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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (16 page)

BOOK: El testamento
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—No, si era una bala de goma.

Bravo se sentó, tosió mientras ella se apartaba de encima de su cuerpo, le daba la mano y lo ayudaba a ponerse en pie. Luego cogió una de las balas de la palma de su mano y la hizo girar entre los dedos, como si la sensación táctil pudiese ayudarlo a entender lo que había ocurrido.

—Pero ¿por qué iba a usar Rossi balas de goma?

—No lo sé —dijo Jenny—, pero no discutamos ese asunto aquí. Estamos demasiado expuestos y Donatella no puede estar muy lejos.

¡Donatella! Bravo miró a su alrededor. Astillas de luz se filtraban a través de las hojas del sauce llorón. Luego miró hacia lo alto de la pendiente en dirección al mausoleo, oculto por los árboles y la maleza. Donatella podía aparecer en cualquier momento; en realidad, era un milagro que no lo hubiese hecho ya. Asintió, luego permitió que Jenny le condujese en torno al extremo norte del lago, a través de un pequeño y frondoso bosque de hayas hasta llegar a un muro de piedra por el que ambos treparon y se deslizaron por el otro lado. Tenía la sensación de que su cabeza podía estallar en cualquier momento, y aún podía sentir cada golpe que Rossi le había asestado como si fuesen choques eléctricos que recorrían a través de todo su cuerpo a cada paso que daba.

Una vez que estuvieron del otro lado del muro de piedra, se encontraron frente a una estrecha fila de arces detrás de los cuales había una carretera. Podían oír el zumbido del tráfico en ambos sentidos, recordándoles la existencia del mundo exterior que los rodeaba. Por un instante, Bravo se apoyó contra la superficie dura y rugosa del muro. Sintió la edad de las piedras filtrándose en su interior y escuchó, como si éstas tuviesen una historia que contarle.

—Bravo, tenemos que seguir andando —dijo Jenny con cierta urgencia en la voz.

Él sabía que debían continuar adelante, por supuesto, pero sin embargo permaneció donde estaba. Era imprescindible que recuperase su equilibrio interno, pero estaba atenazado por la desesperación. Acababa de matar a un hombre. El hecho de que ese hombre también hubiera intentado matarlo a él era algo que, de alguna manera, no venía a cuento. Sabía que había cruzado algún profundo límite moral y ahora, tardíamente, se preguntó si su padre había tenido que matar a un caballero de San Clemente para protegerse a sí mismo o los secretos de la orden. Ahora, una idea que en otro momento se le habría antojado impensable no le parecía en absoluto alarmante. De hecho, le parecía probable y, en cierto sentido, esa idea era como un faro cuya luz penetraba en su negra desesperación. En su mente, esta conexión con el mundo secreto que su padre había habitado era como una cuerda de seguridad, y en el momento en que se aferró a ella sintió que se erguía. Segundos más tarde estaba siguiendo a Jenny a través de la hierba y los setos, cruzando la delgada fila de arces de corteza escamosa que se alzaban junto a la carretera.

Donatella emergió finalmente por la boca del pozo. El mecanismo que cerraba herméticamente el interior de la cripta había hecho que se demorase más de lo que pensaba en atravesar la puerta de bronce donde se alojaba el ataúd. Un tiempo realmente precioso cuando su presa se alejaba cada vez más de ella. No obstante, se consoló al pensar que cada paso que ellos daban los acercaba un poco más a Rossi; aunque, en el fondo, no quería que Rossi fuese el primero en cogerlos. Quería ese placer sólo para ella. Lo supo en el instante en que flirteó con Braverman Shaw en la calle. Atraer su atención hacia ella había sido una estupidez, se dio cuenta cuando le sonrió a espaldas de Rossi, pero no había podido evitarlo. En Braverman había algo, una parte animal profundamente reprimida que ella había reconocido de inmediato y a la que había respondido. En aquel momento hubo algo profundamente íntimo, primitivo, dos animales que perciben el olor del otro en medio del bosque, que ella ahora llevaba consigo como una fotografía en un relicario.

Del mismo modo que llevaba la esencia de Ivo allí adonde fuese. Su aislamiento era lo que convertía a Rossi en algo tan vital para su existencia. No importaba nada más que Ivo… y, por supuesto, su presa. Ivo y ella se habían sacrificado el uno por el otro, se habían cuidado mutuamente cuando estaban enfermos o heridos. Habían matado juntos, y cuando estaban en la intimidad sentían algo muy intenso, enorme.

Delante de ella, el camino discurría por una pronunciada pendiente que llevaba hacia unos grandes sauces llorones, detrás de los cuales se encontraba el lago. Había tres grupos de huellas, la presa seguida por el cazador. Donatella siguió el rastro a través del terreno inclinado hasta que vio algo que hizo que se detuviese. Agachándose en la hierba pasó la mano sobre la superficie embarrada donde, estaba segura, había habido una pelea. Alzó la cabeza inmediatamente y miró a su alrededor con los ojos entornados. Luego, con el cuerpo en tensión, el arma montada y preparada para disparar, se levantó, siguiendo el rastro que llevaba hasta la orilla del lago.

Allí permaneció, con el agua lamiéndole las botas, mientras contemplaba el paisaje plácido y silencioso. Una pareja de patos llegó volando desde el suroeste y se posaron en el agua agitando las alas, luego comenzaron a desplazarse a través de la superficie del lago hacia un grupo de polluelos de ánade. Se oyó un breve intercambio de graznidos y luego el lago volvió a sumirse en el silencio. Los últimos rayos de sol se reflejaban en el agua, confiriéndole una tonalidad rojiza.

De pronto, su atención se dirigió hacia un ligero movimiento en el lugar donde el agua era más roja, un leve temblor, como si hubiese un pez nadando próximo a la superficie, preparándose para darse un festín de arañas de agua y mosquitos. Un momento después, una forma curva rompió la superficie; tenía el color del trigo y un aspecto aceitoso. Luego giró y ella pudo ver una inconfundible nariz romana, luego los labios y las mejillas.

Donatella permaneció completamente inmóvil, pero tuvo la sensación de que el tronar de su corazón la haría pedazos. No, se dijo, no podía ser. Pero entonces la cara volvió sus ojos inertes hacia ella, y Donatella corrió hacia el agua sin pensarlo dos veces. El lodo del fondo tiraba de ella hacia abajo, haciendo que su marcha fuese cada vez más lenta, provocando que sus poderosos muslos trabajasen al máximo. Finalmente consiguió llegar hasta él y acunó entre sus manos la cabeza destrozada. Cuando besó sus labios fríos y gomosos sintió como si un punzón le atravesara el corazón.

Abrió la boca y echó la cabeza hacia atrás. El aire llenó sus pulmones y el nombre de él surgió de sus labios con un alarido desgarrador.

—¡Ivo!

En su interior se abrió un enorme vacío que sólo podía llenarse con una sangrienta venganza.

Bravo y Jenny que se dirigían de prisa hacia el edificio de mantenimiento del cementerio, oyeron el aullido animal y la sangre se les heló en las venas. Ambos se miraron, pero fueron incapaces de pronunciar el nombre de Donatella.

Apuraron el paso y llegaron sin incidentes al edificio bajo y cuadrado. Mientras Bravo se mantenía oculto, Jenny se dispuso a hacer un reconocimiento del lugar. Braverman se apoyó contra el tronco de un enorme castaño y, a pesar del calor, no podía dejar de temblar. Ahora que los efectos de la conmoción sufrida comenzaban a disiparse, el dolor lo atravesó como una ola, acentuándose con cada latido de su corazón. Era muy difícil quitarse de la cabeza el rostro furioso de Rossi. Bravo jamás se había encontrado con alguien que tuviese la intención y el deseo de matar a otro ser humano. Era un recuerdo escalofriante que se llevaría consigo a la tumba.

Alzó la cabeza al oír el sonido ronco de un motor al ponerse en marcha. Vio un coche fúnebre que avanzaba lentamente hacia él y retrocedió unos pasos. Luego el cristal de la ventanilla del conductor bajó y pudo ver que Jenny estaba al volante del vehículo. El coche fúnebre redujo la velocidad y él saltó de detrás del castaño, abrió la pesada puerta y se deslizó en el asiento junto a ella. En el momento en que cerró la puerta, Jenny aceleró, dejando atrás una lluvia de grava.

La joven maniobró el pesado vehículo hasta salir del recinto del cementerio. No le preguntó cómo había conseguido robar el coche fúnebre; no quería saberlo y, aunque resultara extraño, tampoco le importaba demasiado. Nuevamente, Jenny había conseguido un medio para escapar, y eso era todo lo que importaba.

—Has dicho que Rossi estaba muerto. ¿Qué pasó después de que me disparó?

—Eché a correr —dijo él—. Corrí y, como un imbécil, me caí. Rossi vino a por mí y le hice tropezar. Ambos rodamos hasta caer en el lago. Él iba a matarme, podía verlo en sus ojos, podía sentirlo en cada uno de sus golpes.

Jenny dejó escapar el aire entre sus labios fruncidos.

—Rossi era un asesino entrenado. Y, sin embargo, conseguiste sobrevivir…

—Quizá tuve suerte, no lo sé. Lo maté, ésa es la cuestión.

—Sólo hiciste lo que tenías que hacer. Tu padre te entrenó muy bien.

Bravo se sintió mal ante la mirada de admiración de Jenny, de modo que se volvió y miró a través del cristal tintado de la ventanilla. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? Había sido perseguido, apaleado… había matado a un hombre. ¿Por qué? Ésa era la batalla de su padre, pero ¿era la suya también? Bravo se dio cuenta de que podía largarse en ese mismo instante, comprarse un poco de ropa y volar de regreso a París, y reanudar allí su trabajo como si nada hubiera pasado. Todo parecía oscuro, como si estuviese detrás de un velo, parte de otro país que él estaba atravesando a la velocidad de un meteoro. Se preguntó si su sensación de extrañeza era algo que su padre había experimentado alguna vez. Y fue entonces cuando comprendió que algo había ocurrido, no sólo a su padre, sino también a él. Aunque pareciera extraño, él ya no era la persona que se había encontrado con su padre en el Village para tomar un café.

«Te dije que esto era urgente».

«Te oí cuando lo dijiste, papá».

Pero, sin embargo, Bravo no había escuchado a su padre, no lo había hecho. Y ahora, incluso desde la tumba, él estaba habiéndole otra vez.

—La primera vez es siempre la más difícil —dijo Jenny, interpretando erróneamente su profundo silencio.

Él se puso tenso.

—No tengo intención de que vuelva a suceder.

—Un sentimiento verdaderamente admirable, pero ¿acaso Rossi te dio alguna posibilidad de elegir?

—Eran circunstancias extraordinarias. No preveo…

—Nadie en su sano juicio prevé quitarle la vida a otro ser humano. —Sus ojos estaban fijos en el camino que se extendía delante de ellos—. Pero piensa en esto. En el mundo exterior no habría ninguna razón para mantener siquiera esta conversación. Tú ya no formas parte de la sociedad, del mundo que habitan todos los demás, Bravo. Ahora estás en el Voire Dei, para bien o para mal, y puedes creerme, cuanto antes te hagas a la idea de que es así, mayores serán tus posibilidades de sobrevivir.

Bravo miró inexpresivamente el paisaje que pasaba velozmente junto al pesado coche fúnebre. No quería pensar en ello ahora, simplemente era incapaz de procesarlo, a pesar de la advertencia de Jenny. En cambio, como era su costumbre siempre que estaba preocupado, concentró su mente en una tarea específica, o sea, tratar de entender por qué la pistola de Rossi estaba cargada con balas de goma. Y, casi de inmediato, un recuerdo apareció en su cabeza: Rossi apartando el arma del hombre que los apuntaba cuando se alejaban de la casa de Jenny. Entonces no había querido que le disparasen, y tampoco había querido matar a Jenny. Y, sin embargo, no había ninguna duda acerca de la determinación en su rostro cuando luchaban en el lago. ¿Acaso Bravo lo había llevado más allá de todo control?

Se humedeció los labios y le dijo a Jenny:

—No creo que Rossi y Donatella tuviesen órdenes de matarnos.

Este comentario llamó la atención de la chica.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Para empezar, las balas de goma —dijo él. Luego le explicó lo que había visto mientras huían de la casa.

—¡Por supuesto! —exclamó Jenny—. Piensan que tú sabes todo lo que sabía tu padre, y quieren capturarte para sacarte esa información.

—Pero yo no tengo esa información.

—Tú lo sabes y yo también —dijo ella—, pero es evidente que ellos lo ignoran.

—Entonces tenemos que encontrar alguna manera de que lo sepan.

Jenny se echó a reír y sacudió la cabeza.

—Ya has oído el grito de Donatella en el cementerio. ¿Acaso piensas que ella te creerá?

—¡Pero es la verdad!

Jenny se volvió para mirarlo con dureza.

—En el Voire Dei no existe ninguna verdad, Bravo. Sólo existe la percepción. Donatella y aquellos que la controlan creerán lo que quieran creer, lo que mejor se adapte a su percepción de la realidad.

Bravo se preguntó si había alguna salida para él, ¿o acaso estaba destinado a seguir con esa pesadilla?

«Tú ya no formas parte del mundo que habitan todos los demás». Con estas palabras resonando en su cabeza, bajó el cristal de la ventanilla y contempló el paisaje. Por encima del ruido exterior, preguntó:

—¿Cómo soportas una carga tan pesada?

Jenny sabía perfectamente a qué se refería Bravo.

—A algunos les gusta, ya sabes. El Voire Dei es el único lugar donde se sienten seguros. Otros se deleitan en él. De hecho, no conocen otra forma de vida. Para ellos, la sociedad es pálida, indistinta, de mínimo interés. Se sienten privilegiados de pertenecer al Voire Dei.

—¿Qué sientes tú?

Habían dejado atrás el área de Falls Church. Jenny giró a la izquierda y recorrieron aproximadamente un kilómetro hasta llegar a una zona de casas cada vez más grandes y lujosas. Luego el coche fúnebre se internó por un camino largo y sinuoso que ascendía hasta la cima de una colina. Un kilómetro más adelante, Jenny viró a la derecha, hacia una calle con grandes casas coloniales con techos de tejas, jardines ingleses clásicos y prados con la hierba impecablemente cuidada. Jenny entró en el camino particular de una casa de dos plantas de color crema, con columnas en el frente y un impresionante cobertizo para los vehículos. Un poco más allá, a un lado, había un garaje para tres coches y, al otro, se veía una pequeña construcción sin ventanas para el jardinero. Jenny detuvo el coche en la explanada de cemento delante de las puertas del garaje y se bajó. A un costado de la puerta que se hallaba más a la izquierda había una pequeña caja de plástico. Jenny levantó la tapa, pulsó una serie de números y una de las puertas del garaje se abrió. Acto seguido, volvió a sentarse detrás del volante, metió el coche fúnebre dentro del garaje y cerró la puerta. Junto a ellos había un Mercedes descapotable.

BOOK: El testamento
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