—¡Agarren mi capa! —le grité—. ¡Tiraré de ustedes!
El hombre cogió el extremo de la capa y se lo pasó a la mujer.
—¡Vamos! —gritó—. ¡Vamos!
La mujer agarró mi capa y se aferró al extremo con toda su fuerza mientras sostenía al niño contra sí.
Tan pronto como dejó de tocar el suelo vi cómo el guerrero que seguía a los pies de la ciudadela era atacado por uno de los
rapas
. El cuerpo del hombre emitió un sonido horrible cuando se golpeó contra el muro exterior de la ciudadela. Gritó agónico cuando el
rapa
comenzó a comérselo vivo.
Tiré con todas mis fuerzas de la capa para lograr poner a salvo a la mujer y al niño.
Llegaron al borde del techo y, bajo la ligera lluvia que caía en esos momentos, la mujer se agarró a las almenas de piedra mientras intentaba al mismo tiempo pasarme al crío. Era poco más que un bebé, y me miraba con sus enormes y aterrorizados ojos marrones.
Intenté hacer las tres cosas a la vez, sostener a la mujer, al niño y a la capa, cuando bajé la vista y vi horrorizado que otros
rapas
se habían dirigido sigilosamente a la calle principal de Vilcafor para ser testigos de lo que allí estaba aconteciendo.
Justo entonces, uno de los felinos que estaban bajo nosotros saltó e intentó atrapar con sus fauces los pies de la mujer. Pero ella estaba alerta. Levantó los pies en el último instante y las fauces se cerraron sin atrapar nada, salvo aire.
—¡Ayúdeme! —me rogó con una mirada desesperada.
—Lo haré —dije mientras la lluvia me golpeaba la cara.
Entonces el felino que estaba en el barro volvió a saltar de nuevo, y esta vez alcanzó con sus fauces un extremo de la capa de la mujer. Contemplé horrorizado cómo la capa se estiraba bajo su peso.
—¡No! —gritó la mujer mientras sentía cómo el peso del felino comenzaba a tirar de ella.
—Dios mío —susurré.
En ese momento el felino tiró con fiereza de la capa de la muj er. Ella se aferró a mi mano húmeda, pero fue inútil. El felino era demasiado pesado, demasiado fuerte.
Con un grito final, su mano se resbaló de la mía y, con el niño en sus brazos, cayó y desapareció de mi vista.
Fue entonces cuando hice lo impensable.
Salté tras ella.
Incluso ahora, todavía no sé por qué lo hice.
Quizá fue la forma en que agarraba a su hijo lo que me empujó a hacerlo. O quizá fue el horror que recorría su bello rostro.
O quizá fue solo su bello rostro.
No lo sé.
Aterricé de una forma más bien poco heroica en un charco embarrado que había delante de la ciudadela. Al hacerlo, todo mi rostro se llenó de barro, impidiéndome ver.
Me quité el barro de los ojos.
E inmediatamente vi a no menos de siete
rapas
formando un semicírculo a mi alrededor, mirándome con sus gélidos ojos amarillentos.
Mi corazón latía con fuerza y retumbaba en mi cabeza. No tenía ni idea de lo que podía hacer.
La mujer y el niño estaban a mi lado. Me puse delante de ellos y grité con ferocidad a la falange de monstruos que teníamos ante nosotros.
—¡Fuera! —grité—. ¡Marchaos!
Saqué una flecha de la aljaba que llevaba a la espalda y la agité delante de ellos.
Los
rapas
no parecieron inmutarse ante mi patético acto de bravuconería.
Poco a poco fueron estrechando el cerco a nuestro alrededor.
Para ser sincero, debo decir que desde el techo de la ciudadela esas criaturas diabólicas parecían enormes, pero, de cerca, eran gigantescas. Sombrías, oscuras y poderosas.
Entonces, de repente, el
rapa
que estaba más cerca de mí levantó una de sus patas delanteras y arrancó la punta afilada de mi flecha. A continuación, la enorme criatura agachó la cabeza y lanzó un gruñido, lista para abalanzarse sobre mí cuando…
Algo cayó en un charco de barro que había a mi derecha.
Me giré para ver lo que era y fruncí el ceño.
Era el ídolo.
El ídolo de Renco.
Mi cabeza no dejaba de dar vueltas. ¿Qué hacía el ídolo de Renco ahí? ¿Por qué alguien iba a tirar al barro al ídolo en un momento como este?
Entonces alcé la vista y vi al propio Renco asomado en el techo de la ciudadela. Había sido él quien había tirado el ídolo.
Y entonces ocurrió.
Me quedé helado.
Aquel sonido no se parecía a nada que hubiese oído antes.
Era un sonido bajo, pero era totalmente persuasivo. Cortó el aire como si de un cuchillo se tratara, atravesando incluso el sonido de la lluvia.
Era parecido al sonido de un repique de campanas. Un zumbido extremo.
Mmmmmmm
.
Los
rapas
también lo oyeron. Es más, el felino que hacía unos instantes había estado a punto de abalanzarse sobre mí se quedó inmóvil, observando estupefacto al ídolo que ahora permanecía medio hundido en el charco marrón que tenía a mi lado.
Fue entonces cuando lo más extraño de todo ocurrió.
Los
rapas
comenzaron a retroceder lentamente. Estaban huyendo del ídolo.
—Alberto —susurró Renco—, avance muy despacio, ¿me oye? Muy despacio. Coja el ídolo y vaya a la puerta. Avisaré a alguien para que la abra.
Seguí su orden al pie de la letra.
Con la mujer y el niño a mi lado, cogí al ídolo con mis manos y, de espaldas al muro de la ciudadela, fuimos rodeando lentamente el muro exterior hasta llegar a la puerta.
Por lo que a los
rapas
respecta, se limitaron a seguirnos a una distancia prudente, extasiados por la melodía del ídolo empapado.
Pero no nos atacaron.
Entonces, la losa de piedra que hacía las veces de puerta de la ciudadela se corrió a un lado y nos deslizamos por entre ella. Cuando yo hube entrado y la puerta se hubo cerrado tras de mí, caí al suelo, sin aliento, empapado y temblando, sorprendido de seguir con vida.
Renco bajó corriendo del techo para salir a nuestro encuentro.
—¡Lena! —dijo reconociendo a la mujer—. ¡Y Mani! —gritó cogiendo al niño en sus brazos.
Yo permanecí exhausto en el suelo, ajeno a toda aquella felicidad.
Me avergüenza decirlo, pero, en ese momento, sentí celos de mi amigo Renco. No cabía duda de que esa asombrosa mujer era su esposa, como era de esperar de alguien tan gallardo y apuesto como Renco.
—¡Tío Renco! —gritó el niño cuando Renco lo levantó.
¿Tío?
Mis ojos se abrieron como platos.
—Hermano Alberto —dijo Renco acercándose hacia mí—. No sé qué es lo que tenía pensado hacer ahí, pero mi gente tiene un dicho: «No importa tanto el regalo como la intención que hay detrás». Gracias. Gracias por rescatar a mi hermana y a su hijo.
—¿Su hermana? —dije mientras contemplaba a la mujer. Se estaba quitando su capa empapada, revelando una prenda interior similar a una túnica que, empapada como estaba, se pegaba a su cuerpo.
Lo que vi me hizo contener la respiración.
Era mucho más bella de lo que había percibido en un primer momento, si es que tamaña cosa fuera posible. Debía de tener unos veinte años, y tenía unos dulces ojos marrones, piel aceitunada y cabellos oscuros. Tenía unas piernas largas y esbeltas y unos hombros ligeramente musculosos y, a través de su túnica empapada, pude ver su generoso pecho y, debo reconocer avergonzado, sus pezones.
Estaba radiante.
Renco la tapó con una manta seca. Ella me sonrió y sentí mis piernas flaquear.
—Hermano Alberto Santiago —dijo Renco oficioso—. Le presento a mi hermana Lena, primera princesa del Imperio inca.
Lena dio un paso adelante y tomó mi mano entre las suyas.
—Es un placer conocerle —dijo ella con una sonrisa—. Y gracias por tan valeroso acto.
—Oh, no fue… nada —dije sonrojándome.
—Y gracias por rescatar a mi errante hermano de su prisión —dijo.
Viendo mi cara de sorpresa, añadió:
—Oh, estese tranquilo, mi héroe, su noble hazaña es conocida por todo el imperio.
Incliné la cabeza modestamente. Me gustó la forma en que me dijo «mi héroe».
Justo entonces algo se me vino a la cabeza y me giré a Renco.
—¿Cómo sabía que el ídolo tendría ese efecto sobre los
rapas
!
Renco le sonrió haciendo una mueca.
—Bueno, lo cierto es que no sabía que eso ocurriría.
—¿Qué! —grité.
Renco se echó a reír.
—¡Alberto, yo no soy el que ha saltado de un techo en el que estaba a salvo para rescatar a una mujer y a un niño a los que ni siquiera conocía!
Me pasó el brazo por encima de los hombros.
—Siempre se ha dicho que el Espíritu del Pueblo tiene la capacidad de apaciguar a las bestias salvajes. Nunca lo había visto, pero había oído que cuando se sumerge en el agua, el ídolo puede calmar al más furioso de los animales. Cuando me despertaron sus gritos y vi a los tres rodeados por los
rapas
, pensé que era un buen momento para poner en práctica la teoría.
Negué con la cabeza asombrado.
—Renco —dijo Lena dando un paso adelante—. Odio tener que interrumpir este momento, pero tengo un mensaje para ti.
—¿Cuál es?
—Los españoles han tomado Roya. Pero no saben descifrar los tótems. Así que cada vez que llegan a uno, hacen que rastreadores chancas hagan una batida por los alrededores hasta dar con vuestro rastro. Después de que los comedores de oro saquearan Paxu y Tupra, me enviaron aquí para ponerte al tanto de sus progresos puesto que soy de las pocas personas que conoce el código de los tótems. Fue entonces cuando me enteré de que han reducido a cenizas Roya. Han encontrado vuestro rastro, Renco. Y vienen hacia aquí.
—¿Cuánto tardarán en llegar? —dijo Renco.
El rostro de Lena se ensombreció.
—Avanzan con rapidez, hermano. Muy rápido. Al ritmo que llevan, calculo que estarán aquí al amanecer.
—¿Ha descubierto algo? —dijo Frank Nash de repente.
Race alzó la vista del manuscrito y vio a Nash, Lauren, Gaby y Krauss apostados en la puerta del todoterreno, mirándolo expectante. Era tarde y, debido a los nubarrones que se cernían sobre el pueblo, el cielo ya se había oscurecido considerablemente.
Race miró su reloj.
Eran las 16.55.
Maldición.
No se había dado cuenta de que llevaba tanto tiempo leyendo.
Pronto se haría de noche. Y, con ella, llegarían los
rapas
.
—¿Y bien? ¿Ha descubierto algo? —le preguntó Nash.
—Eh… —comenzó Race. Había estado tan absorto en el manuscrito que casi se había olvidado de por qué lo estaba leyendo: para dar con algo con lo que se pudiera derrotar a los
rapas
y meterlos de nuevo en el templo.
—¿Y bien? —dijo Nash.
—Dice que solo salen por la noche, o en momentos de oscuridad inusual.
Krauss dijo:
—Lo que explica por qué se mostraron tan activos en el cráter. Estaba tan oscuro, incluso a pesar de ser de día, que…
—También da la sensación de que los
rapas
saben que este pueblo es una buena fuente de alimento —dijo Race cortando a Krauss antes de que este pudiera justificar su anterior error, un error que había costado la muerte de tres buenos soldados—. En el manuscrito lo atacan dos veces.
—¿Dice algo de cómo acabaron en el templo?
—Sí. Dice que los metieron por orden de un gran pensador que quería que el templo se convirtiera en una prueba para la codicia humana. —Race alzó la vista a Nash de forma harto significativa—. Supongo que hemos fracasado en eso.
—El templo de Solón —murmuró Gaby López.
—¿Dice algo sobre cómo podemos combatirlos? —preguntó Nash.
—Sí dice algo sobre eso, dos cosas para ser más exactos. Uno, la orina de mono. Al parecer todos los felinos la odian. Rocíate con orina de mono y los
rapas
te rehuirán.
—¿Y lo segundo? —dijo Lauren.
—Bueno, es muy extraño —dijo Race—. En un punto de la historia, justo cuando los felinos estaban a punto de atacar a Santiago, el príncipe inca tiró el ídolo a un charco de agua. Cuando el ídolo entró en contacto con el agua, comenzó a emitir una especie de zumbido extraño que, al parecer, evitó que los felinos los atacaran.
Nash frunció el ceño.
—Era algo muy raro —dijo Race—. Santiago lo describe como el repique de una campana, y parece funcionar como funciona un silbato para perros, como una especie de vibración de alta frecuencia que, según parece, afecta a los felinos, pero no a los humanos.
»Lo más raro de todo —añadió Race—, es que los incas parecían saberlo. En un par de ocasiones el manuscrito dice que los incas creían que el ídolo, cuando era sumergido en agua, podía apaciguar a la bestia más salvaje.
Nash miró a Lauren.
—Podría ser la resonancia —dijo ella—. El contacto con las moléculas de oxígeno concentradas en el agua podría hacer que el tirio resonara, de la misma forma que otras sustancias nucleares reaccionan con el oxígeno en el aire.
—Pero esto tendría que ocurrir a una escala mucho mayor… —dijo Nash.
—Lo que probablemente sea la razón de que el monje también lo escuchara —dijo Lauren—. Los humanos no pueden escuchar el zumbido causado por el contacto de, pongamos, el plutonio con el oxígeno. La frecuencia es demasiado baja. Pero como el tirio es muchísimo más denso que el plutonio, es posible que al entrar en contacto con el agua la resonancia sea tan grande que pueda ser escuchada por los humanos.
—Y si el monje lo escuchó, entonces ese sonido tuvo que ser el doble de terrible para los felinos —añadió Krauss.
Todos se giraron para mirarlo.
—No olviden que los felinos tienen una capacidad auditiva aproximadamente diez veces superior a la de los seres humanos. Escuchan cosas que nosotros no, y se comunican con una frecuencia que va más allá de nuestra capacidad auditiva.
—¿Se comunican? —preguntó Lauren de forma rotunda.
—Sí —dijo Krauss—. Es una teoría establecida que los grandes felinos se comunican mediante gruñidos y vibraciones guturales que no pueden ser percibidos por los humanos. La cuestión, no obstante, es la siguiente: lo que quiera que escuchara el monje fue probablemente una décima parte de lo que escucharon los felinos. Ese zumbido debió de volverlos locos, de ahí que se quedaran inmóviles.
—El manuscrito va más allá —dijo Race—. No solo se quedaron inmóviles. Los felinos parecían seguir al ídolo una vez que este hubo caído al agua. Como si los atrajera, como si los hipnotizara incluso.