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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (12 page)

BOOK: El testamento
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Superpuesto encima de esta escena estaba el espectro del rostro de su padre y luego su voz familiar: «No importa cuánto lo intentes, no puedes dejar atrás el pasado».

Ivo Rossi, caballero de campo, montado sobre una potente motocicleta BMW K 1200 negra y amarilla, se encontró con el camión de reparto al que Jenny había pasado en la carretera 7. Donatella iba al volante del mismo, controlando el enorme vehículo de tres toneladas como si de un Honda Accord se tratase. Hablaron a través de sus teléfonos móviles empleando las frases cortas, casi codificadas, de las personas que comparten una vida íntima.

—Según el rastreador electrónico que lleva el Aviator, ahora se encuentran en Timber Lane y van rumbo oeste —dijo Rossi.

—El cementerio.

Donatella siempre iba un paso por delante de los demás. Esa cualidad la convertía en alguien sumamente valioso para Rossi, e igualmente amenazador para todos los demás. Se conocían desde que eran adolescentes, cuando vagabundeaban por los oscuros callejones pestilentes de Roma, explorando un horizonte sexual nuevo y a la vez peligroso. Oportunistas hasta la médula, ambos habían sobrevivido alimentándose de la desdicha de los demás, desdicha que con frecuencia ellos mismos se encargaban de provocar.

El momento de su primer encuentro había quedado grabado a fuego en la memoria de Rossi. Ágil e increíblemente delgada, Donatella corría por la estrecha calle donde él había estado buscando una oportunidad de conseguir dinero o algo que llevarse a la boca en la parte trasera de una tienda. Su cuerpo estaba iluminado por detrás por los faros delanteros de un Fiat destartalado que la perseguía; tenía los ojos muy abiertos, al igual que la boca mientras respiraba afanosamente. Llevaba mucho tiempo corriendo; él no necesitó ver la desesperación pintada en su rostro para saber que ése era el final de la cacería. Entonces levantó una palanca de hierro que llevaba consigo y, cuando el Fiat estuvo casi a su altura, golpeó con todas sus fuerzas el parabrisas del lado del conductor. El coche se sacudió y viró bruscamente como una bestia herida. Luego se deslizó junto a una vieja pared de ladrillos en medio de una lluvia de chispas. El conductor saltó del Fiat antes incluso de que éste se detuviese. Llevaba un largo abrigo de cuero negro, y empuñaba una arma. Rossi, veloz como el rayo, golpeó nuevamente con la barra de hierro y le rompió la muñeca al hombre. El arma salió volando por los aires y el tipo se volvió, hundiendo el puño en su estómago. Rossi se dobló en dos, indefenso y sin aire en los pulmones, y el otro le arrancó la barra de hierro de los dedos. Luego retrocedió un paso y alzó la palanca apuntando a la cabeza de Rossi, pero Donatella había recogido su pistola y, caminando decididamente hacia él, le vació el cargador en el cuerpo.

Desde ese día habían sido como gemelos, los habían reclutado a la vez para formar parte de los caballeros de San Clemente, habían entrenado juntos como caballeros de campo, cuyo cruento propósito ambos entendieron con pasmosa naturalidad. A menudo comenzaban y acababan las frases del otro, tenían los mismos pensamientos, por las mismas razones. Salían siempre juntos, acechando a su presa, infiltrándose en organizaciones e instituciones que les indicaban sus órdenes. Siempre habían hecho aquello que les habían pedido voluntariamente, alegremente, con un sentido del deber devoto, casi sagrado, puesto que los caballeros de San Clemente se habían convertido en el padre y la madre de los dos huérfanos.

—No es lógico, por supuesto —dijo Rossi mientras aceleraba en dirección al oeste.

La autopista estaba llena de coches, camiones, todoterrenos…, las posibilidades eran infinitas. Con un familiar estallido de alegría fue consciente de lo que le había proporcionado su vida en el Voire Dei. Había legitimado sus instintos naturales; en lugar de huir de la ley, Donatella y él estaban más allá de la misma, inmunes. Sólo otro miembro del Voire Dei podía entender lo que él era y hacerle frente, pero con la muerte de Dexter Shaw ya no quedaba nadie a quien temer, sin duda no ese guardián y su desafortunado pupilo.

—Pero ¿qué podrías esperar de ella una vez que tomas en consideración lo que de día y de noche ronda por su cabeza? —le preguntó Donatella.

—Una debilidad que significará su caída.

Donatella cambió suavemente de marcha y aceleró el enorme camión. Cuando estaba cumpliendo una misión sentía que el mundo se abría ante ella como una flor, y era feliz. En los espacios muertos que había entre una misión y la siguiente, estaba hambrienta de sexo, padecía insomnio, y se mordía las uñas hasta hacerse sangre. En esos momentos la única emoción que sentía era el dolor, y ninguna otra que pudiese imaginar. Ahora, sin embargo, la determinación zumbaba en su interior como un enjambre de abejas, y sentía que no había ningún dolor, ningún freno capaz de detenerla o siquiera de hacerla vacilar.

El cementerio se extendía alrededor de Bravo y de Jenny como una vasta, silenciosa y pacífica ciudad de los muertos: lujuriosa y verde, oliendo a hierba recién cortada, salicaria y cebollas silvestres. Había una suerte de sosiego en la densa sombra de los viejos robles, los marzoletos y los pinos de Virginia. Los pájaros revoloteaban entre las ramas cubiertas de hojas, y el zumbido de los insectos estaba por todas partes. Directamente detrás de ellos se encontraban las puertas del Maimonides Cemetery y, a su izquierda, hacia el sur, se extendía el más grande e imponente National Memorial Cemetery.

Jenny lo condujo velozmente a través de un camino asfaltado que discurría entre dos filas de mausoleos de piedra, una necrópolis que brillaba débilmente bajo la moteada luz del sol.

Como si finalmente hubiera tomado una decisión, la joven se detuvo de pronto y volvió la cabeza hacia él, envolviendo su mirada en la suya.

—Escúchame, Bravo, necesito decirte algo. Tu padre fue asesinado con una carga explosiva.

Bravo sintió que algo se anudaba dolorosamente en su vientre.

—Pero la policía dijo que la explosión se había producido por una fuga de gas. —Estaba mareado—. Me aseguraron que había sido un accidente.

—Eso era lo que ellos, y tú, debíais creer. —Jenny lo miró por un momento sin pestañear—. Pero su muerte no fue un accidente, Bravo. Dexter Shaw fue asesinado.

—¿Cómo lo sabes?

Sabía que el tono de su voz era duro, casi hostil. No quería creerla. Por supuesto, no quería creerla.

—Dexter Shaw era miembro de la Haute Cour, o sea, el círculo íntimo, los líderes de la orden. En los últimos quince días, cinco miembros de la Haute Cour han sido asesinados. Uno, asfixiado por una espina de pescado, y otro después de ser atropellado por un coche cuyo conductor se dio a la fuga. El tercero se cayó (o, mejor dicho, lo empujaron) del balcón de su apartamento en un vigésimo piso, y el cuarto se ahogó mientras daba un paseo en bote. Tu padre fue el quinto.

Bravo seguía su relato con una sensación de creciente horror y, de pronto, su memoria de desbordó. «Quiero hacerte una proposición —le había dicho su padre de un modo característicamente críptico—. ¿Recuerdas tu viejo entrenamiento?». Este pequeño fragmento de la última conversación que había mantenido con su padre estaba clavado en su mente como una polilla a la mesa de un especialista en lepidópteros. Ella tenía razón y él lo sabía. Por supuesto. Bravo comprendió con un sobresalto que lo había sabido desde el mismo instante en que ella lo dijo. Era como si los múltiples choques provocados por la muerte de su padre, las heridas sufridas por su hermana y su propia conmoción hubiesen hecho aflorar un instinto que hasta entonces había permanecido latente, una sensación de peligro, conspiración, secretos, la percepción de un mundo oculto que había heredado de su padre.

Habían echado a andar otra vez a instancias de Jenny, como si ella supiera que el movimiento —incluso el más prosaico de ellos— era lo que él más necesitaba en ese momento.

—Respira, Bravo —le dijo suavemente, cariñosamente, mientras lo observaba—. Te sentirás mejor cuanto más profundamente respires.

Él hizo lo que le decía y, en el proceso, experimentó la intensa sensación de que estaba en sus manos. No era del todo desagradable, ya que se encontraba en plena toma de conciencia de que, desde que se había despertado en la habitación del hospital, su mundo había cambiado para siempre. En algún momento durante su estado de absoluta inconsciencia había entrado en un territorio desconocido. Entonces, súbitamente solo, estaba luchando para adaptarse al orden de un mundo nuevo del que no sabía nada.

—Necesito algunas respuestas —dijo él—. Por mis estudios sé que los observantes gnósticos eran, supuestamente, una suborden herética de los observantes franciscanos, quienes rompieron tanto con los tradicionalistas como con los peces gordos de la institución. ¿Sigue siendo una orden religiosa? ¿Y qué me dices de ti? Tenía la impresión de que la orden era estrictamente masculina.

—En un tiempo lo fue —dijo Jenny—. Y puedes creerme, hay algunos en la orden que querrían que ese estatus se mantuviese, que sólo me profesan una profunda inquina. Ya llegaremos a ellos en su debido momento, pero, por ahora, para contestar a tu primera pregunta, en la actualidad la orden es apóstata, nos hemos apartado de la esfera estrictamente religiosa.

—¿Por qué?

—Hubo un tiempo en el que la religión era la ley, el poder supremo en el mundo, pero gradualmente ese poder se erosionó, fue cedido a los reyes, los señores de la guerra, los parlamentos y los presidentes. Cuando el poder de la religión se debilitó, la orden avanzó de acuerdo con los tiempos que corrían, accediendo a los centros de poder del mundo seglar. Nos convertimos en hombres de negocios y políticos.

»Y, mientras tanto, seguíamos a los caballeros, cuya misión era mantener el poder concentrado en el menor número de manos posible: el káiser, Hitler, Mussolini, puedes hacerte una idea.

—¿Me estás diciendo acaso que los caballeros de San Clemente estuvieron detrás de…?

—No hay duda de que tuvieron parte en ello, aceitaron los engranajes, y nosotros, los miembros de la orden, hicimos lo que pudimos para detenerlos, para asegurar la democratización del poder. Ésta es la esencia del mundo clandestino (lo seguimos llamando por su nombre antiguo, el Voire Dei, la Verdad de Dios) en el que nosotros actuamos, Bravo.

—Pero si la naturaleza de la orden ya no es religiosa, ¿en qué se convirtió?

—En la década de los cuarenta mantuvimos a Hitler hipnotizado con una ventisca de cartas astrológicas a partir de las cuales el Führer tomó todas las decisiones equivocadas que podía tomar, extendiendo de manera exagerada sus ejércitos hacia Rusia y Europa occidental. Impedimos que los nazis supieran de la existencia del Proyecto Manhattan, a pesar de los trabajos de Werner Heinsenberg como director del Instituto de Física Káiser Guillermo de Berlín. En 1945, algunos miembros de la orden hablaron con Harry Truman para asegurarse de que los lanzamientos de bombas atómicas se detuvieran en Hiroshima y Nagasaki. Desde entonces nos hemos esforzado por limitar la proliferación de armas nucleares. En 1962, uno de los nuestros se reunió con Nikita Jruschov en una dacha a las afueras de Moscú y lo persuadió para que retirase los misiles de Cuba.

»A través de medios económicos, dedicamos una década a asegurar la caída del comunismo y la descomposición de la Unión Soviética. Actualmente trabajamos sin cesar en África para frenar la propagación de las enfermedades, en Europa oriental para mantener la estabilidad de los gobiernos, en Europa occidental y Asia para educar a los musulmanes, para tratar de protegerlos de las medidas desesperadas que adopta el terrorismo. El extremismo se presenta cuando ha desaparecido toda esperanza, cuando un ser humano ha sido desposeído de absolutamente todo excepto del odio. Y hacemos todo esto entre bambalinas; de otro modo, estaríamos sometidos constantemente al ataque de los caballeros de San Clemente. En ocasiones no tenemos éxito, o sólo obtenemos un éxito parcial, ya que la velocidad de los acontecimientos mundiales suele ser abrumadora. Pero atentos a la misión original que nos encomendó san Francisco de que recorriésemos el mundo para hacer el bien y no guardar nada para nosotros, hemos perseverado en nuestras acciones. Hasta ahora, cuando todo el mundo está amenazado, cuando puede caer en cualquier momento bajo la bota de los caballeros de San Clemente.

Jenny se volvió un instante y, juntos, siguieron corriendo por el camino, un estrecho sendero entre las lápidas de granito y las pulidas paredes de mármol de los mausoleos.

—Los secretos que guarda el escondite conforman nuestro poder —continuó Jenny—. Al principio eran los planes de reyes, príncipes comerciantes y cardenales para asesinar a sus rivales, para monopolizar los mercados de productos holandeses que nosotros mismos creamos en el siglo XVII. Más tarde fueron las conjuras de los gobiernos para apoyar a este dictador, asesinar a aquel otro, para librar una guerra, y entonces, posteriormente, conceder los mejores contratos para la reconstrucción de las infraestructuras a las compañías que contribuyeron económicamente a su elección; políticas secretas que distribuían la ayuda enviada a los países pobres entre los líderes políticos que menos la necesitaban. Desfalcos, coerción, traición, ¿quieres que continúe? Los acuerdos ilícitos entre hombres de negocios para acabar con los rivales, la malversación de fondos, las violaciones de fideicomisos, la venalidad de aquellos que están en la cima de la escalera del poder. Todas las injusticias que el hombre comete contra su prójimo.

»Utilizado con sensatez, nuestro conocimiento de todas estas cuestiones y muchas otras nos proporciona una palanca única para abrir puertas que de otro modo permanecerían cerradas a todos los extraños. Ese conocimiento nos permite influir sobre líderes políticos y hombres de negocios para que tomen decisiones que beneficien al mundo, y para el proyecto de paz.

—¿Y los caballeros quieren la guerra?

—Los caballeros quieren nuestros secretos, nuestro poder. Y puedo asegurarte que ellos no lo emplearían con tanta sensatez. Ellos buscan consolidar su poder, liberarse finalmente del yugo del Vaticano. Quieren influir sobre los gobiernos y los negocios para sus propios fines.

Ahora le parecía extraño, pero siempre había sospechado que en la historia había algo más de lo que podía leerse en cualquier libro o tesis doctoral. ¿Y por qué no? Su padre lo había instruido para que entendiese de un modo intuitivo la naturaleza de los secretos, no sólo a aceptar su existencia, sino también a aprender a exhumarlos y descifrarlos.

BOOK: El testamento
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