de Orleans, pero la música del canto era de Ricardo Plantagenet, el trovador. Burdamente traducidos significan:

Cruz de madera

Signo de nuestro Jefe

El ejército sigue

A quien no se rinde

Sino que la lleva

A la vida del Espíritu Santo.

El rey Felipe de Francia ya había desembarcado en ultramar para alegría de los sitiadores de Acre. Federico Barbarossa marchaba a través de Alemania y los Balcanes con una fuerza de casi doscientos mil hombres. Finalmente, Ricardo Corazón de León zarpaba de Famagusta con sus veinticinco naves originales ahora con el refuerzo de la otra mitad de la flota, con un total de sesenta naves. Junto con los templarios y los hombres del rey Guy, los cruzados reunieron diez mil guerreros duros y duchos en la batalla.

Por lo que a fuerza armada se trataba, la tercera Cruzada fue bienaventurada. El único obstáculo para no obtener una rápida victoria era de carácter político. No había forma de que Conrad de Montferrat, con su nueva esposa Isabella, renunciara al mando de su considerable ejército en Tiro para luchar bajo la bandera del rey Guy o del rey Ricardo.

El impulsivo monarca inglés estaba ardiendo de deseos de enfrentarse a De Montferrat y establecer un acuerdo de tareas con él antes de atacar al sultán Saladino de frente.

La clave parecía estar en la toma de Acre.

Con ese fin, la flota de los cruzados zarpó a toda vela y con las galeras impulsadas por los sudorosos remeros, mientras las fuerzas de ataque se dirigían directamente a la ciudad sitiada.

A bordo de la galera del monarca inglés, a Simon y Belami se les había unido su Gran Maestro, Robert de Sablé. El respeto mutuo y la simpatía que existía entre el recio y célibe monje guerrero y el gran bebedor Corazón de León se hizo evidente en su primer encuentro. Su ética podía ser diferente, pero su oficio era la guerra, y ambos combatientes se reconocían por lo que eran.

El rey Guy de Lusignan permanecía en su propia galera con Bohemundo de Antioquía y Joscelyn de Edessa, como correspondía a su rango y posición en calidad de señores francos de ultramar. Pretendían permanecer al margen hasta después de que el rey Ricardo hubiese desembarcado la punta de lanza de su ejército. Corazón de León quería que su pie fuese el primero en pisar Tierra Santa en esa tercera Cruzada. Los astutos nobles francos dejaban que realizara esa ambición.

Cuando las almenas del castillo de Margat asomaron a la vista, seguidas por las de Tortosa, Trípoli, Nephyn, Botron y casi inmediatamente después la torre de Gibeleth, los cruzados ardieron de fervor religioso. Al fin Tierra Santa estaba a la vista.

Navegando velozmente entre la flota inglesa y la costa de Palestina, que se acercaba rápidamente, se hallaba un enorme bajel, de tres mástiles, con todas las velas desplegadas para aprovechar el viento fresco del mar. Sus altas bordas de sólida construcción se encontraban cubiertas de pieles verdes y amarillas.

Peter de Barres, el patrón de la galera del rey Ricardo, en seguida la identificó.

—Es una nave turca, majestad —dijo—. Parece un carguero veloz. Supongo que lleva provisiones para la guarnición de Acre.

—¡Entonces, a por él, capitán! —gritó el rey Ricardo, con los ojos encendidos por el ardor de la persecución.

De alguna manera, los poderosos músculos de los galeotes pusieron energía adicional para acelerar el movimiento de los largos remos, y la nave del rey se fue acercando al enorme bajel turco.

La única experiencia previa de Simon de una batalla en el mar había ocurrido cuando la nave de los hospitalarios, el Saint Lazarus, que le transportaba a Tierra Santa, fue atacada por los corsarios en la costa de Barbaria. Ahora, le parecía que aquello había sucedido un siglo atrás. Sin embargo, la forma de abordaje con el carguero turco fue casi idéntica.

En primer lugar, se produjo el intercambio de grandes piedras, lanzadas por las catapultas de ambos bandos, seguido por el lanzamiento de los potes de fuego griego desde uno y otro barco. En este aspecto, el bajel turco aventajaba al de los cruzados en virtud del mayor tamaño de sus catapultas. Cuanto mayor era la nave, más grandes eran las armas que llevaba, y el navío enemigo era dos veces mayor que cualquiera de los galeones de la flota de Ricardo.

—¡Acortad distancia! —ordenó el rey inglés, y los galeotes de la galera remaron con más fuerza que nunca, acercándose para que el barco enemigo quedara al alcance de los arqueros ingleses.

La mayoría de ellos estaban armados con arcos largos, y algunos hasta usaban arcos de tejo galeses como el que Simon sabía utilizar con tanta destreza.

La respuesta vino de los arqueros turcos, armados con su nueva versión de las armas capturadas a los genoveses. El silbido y el golpe sordo de sus mortíferas flechas anunciaban el fin de un buen número de los cruzados atacantes.

La réplica del rey Ricardo consistió en ordenar la elevación de los manteletes de madera en la proa del galeón, desde detrás de los cuales él mismo comenzó a disparar rápidamente con un arco de caza. Ante su invitación, Simon se unió a él, después de cambiar el arma que le habían construido expresamente durante el sitio de Acre por el arco de tejo de un arquero galés muerto. Ambos, el monarca y el servidor templario, no tardaron en encontrar la línea de tiro, con lo que obligaron a los turcos a elevar sus manteletes. Simon les puso las cosas tan difíciles a los turcos de las catapultas, que sus disparos menguaron en tanto él tiraba una flecha tras otra contra ellos, o su maciza arma de madera.

A medida que la galera de los cruzados se iba acercando, podían ver que el carguero turco transportaba varias máquinas de sitio, presumiblemente para la guarnición en Acre.

Constituían un trofeo demasiado valioso como para permitir que llegaran a manos de los sarracenos.

Con la ciudad sitiada casi a un tiro de piedra, cabía hacer algo inmediatamente para detener la nave de aprovisionamiento turca. No tardaría a estar segura bajo la protección de las catapultas de Acre, montadas en las altas torres.

—¡Tenemos que detener su avance como sea! —exclamó el rey Ricardo.

—Si pudierais manteneros delante de ella, majestad, durante unos momentos, quizá yo podría acercarme a nado a la popa y trabar el timón con una soga —sugirió Simon.

—Pero si no lográis cogeros a la nave —respondió el rey—, podríais ser arrastrado por las olas. No podremos parar para salvaros y hay una gran distancia hasta la costa.

—Eso no ocurrirá si voy atado a un cabo de cuerda, majestad —replicó Simon—. Si no logro alcanzar la nave turca, Belami y los demás podrán tirar de ella y volverme a bordo. A menos que detengamos su avance, Acre recibirá esos pertrechos. El bajel debe de estar abarrotado de alimentos y máquinas de sitio.

De mal grado, Corazón de León asintió, aceptando el plan, y estrechó la mano de Simon antes de que el normando se quitara la armadura.

—Buena suerte, joven templario. Vale la pena intentarlo.

Con un esfuerzo supremo, los galeotes remaron como locos. La nave real fue ganando distancia lentamente hasta avanzar al carguero turco en un cabo de longitud.

La lluvia de flechas se intensificó desde ambos lados. Los dardos y las flechas de una yarda silbaban a través del aire en una mortífera granizada. Las bajas aumentaban rápidamente en ambos navíos.

Simon calculó cuidadosamente el instante para arrojarse al agua y se deslizó sin ser visto por la popa de la galera real.

El mar, fuera de la zona donde el agua era agitada por los golpes de remo o de la estela de la nave, estaba lo suficientemente calma como para poder nadar, y, observado por los ojos ansiosos de Belami y Pierre, el joven normando cruzó con poderosas brazadas la angosta brecha. La liviana cuerda que flotaba detrás de él, uniéndole a la nave, parecía un cordón umbilical de cáñamo, pensaba Belami.

Afortunadamente, sin ser descubierto por los arqueros turcos, que podrían haberle dado muerte en el agua, Simon fue llevado hacia la estela que dejaba el casco panzón de la nave turca.

Por un instante, desapareció de la vista, y Belami lanzó un gruñido de angustia.

—¡Allá está! —gritó Pierre, con voz cortada por un suspiro de angustia, en tanto la cabeza de Simon subía a la superficie junto a la enorme pala del timón del barco enemigo.

En un instante, su férrea mano derecha cogió el macho inferior del timón, un macizo gozne de bronce. Dos vueltas de soga en torno a él brindaron a Simon un firme sostén en el macho de metal y así pudo darle a la soga unas vueltas más alrededor del macho, que lo dejaron efectivamente trabado en el encastre.

En aquel momento, el comandante turco ordenó virar, en dirección a la costa, sólo a pocos cabos de distancia.

De inmediato, el timón se trabó con fuerza, y el carguero turco se desvió de su curso en un cerrado círculo de donde no podría salir.

Con exclamaciones de consternación, varios tripulantes turcos trataban de liberar la palanca del timón, pero la soga de Simon lo trababa cada vez con más fuerza.

Simon se soltó y nadó por debajo del agua para salvar la estela, hasta que sintió que la cuerda de seguridad se tensaba.

Other books

Audience Appreciation by Laurel Adams
All He Wants by Melanie Shawn
Every Whispered Word by Karyn Monk
Cicero by Anthony Everitt
Flood Plains by Mark Wheaton
The Poison Tide by Andrew Williams