El templo (27 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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»Una muy popular entre las tribus de esta región habla de un extraño imperio de hombres que se hacían llamar moches. Los moches eran unos constructores prolíficos y, según los indígenas locales, adoraban a los
rapas
. Hay quien dice que hasta los domaban, pero eso es discutido.

»De todas formas, la fábula de los moches que más gusta contar a las tribus locales trata sobre un hombre llamado Solón. Cuenta la leyenda que Solón era un hombre con un gran intelecto, un gran pensador y, como tal, pronto se convirtió en el principal consejero del emperador supremo de los moches.

»Cuando Solón llegó a la vejez, y como recompensa por sus años de leal servicio, el emperador le obsequió con montañas de increíbles riquezas y le legó un templo que sería construido en su honor. El emperador dijo que Solónpodía pedir que se construyera el templo en cualquier lugar que él desea ra, y que este tuviera la forma y dimensiones que él quisiera. Todo lo que él quisiera y deseara sería construido por los mejores ingenieros del emperador.

Renco miró fijamente a la oscuridad.

—Se dice que Solón pidió que el templo fuera construido en un emplazamiento secreto y que todas sus riquezas se guardaran dentro. Después dio órdenes al cazador más hábil del emperador para que capturara a una manada de
rapas
y los metiera en el templo junto con sus riquezas.

—¿Metió una manada de
rapas
dentro del templo? —le pregunté incrédulo.

—Así es —dijo Renco—. Pero para entender por qué hizo eso, primero debe entender qué quería lograr Solón. Quería que su templo fuera la última prueba para la conducta humana.

—¿Qué quiere decir?

—Solón sabía que la existencia del templo y de sus riquezas correría de tribu en tribu. Sabía que la avaricia y la codicia impulsaría a los aventureros a salir en su búsqueda para saquear sus riquezas.

»Así que convirtió su templo en una prueba. Una prueba en la que se tend ría que elegir entre una riqueza fabulosa y una muerte segura. Una prueba creada para ver si el hombre podía controlar su codicia desmedida.

Renco me miró.

—El hombre que vence su codicia y decide no abrir el templo vive. El hombre que sucumbe a la tentación y abre el templo en busca de sus increíbles riquezas morirá a manos de los
rapas
.

Asimilé lo que me acababa de decir en silencio.

—Este templo del que ha hablado Vilcafor —dije—, el que está situado en la parte superior de la torre gigante de piedra. ¿Cree que es el templo de Solón?

Renco suspiró.

—Me entristecería si lo fuera.

—¿Por qué?

—Porque eso significaría que hemos recorrido un largo camino para morir.

Permanecí con Renco un rato en el techo de la ciudadela, mirando fijamente la lluvia.

Transcurrió una hora.

Nada surgía de la selva.

Otra hora. Nada.

En ese momento, Renco me ordenó que me retirara a la ciudadela y durmiera. Yo obedecí gustoso sus órdenes, pues estaba fatigado tras nuestro largo viaje.

Así pues, me retiré a la estructura principal de la ciudadela, donde me tumbé sobre un montón de hierba. En las esquinas do la sala refulgían dos pequeños fuegos.

Apoyé mi cabeza en el heno, pero, tan pronto como hube cerrado los párpados, sentí unos insistentes golpecitos en mi hombro. Abrí los ojos y vi el rostro más horrible que había visto en toda mi vida.

Delante de mi persona estaba un anciano en cuclillas que me sonreía con una mueca desdentada. Unos horribles mechones de pelos canos le sobresalían de las cejas, oídos y orejas.

—Saludos, comedor de oro —dijo el anciano—. He oído lo que hizo por el joven príncipe Renco, ayudándole a escapar de su prisión, y quería expresarle mi más profundo agradecimiento.

Miré a mi alrededor. Los fuegos se habían apagado y la gente que había estado apiñada en la sala estaba ahora en silencio, durmiendo. Supongo que debí de haberme dormido, al menos durante un breve espacio de tiempo.

—Oh —dije yo—. Bueno…, muchas gracias.

El anciano señaló con un dedo a mi pecho y asintió de manera cómplice.

—Présteme atención, comedor de oro. Renco no es el único cuyo destino está vinculado a ese ídolo, ¿sabe?

—No le comprendo.

—Lo que quiero decir es que el papel de Renco como guardián del Espíritu del Pueblo proviene directamente de la boca del oráculo de Pachacámac. —El anciano me regaló otra sonrisa desdentada—. Y el suyo también.

Había oído hablar del oráculo de Pachacámac. Era la venerable anciana que guardaba el templo—santuario y custodiaba el Espíritu del Pueblo.

—¿Por qué? —dije—. ¿Qué ha dicho el oráculo de mí?

—Poco después de que los comedores de oro llegaran a nuestras costas, el oráculo anunció que nuestro imperio sería aplastado. Pero también predijo que siempre y cuando el Espíritu del Pueblo estuviera lejos de las manos de nuestros conquistadores, nuestra alma perduraría. Pero dejó muy claro que un hombre, solo un hombre, podría poner a salvo el ídolo.

—Renco. —Correcto. Pero esto fue lo que dijo:

«Habrá un tiempo en el que él vendrá,

Un hombre, un héroe, con la Marca del Sol.

Poseerá el coraje para luchar con grandes lagartos,

Tendrá el
jinga
,

Contará con la ayuda de hombres valerosos,

Hombres que darán sus vidas por tan noble causa,

Y él caerá del cielo para salvar a nuestro Espíritu.

Él es el Elegido.»

—¿El Elegido? —dije.

—Exacto.

Comencé a preguntarme si yo entraría en la categoría de los «hombres valerosos» que darían su vida para ayudar a Renco. Concluí que no era así.

Después reflexioné sobre el uso de la palabra
jinga
por el oráculo. Recordé que se trataba de una cualidad muy apreciada en la cultura inca. Era una extraña combinación de desenvoltura, equilibrio y velocidad, la habilidad de un hombre para moverse como un felino.

Rememoré la arriesgada huida de Cuzco y cómo Renco había saltado de techo en techo y se había deslizado por la cuerda hasta mi caballo. ¿Que si se movía con la seguridad y la gracia de un felino? Sin lugar a dudas.

—¿A qué se refiere cuando dice que tendrá el coraje para luchar con grandes lagartos? —le pregunté.

El anciano dijo:

—Cuando Renco tenía trece años, su madre fue alcanzada por un caimán mientras cogía agua en la orilla de un riachuelo. El joven Renco estaba con ella y, cuando vio cómo el monstruo arrastraba a su madre río adentro, se zambulló en el agua y forcejeó con la bestia hasta liberar a su madre de sus fauces. No muchos hombres habrían saltado al agua para pelear con tan temible criatura. Mucho menos un crío de trece años.

Tragué saliva.

Desconocía los increíbles actos de valentía que Renco había realizado de niño. Sabía que era un hombre valeroso, ¿pero eso? Bueno. Yo jamás podría hacer algo semejante.

El anciano debió de haber leído mis pensamientos. Volvió a darme un golpecito en el pecho con su huesudo dedo índice.

—No menosprecie su valeroso corazón, joven comedor de oro —dijo—. Mostró una enorme valentía cuando ayudó a nuestro joven príncipe a escapar de su celda. Es más, hay quien diría que mostró el mayor valor de todos, el valor de hacer lo correcto.

Agaché la cabeza, modesto.

El anciano se acercó a mí.

—No creo que tales actos de valentía deban quedar sin recompensa. No. Para premiar su valentía, me gustaría obsequiarle con esto.

Me acercó una vejiga que, evidentemente, había sido extraída del cuerpo de un animal pequeño. Parecía estar llena de algún líquido.

Cogí la vejiga. Tenía una abertura en un extremo, a través de la cual supuse que se podría verter su contenido.

—¿Qué es? —pregunté.

—Es orina de mono —dijo el anciano con mucho entusiasmo.

—Orina de mono —le contesté algo sorprendido.

—Le protegerá contra los
rapas
—dijo el anciano—. Recuerde, el
rapa
es un felino y, como todos los felinos, es una criatura muy vanidosa. De acuerdo con las tribus de esta región, hay algunos líquidos que los
rapas
desprecian con todo su ser. Líquidos que, si uno se embadurna de ellos, ahuyentarán a los
rapas
.

Sonreí débilmente al anciano. Después de todo, era la primera vez que me daban el excremento de un animal como muestra de agradecimiento.

—Gracias —le dije—. Es… un regalo… maravilloso.

El anciano pareció tremendamente agradado por mi respuesta y me dijo:

—Entonces debería obsequiarle con otro.

Intenté buscar una excusa para que no me obsequiara con nada más, no fuera a ser que me diera otra variedad de secreción animal. Pero su segundo obsequio no fue material.

—Me gustaría compartir con usted un secreto —dijo.

—¿Y qué secreto es ese?

—Si alguna vez necesita escapar de este pueblo, entre en el
quenko
y tome el tercer túnel a la derecha. De ahí en adelante, alterne izquierda y derecha, adentrándose por el primer túnel que vea cada vez, pero asegúrese de ir a la izquierda primero. El
quenko
le llevará a la catarata que domina la vasta selva pantanosa. El secreto del laberinto es sencillo, solo hay que saber desde dónde empezar. Confíe en mí, comedor de oro, y recuerde estos regalos. Pueden salvarle la vida.

Como nuevo después de un sueño reparador, volví a subir al techo de la ciudadela.

Allí encontré a Renco, que seguía noblemente con su guardia. Tenía que estar terriblemente cansado, pero no dejaba que el agotamiento hiciera mella en él. Seguía vigilando la calle principal del pueblo, totalmente ajeno a la lluvia que aterrizaba en su coronilla. Me puse a su lado sin articular palabra y seguí su mirada en dirección al pueblo.

Aparte de la lluvia, nada se movía.

No. Nada hacía ruido.

La extraña quietud del pueblo seguía rondándonos.

Cuando Renco me habló, no se giró para mirarme.

—Vilcafor dice que abrieron el templo de día. Entonces mandó a cinco de sus mejores guerreros para que entraran y dieran con las riquezas de Solón allí guardadas. Nunca regresaron. Al caer la noche los
rapas
salieron del templo.

—¿Están ahí fuera ahora? —pregunté con miedo.

—Si están, yo no he sido capaz de verlos.

Miré a Renco. Sus ojos estaban enrojecidos y tenía unas enormes bolsas bajo ellos.

—Amigo —le dije con dulzura—, debe dormir. Debe guardar fuerzas, sobre todo si mis compatriotas encuentran el pueblo. Duerma ahora y yo seguiré con la guardia. Le despertaré si veo algo.

Renco asintió lentamente.

—Como siempre, tiene razón, Alberto. Gracias.

Se dirigió al interior de la ciudadela y yo me quedé solo en la noche.

Bajo el techo de la ciudadela, la quietud seguía reinando.

En mi reloj había transcurrido una hora.

Durante ese tiempo había estado observando las pequeñas ondas del río, que brillaba con la luz de la luna, cuando de repente vi una pequeña balsa acercándose. Observé a tres figuras en la cubierta, como sombras oscuras en la noche.

Se me heló la sangre.

Los hombres de Hernando…

Estaba a punto de echar a correr para buscar a Renco, cuando la balsa llegó al desgastado embarcadero de madera y sus pasajeros saltaron a este y pude verlos mejor.

Mis hombros se distendieron aliviados.

No eran conquistadores.

Eran incas.

Un hombre, vestido con el atuendo tradicional de los guerreros incas, y una mujer con un niño pequeño, todos ellos con capas y capuchas para protegerse de la lluvia.

Las tres figuras recorrieron lentamente la calle principal, observando sobrecogidos los cuerpos que yacían a su alrededor.

Y entonces lo vi.

Al principio pensé que tan solo era la sombra de una rama ondeando en una de las cabañas que flanqueaban la calle. Pero entonces la sombra de la rama desapareció de la pared de la cabaña y otra sombra siguió en su sitio.

Vi el contorno de un enorme felino; vi su cabeza, su nariz, sus orejas puntiagudas. Vi sus fauces abiertas de par en par, como si se estuvieran anticipando a la masacre que iba a acontecer.

En un principio no podía creerme que tuvieran ese tamaño. Independientemente del animal que se tratara, era enorme.

Y entonces el animal desapareció y lo único que pude ver fue la pared de la cabaña, vacía y desnuda, iluminada por los rayos de la luna.

Los tres incas estaban ahora a unos veinte pasos de la ciudadela.

Les susurré todo lo fuerte que pude en su idioma.

—¡Aquí! ¡Vengan, rápido! ¡Rápido!

Al principio no parecieron entender lo q\ie estaba ocurriendo.

Entonces, el primer animal salió de la oscuridad y se situó en la calle principal, tras ellos.

—¡Corran! —les grité—. ¡Están detrás de ustedes!

El hombre del grupo se giró y vio al gigantesco felino a sus espaldas.

El animal se movía con lentitud, de una forma precisa y calculada. Parecía una pantera. Una pantera enorme. Unos gélidos ojos amarillentos se cernían sobre su afilado hocico negro; unos ojos que miraban con la frialdad imperturbable de los felinos.

En ese momento, un segundo animal se unió al primero y los dos
rapas
miraron atentamente al pequeño grupo que tenían ante sí.

A continuación ambos agacharon la cabeza y tensaron sus cuerpos como dos flechas tensadas, expectantes por pasar a la acción.

—¡Corran! —grité—. ¡Corran!

El hombre y la mujer echaron a correr y se apresuraron hacia la ciudadela.

Los dos felinos fueron tras ellos.

Corrí a abrir la puerta que conducía desde el techo de la ciudadela a la sala principal de la estructura.

—¡Renco! ¡Quien pueda oírme! ¡Abran la puerta principal! ¡Hay gente fuera!

Me acerqué al borde del techo justo cuando la mujer había llegado a los pies de la ciudadela con el niño en sus brazos. El hombre llegó justo después que ellos.

Los felinos se iban acercando lentamente hacia ellos.

Pero nadie en el nivel inferior había abierto las puertas.

La mujer alzó la vista y me miró con ojos aterrados. Durante un breve instante me quedé embelesado por su belleza. Era la mujer más deslumbrante que había visto jamás.

Tomé una decisión.

Me quité la capa y, sosteniéndola de un extremo, tiré el otro por el borde del techo.

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