Authors: Michael Bentine
Durante el tiempo que estuvieron con él, cuando Saladino no se hallaba activamente embarcado en la segunda Jehad, había enseñado a ambos templarios a jugar al polo o, como le llamaban los sarracenos, al malí. Era su deporte favorito, y él, un consagrado jugador. El líder sarraceno consideraba el juego como una especie de ajedrez de rápidos movimientos.
El gran tablero de ajedrez, por cierto, a menudo ocupaba las horas que Saladino tenía libres. Durante las semanas de conversaciones filosóficas, Simon gozó confrontando su ingenio con el de su anfitrión, que jugaba utilizando hábiles estrategias.
También el servidor veterano manco había dominado el juego de polo, pero él ya había practicado antes aquel juego. Era un placer ver cómo el poderoso brazo derecho de Belami metía la pelota entre los postes del arco con la velocidad de una piedra lanzada con una honda. Sin embargo, el servidor mayor no disfrutaba jugando al ajedrez.
—Soy hombre de acción inmediata —decía con voz lastimera—. Hay demasiadas maquinaciones y estratagemas para mi gusto.
Simon disfrutó inmensamente el tiempo que pasó con Saladino. La última noche que estuvieron juntos, luego de una estimulante discusión sobre los méritos y desmerecimientos de las diferentes razas de caballos, Simon se retiró con renuencia al cuarto contiguo donde tenía su cama.
Saladino tenía que madrugar para partir de nuevo en una campaña contra Krak des Chevaliers. De ahí que se acostara temprano. Ambos tenían el sueño ligero y dormían con las armas al alcance de la mano.
En el exterior de sus respectivas recámaras, los centinelas montaban guardia. Poco después de la una, en las perdidas horas de oscuridad, cuando el cuerpo recobra las energías que ha gastado durante el día y no es prudente tomar decisiones, Simon se despertó. Se puso instantáneamente alerta.
Con la extrema sensibilidad recién adquirida como consecuencia del pasado encuentro cercano con la muerte, su espíritu era capaz de explorar la zona que le rodeaba aun cuando dormía. Simon presintió la presencia de su padre muerto, que le advertía de un peligro.
Algo, o alguien, se movía sigilosamente entre las sombras de las cortinas que separaban su dormitorio de la alcoba de Saladino.
Simon actuó rápida y silenciosamente, a punto de sacar la daga de la vaina. Estaba seguro de que se trataba de un Asesino, que había entrado con la intención de matar a Saladino.
Cruzó la estancia con tres zancadas y separó la cortina divisoria. De pie junto a la cama del sultán, una figura delgada, esquelética y oscura saboreaba el momento del crimen. Una mano huesuda como una garra se elevó con la daga ritual y quedó en suspenso para hundirse en el cuerpo del líder sarraceno, ajeno a lo que sucedía.
El brazo derecho de Simon describió un arco de atrás hacia adelante, en un movimiento fugaz.
El sonido de aquel movimiento distrajo la atención del Asesino de su objetivo durante una fracción de segundo. La daga de Simon se clavó de lleno en su garganta. Belami le había enseñado bien.
La delgada figura del Asesino se elevó en el aire, con los pies separándose del suelo por la fuerza del golpe. Su cuerpo cayó de espaldas sobre el piso de mosaicos. Sólo un grito ahogado salió de sus labios.
Saladino había saltado de la cama mientras su posible asesino caía. El sultán se hizo cargo inmediatamente de lo que ocurría y grito:
—¡Alarma!
De inmediato, espada en mano, Saladino se dispuso a afrontar la posibilidad de un segundo ataque, pues los Asesinos solían actuar en equipos de dos hombres.
Advirtió lo que Simon había hecho. El rostro de Saladino se iluminó con una expresión de agradecimiento al tiempo que saludaba al normando.
—Os debo la vida, Simon de Saint Amand —dijo, pasando el brazo sobre los hombros de su joven protector—. Primero salvasteis a mi hermana y ahora a mí. Los ayyubids estarán eternamente en deuda con vos.
Para entonces, la guardia del sultán ya se había precipitado dentro de la habitación. Al ver cuán cerca había estado Saladino de la muerte, se pusieron a llorar de mortificación. También ellos esperaban la muerte como castigo por su descuido.
Saladino se mostró compasivo.
—Estos Asesinos son brujos. Se mueven sin ser vistos, se vuelven invisibles, como fantasmas. ¿Dónde está el otro criminal? Esos asesinos siempre actúan en pareja.
La voz de Simon le interrumpió gritando:
—¡Delante de vos, señor!
Y en seguida se abalanzó sobre un guardián alto, de barba roja con un parche negro sobre un ojo, cuya espada desenvainada se iba alzando imperceptiblemente. Simon en seguida le reconoció como al segundo Asesino, pues era uno de los que integraba el equipo en el atentado contra la vida de Robert de Barres en Acre.
El sorprendido guardia fue cogido por sorpresa. Los dedos de Simon aferraron la mano armada con fuerza férrea. Simultáneamente, la mano izquierda del templario cayó de costado contra el puente de la nariz del guardián tuerto.
Sin decir ni una palabra, el Asesino se desplomó sobre el suelo en tanto la cimitarra de Saladino le atravesaba el vientre.
—Le reconocí, señor —dijo Simon—. En una ocasión intentó asesinar a nuestro comandante.
Saladino dejó caer la cimitarra y abrazó a su infiel huésped, con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Qué os despertó? —preguntó, simplemente.
Simon miró al sultán, y sus ojos escrutaron los de Saladino.
—Creo que fue mi padre, señor —respondió.
Saladino se encontraba en un brete. Al salvarle la vida en dos ocasiones en cuestión de minutos, Simon de nuevo había dejado al sultán con una gran deuda para con él. El líder sarraceno ya les debía la vida de Sitt-es-Sham a los dos servidores templarios y ahora no le quedaba otro recurso honorable salvo el de concederles la libertad si así lo deseaban.
Hizo aún un postrer ofrecimiento para que sus amigos se convirtieran a la fe islámica.
—Sólo puedo rendiros todos los honores que os debo si os quedáis conmigo. Con sumo gusto os nombraré emires a ambos. También os prometo que no os pediré nunca que combatáis a los cristianos. Tengo muchos otros enemigos aparte de los cruzados.
Los templarios rehusaron cortésmente su ofrecimiento. Sabían que, si abrazaban la fe del islam, obtendrían riquezas y grandes honores, pero ninguno de los dos era hombre que pudiera, o quisiera, romper su juramento de lealtad a su propia gente.
—Muy bien —dijo Saladino, con tristeza—. Comprendo plenamente vuestra decisión. —Dirigió una elocuente mirada a Simon—. Sé que hay alguien cuyo corazón se llenará de congoja al saber de vuestra partida. Pero también sé que sois hombres de honor. Por lo tanto, aplaudo vuestra decisión. Si hay algo que pueda ofreceros como pequeña recompensa por todos los servicios que me habéis prestado, sólo tenéis que pedirlo.
Belami respondió:
—Os estaríamos muy agradecidos si nos prestarais un par de caballos para el viaje. En cuanto a lo demás, nos llevamos algo más que riquezas..., nos llevamos el recuerdo de vuestra gran compasión y bondad. Nos salvasteis la vida, señor.
Impulsivamente, Simon le cogió la mano a Saladino, y él y Belami se encontraron con que eran calurosamente abrazados. La despedida fue muy emocionante. Después de su partida, Saladino lloró, pues los lazos de camaradería que se habían establecido entre ellos eran muy fuertes. Para él, tenía sentido el antiguo adagio: «Camaradas en combate, amigos para siempre».
El sultán sentía que nunca había sido más cierto. Simon y él habían luchado codo a codo contra los Asesinos y, sólo por eso, el sarraceno jamás le olvidaría. En cuanto a Belami, el respeto de Saladino por su valentía y la admiración por la destreza del veterano en el campo de batalla eran incomparables.
Ninguno de los templarios había abusado nunca de la magnanimidad de su anfitrión, y entre los tres habían nacido lazos personales muy estrechos durante los meses pasados en Damasco.
Simon presentó sus afectuosos respetos a Maimónides, a Osama y, en especial, a Abraham, que ahora le consideraba como a un hijo. De nuevo, entre aquellos hombres notables, las lágrimas no fueron motivo de vergüenza. Todos lloraron la partida de Simon de Damasco. Osama, que ya tenía noventa años, también se había dejado atrapar por el encanto generoso del normando.
—Me recuerdas mucho a tu finado padre —le dijo, mientras temblaba ante el brasero de carbón, calentándose los viejos huesos—. Y a Salah-ed-Din también. Los tres habéis sido ardientes estudiosos, pero, sin embargo, también erais hombres de acción. Las experiencias en el campo de batalla parecen haberos forjado hasta convertiros en un metal más noble, de modo que todos atraíais el conocimiento como la piedra de imán. No he tenido el mismo placer al enseñar a otros. Nunca te olvidaré, Simon de Saint Amand.
Los ojos del bondadoso sabio se habían humedecido cuando Simon le besó la mano.
—¡Allahu Akbar! Dios es grande —murmuró a modo de despedida.
Abraham también lloró al despedirse de Simon.
—Éstas son lágrimas estúpidas de un viejo que debería tener mejor temple. Al fin y al cabo, tu presencia física no es indispensable para que nos encontremos. Así lo haremos en sueños. Dios te bendiga, querido amigo. Tienes una inteligencia privilegiada y llegarás lejos, Simon, hijo mío. Seguiré tu carrera con gran interés. Toma este presente de despedida..., una traducción en pergamino del antiguo tratado egipcio sobre las hierbas medicinales.
Maimónides también se mostró igualmente práctico: le dio a Simon dos de sus obras sobre medicina y una serie de instrumentos quirúrgicos del más fino acero de Damasco.
—Adonaí te protege, Simon —dijo—. Tienes un destino espléndido. El último encuentro de Simon con la Señora de Siria fue conmovedor. Ambos tenían el presentimiento de que no volverían a verse nunca más.
El amor en ellos no fue egoísta. Sitt-es-Sham había deseado apasionadamente cancelar la deuda por su vida y su honor entregándose a su apuesto amante infiel. Al haberse enamorado locamente de Simon al hacerlo, le resultó doblemente doloroso el momento de la despedida.
Sitt-es-Sham era una viuda joven. Había perdido a su primer marido, Omar Lahim, que falleció a causa de la fiebre dos años antes de conocer a Simon. Su matrimonio había sido preparado, y la hermana de Saladino fue una esposa devota, pero el primer hombre que amó con toda el alma fue el joven infiel. Ahora tenía casi treinta años y estaba en plena floración de su belleza. Ella le había enseñado a Simon lo que podía ser el amor de una mujer.
—¡Mi adorado infiel! —musitó, cuando se unieron por última vez.
Hacían el amor con morosa y extática sensualidad; el gozo generoso del placer del otro había ocupado el lugar de su temprana pasión.
Su última noche juntos había sido tan satisfactoria, que les permitió separarse sin el resquemor terrible que experimentan los amantes cuando se despiden insatisfechos.
Simon nunca olvidaría su belleza, su dulzura y su amorosa afabilidad. Siempre sería su amada Señora de Siria.
Toda su vida, Sitt-es-Sham amaría a su apuesto templario, pero, como era una mujer excepcional, también sentía por Simon el dolor de una madre por la pérdida de su hijo.
Ella lo había sido todo para él. Le había despertado al amor y enseñado las sutilezas de su belleza. Le había cuidado y curado las heridas y, sobre todo, había colmado todas las expectativas de Simon.
A pesar de haber pasado la infancia sin la presencia de mujeres y de su obligada castidad en la adolescencia, Sitt-es-Sham le había puesto en contacto con su bendita Madre-Tierra y, con ello, le había convertido en una persona cabal. Ella fue amante, enfermera y madre para su amado infiel y él siempre contaría con su amor.
Mientras se sucedían esas tristes despedidas, Belami también había dado los besos de despedida a las tres deliciosas huríes que le habían brindado placer durante sus largos meses en Damasco.
Cada una de ellas estaba convencida de que era la única mujer que él había amado. Aquél era otro notable don que Belami poseía.
Al día siguiente, los templarios abandonaban Damasco, mientras se les rendían todos los honores que sólo se destinaban a los invitados más selectos de Saladino. Trompetas, tambores y címbalos anunciaron su partida, en tanto ellos, montados en magníficos caballos árabes blancos, salían por las puertas de la ciudad y se dirigían hacia Acre.
Saladino estaba solo en la torre más alta de la ciudad y les saludaba con la mano, los ojos llenos de lágrimas.
Esa noche acamparon en Hunin, cuyo castillo, Neuf Cháteau, se encontraba en manos de los sarracenos. Al amanecer, se pusieron las sobrevestas negras y cabalgaron con el sol a sus espaldas. Una vez más, volvían a ser templarios.
Con el fin de que pasaran sanos y salvos entre las múltiples patrullas sarracenas que recorrían aquellos territorios, fueron escoltados hasta la vista de las murallas de Acre. Allí, los mamelucos frenaron sus monturas, les saludaron y, dando media vuelta, espolearon a los caballos en dirección a Damasco.
Simon y Belami ya habían pasado sin obstáculos a través de las líneas sarracenas y ahora avanzaban al paso por el desierto que separaba a los dos ejércitos, hacia el campamento de De Lusignan.
El ejército cruzado estaba atrincherado alrededor del costado oriental de Acre, con «zapas» y trincheras en zigzag cavadas a través de las playas de la bahía del sector meridional. Ello significaba que a la guarnición sarracena de Acre sólo se la podía abastecer eficazmente por mar.
El ejército de Saladino, bajo el mando de Taki-ed-Din, se hallaba concentrado en torno a la alta planicie de Kahn-el-Ayadich, al este del ejército de los cruzados.
Cuando Saladino tomó Acre en julio de 1187, cuatro días después de la batalla de Hittin, dejó una fuerte guarnición a cargo de la ciudad. Entonces partió para conquistar Jerusalén y Ascalón, y sólo fracasó al intentar apoderarse de Tiro, el otro puerto importante para el desembarco de refuerzos destinados a los Cruzados, cuando Conrad de Montferrat llegó por mar con su pequeño ejército y asumió la defensa del puerto. Aquello fue un grave golpe para los sarracenos, que, como sus predecesores al mando de Saladino, decidieron abandonar la campaña y regresar a casa para pasar el invierno. A pesar de las protestas y las advertencias del sultán, la mitad de su enorme ejército virtualmente se desvaneció de la noche a la mañana. De repente se encontró sin poder.