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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (28 page)

BOOK: El testamento
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La forma espectral comenzó a definirse a medida que el agua de la bahía continuaba retrocediendo. Muy pronto se hizo evidente que estaban contemplando unos muros de cemento.

—¡Una piscina! —exclamó Jenny.

—Sí, una piscina jodidamente inteligente. Mira, tiene tres lados para contener el agua del mar y permitir que cualquiera que llegue desde la playa pueda acceder a ella, de modo que la gente disponga de un lugar para nadar toda la tarde mientras la marea se ha retirado.

Echaron a andar por el rompeolas hasta llegar a un tramo de escalera en su extremo.

—Vamos —dijo Bravo.

Bajaron por los peldaños de piedra hasta alcanzar la playa, donde fueron recibidos inmediatamente por el intenso calor y un fuerte aroma a agua salada, junto con los olores de los desechos marinos, las cremas solares y los cuerpos agradablemente transpirados. En la playa había una especie de chiringuito donde vendían ostras crudas, patatas fritas y bebidas frescas. La playa estaba llena de gente: mujeres ataviadas con diminutos biquinis o con los pechos desnudos, hombres que hablaban con los brazos cruzados sobre el pecho. Tres niños pateaban una gran pelota de rayas de colores sobre las olas, donde los bañistas entraban y salían.

Bravo y Jenny se quitaron los zapatos. Él se arremangó los pantalones y ella se levantó la falda, sujetándola en la parte superior de los muslos como si fuese una toalla. Luego echaron a andar por la arena en dirección a la piscina, que seguía emergiendo de las aguas inquietas de la bahía.

Bravo utilizó el GPS para adentrarse en el agua, que les llegaba a la altura de los muslos. Cuando alcanzaron el muro izquierdo de la piscina, Bravo lo recorrió hasta su punto extremo. Luego deslizó los dedos hacia abajo del muro, hasta donde alcanzaba el brazo.

—¿Hay algo? —preguntó Jenny.

Bravo negó con la cabeza.

No muy lejos de donde se encontraban, Camille estaba apoyada contra el rompeolas. Llevaba un pañuelo que le cubría completamente el pelo y había comprado una gorra de hombre cuya visera mantenía baja sobre la frente para que le ocultase parte del rostro. Tenía los codos apoyados en la parte superior del rompeolas y en las manos sostenía unos poderosos binoculares con los que seguía atentamente los movimientos de Bravo y de Jenny en la playa. Observó con extrema concentración cuando Bravo le entregó a Jenny el GPS, el pasaporte y el teléfono móvil antes de sumergirse bajo el agua.

Bravo emergió nuevamente a la superficie tres minutos después. El agua chorreaba por su cuerpo y la camisa colgaba como si fuese un harapo.

—Hay una pequeña puerta cuadrada a ras de la pared —dijo mientras se quitaba el agua de los ojos—. El problema es que no tiene manija.

—¿Tiene alguna cerradura?

—Ése es el otro problema —dijo Bravo—. Es una cerradura completamente diferente de las que conozco.

—Yo sé un poco acerca de cerraduras —señaló Jenny—. ¿Qué aspecto tiene?

—Es un cuadrado diminuto. ¿Conoces alguna llave capaz de abrir una cerradura cuadrada?

Jenny negó con la cabeza con el ceño fruncido.

—Pero tu padre no te habría conducido hasta aquí a menos que te hubiese provisto previamente de un medio para abrir la puerta.

—Sólo tengo la llave que él me confió —dijo Bravo—. Y te prometo que con esa llave no puedo abrir esa cerradura tan peculiar.

—¿Qué otra cosa encontraste en el compartimento del barco de Dexter? —preguntó ella.

Bravo metió la mano en el bolsillo y sacó el mechero Zippo, los gemelos y el pin de solapa esmaltado. Miró el grupo de pequeños objetos durante un momento, tratando de pensar en la manera como lo hubiera hecho su padre. El Zippo era demasiado grande y el pin tenía la forma equivocada, pero los gemelos eran cuadrados y tenían aproximadamente la misma medida que la cerradura. Cogió uno de ellos y examinó la muesca que recorría uno de sus lados.

—¡Tienes razón! —dijo, muy excitado, al tiempo que le mostraba las muescas a Jenny—. No es un simple gemelo. ¡Es una llave! ¡La llave de la puerta submarina!

Bravo volvió a sumergirse, pero reapareció pronto… demasiado pronto.

—Entra en la cerradura pero no puedo hacer que gire.

—La ranura del costado no es la correcta —dijo Jenny—. Prueba con el otro.

Cuando Bravo se sumergió de nuevo, Camille concentró su atención en Jenny. Camille sentía que ya conocía a Bravo bastante bien. Después de todo, había tenido años para absorber todos los pormenores de su psique. Ahora era fundamental que fuese capaz de hacer lo mismo con la chica, y su marco temporal estaba terriblemente limitado. Incluso el topo que había dentro de la orden ignoraba quién sería el encargado de asignar el guardián a Bravo, más aún quién sería ese guardián. A decir verdad, le había sorprendido que la elegida fuese Jenny.

En cualquier caso, si Camille quería llevar adelante su plan, principalmente llevar a Jenny y a Bravo por donde ella quisiese, separarlos, hacer que se desesperasen, entonces necesitaba ser capaz de entrar en las cabezas de ambos. Ahora lo que más le interesaba era que, a pesar de que habían pasado la noche juntos, Jenny parecía mantener las distancias. De hecho, por su expresión y su lenguaje corporal, Camille podía asegurar que estaba enfadada, pero si era con Bravo o consigo misma no podía decirlo. ¿Acaso era frígida o, posiblemente, lesbiana? Para Camille ésa era una cuestión sumamente importante porque, según su experiencia, la sexualidad era uno de los factores determinantes de la conducta humana. Camille se encontraba en el retrete cuando Jenny se encerró en el contiguo y comenzó a llorar. Estaba segura de que ése era un momento clave para meterse debajo de la piel del guardián, y se sentía frustrada por no saber qué era lo que había hecho que Jenny se derrumbase de ese modo.

Al observarla ahora con el sol en los ojos, el pelo brillando al viento, su bien formado torso surgiendo del resplandor blanco del agua, Camille se dio cuenta de que admiraba el poder de recuperación de esa mujer. Pero aquello en lo que estaba realmente concentrada ahora era en la siguiente fase de su plan para quitar las capas que todo ser humano construye para protegerse a sí mismo y dejar al descubierto los puntos vulnerables que podía explotar.

Debajo del agua todo estaba azul como la pared de roca curva de la Grotta Azzurra. Las piernas pálidas de los que caminaban a través del agua, los vientres velludos de los nadadores, los muslos de Jenny… todo aparecía distorsionado, excepto la pequeña puerta en el muro de cemento. Al frotar la puerta con el dorso de la mano, ésta reveló una superficie brillante, y Bravo pudo ver que se trataba de alguna clase de metal, acero inoxidable quizá, para evitar los efectos corrosivos de la sal.

Como si se moviese a cámara lenta, Bravo introdujo el gemelo cuadrado en la cerradura y lo hizo girar cuarenta y cinco grados hasta que pudo encajarlo por completo en su interior. Entonces lo hizo girar nuevamente y tiró hacia afuera. No ocurrió nada. Hizo girar la llave en sentido contrario y la puerta se abrió. Con la otra mano tanteó en el interior de la cavidad, tocó algo y lo sacó inmediatamente. Era un pequeño paquete herméticamente cerrado con plástico. Luego comprobó que no quedase nada dentro de la cavidad, cerró la puerta con la llave, la sacó de la cerradura y, con un fuerte impulso, salió a la superficie.

En el momento en que emergió, abrió el puño sólo lo suficiente para que Jenny viese lo que llevaba y luego ambos regresaron a aguas menos profundas. Se alejaron de los bañistas y encontraron una pequeña zona despejada. Cuando Bravo estaba a punto de abrir nuevamente el puño, Jenny cubrió su mano con la suya y se movió, de modo que quedó de espaldas a la playa.

—Conviene ser prudente —dijo—. Hemos sido espiados en más de una ocasión y, aunque acabé con los tipos del Mercedes, no podemos estar seguros de que no haya un equipo de apoyo en alguna parte. De hecho, sabiendo la forma en que trabajan habitualmente los caballeros, me sorprendería que no tuviesen un equipo de apoyo. Considerando lo que está en juego, apostaría que están utilizando todos sus recursos para mantenernos a tiro.

Bravo echó un vistazo a su alrededor.

—Entonces, ¿por qué nos quedamos al descubierto?

—No tiene sentido advertirles de que estamos alerta. Dejemos que crean que nos hemos olvidado por completo de ellos.

Braverman frunció el ceño y luego asintió. Como siempre, lo que Jenny decía tenía mucho sentido. Bajo la sombra proyectada por sus cabezas, abrió el paquete impermeable y desplegó una hoja de papel. Dentro había una moneda de oro con una figura masculina en una pose beatífica, una mano alzada en un gesto de bendición. En el papel, su padre había escrito algo con su inconfundible letra inclinada hacia atrás: «Una escena de luz y gloria, un dominio, que más ha resistido entre los hombres». Jenny lo interrogó con la mirada.

—¿Qué significa? ¿Se trata de otro código?

—En cierto modo —dijo Bravo con expresión pensativa—. La cita pertenece a Samuel Rogers. Era una de las favoritas de mi padre, pero sólo la conocíamos mi madre y yo, dudo de que incluso Emma la conozca. —Recitó los dos versos como si fuese una plegaria—. Rogers estaba escribiendo acerca de Venecia.

—Obviamente, Venecia es nuestra siguiente parada —dijo Jenny—. ¿Y qué hay de la moneda?

Bravo la sostuvo entre los dedos, sintiendo sus profundos bordes. Luego la hizo girar lentamente, examinando ambas caras.

—En primer lugar, no se trata de una reproducción. Es muy antigua. Creo que esta moneda me dirá adonde nos envía mi padre en Venecia.

—¿Quieres decir que no lo sabes?

—Aún no. —Sonrió al ver la expresión preocupada de Jenny—. No pongas esa cara, encontraré la respuesta. Cuando se trata de los códigos de mi padre, siempre la encuentro.

El corazón le latía de prisa. Estaba sosteniendo la confirmación en sus manos. Estaba realizando un largo viaje, un viaje que lo mantendría unido a su padre incluso después de su muerte, porque ambos habían practicado ese juego muy a menudo durante su niñez, un juego de acertijos, cada uno de ellos exponencialmente más difícil de descifrar que el anterior. Al menos, eso le había parecido a Bravo cuando estaba creciendo. Ahora sabía que las lecciones que le había enseñado su padre para descifrar los códigos eran las que lo habían conducido hasta ese momento. ¿Había previsto Dexter Shaw su muerte? Seguramente no, sólo se estaba asegurando de que tendría un sucesor cuando llegase su hora.

Bravo cerró el puño con fuerza alrededor de la moneda. El metal se había calentado por el sol. De pronto, la moneda, la hoja de papel con la cita de Samuel Rogers, incluso el encendedor Zippo, habían adquirido una importancia mucho mayor. No eran simplemente los últimos vestigios de la vida de su padre. Tan fríos e inanimados como Dexter Shaw, esos objetos portaban el calor de la vida, la alegría que él había experimentado cada vez que su padre lo desafiaba a igualar su ingenio. Esas pistas lo llevaban más cerca de su padre de lo que jamás había estado desde que era un niño, una época en la que el mundo tenía sentido, cuando su padre y él estaban unidos por una serie de códigos cada vez más compleja y desconcertante, como si ellos dos fuesen las únicas personas que habitaban el universo.

Bravo y Jenny regresaron lentamente al lugar donde habían dejado sus zapatos, cociéndose sobre la arena pálida, y se quedaron sentados un rato, observando a los nadadores en la «piscina». La voz de Mylene Farmer les llegaba desde un transistor portátil que se encontraba junto a una mujer tendida al sol con los pechos desnudos. Un grupo de niños jugaban en la arena, cavando y levantando una especie de muro que el agua se empeñaba en destruir. Un par de mujeres alemanas, de piel pálida y pecho hundido, caminaban junto a la orilla hablando de unos zapatos que habían visto en un escaparate. El aroma de creps y vino se mezclaba con el olor de sal que llegaba del mar. El calor del sol caía a plomo sobre ellos, secando sus ropas y haciendo que el agua se evaporase, dejando una fina capa de salitre sobre la piel.

Finalmente, ambos se calzaron sus zapatos y abandonaron la playa y su original «piscina». Cuando subían por el rompeolas, Bravo sacó su teléfono móvil y llamó a la compañía aérea para hacer un par de reservas en el último vuelo a Venecia.

—Supongo que no debería haberle dicho a Camille que se marchase. Necesitamos un medio de transporte para regresar a París —dijo cuando colgó el teléfono—. Iremos hasta la ciudad nueva y preguntaremos por una agencia de alquiler de coches.

La ciudad vieja estaba llena de turistas, lo que hizo que su marcha por sus estrechas calles fuese muy lenta, pero finalmente divisaron la puerta principal.

—Ahora es cuando debemos estar en guardia —dijo Jenny.

Bravo asintió y echó a andar hacia la puerta, pero se volvió cuando ella lo cogió con fuerza del brazo.

—Yo iré primero —dijo ella, y casi de inmediato alzó la mano para interrumpir su amago de protesta—. No importa qué argumento puedas utilizar; el resultado será el mismo. —Su expresión era tan seria como inmutable—. Crees que no soy capaz de cumplir con mi trabajo, pero puedo asegurarte que sí.

—Hiciste un excelente trabajo protegiéndonos a Camille y a mí en la autopista —señaló Bravo con el mismo tono serio que ella había empleado—. Creo que no te lo había dicho aún.

—No —respondió Jenny—; no lo habías hecho.

Luego se apartó de Bravo y echó a andar decididamente hacia la puerta. Él la siguió mientras Jenny se abría paso a través de la muchedumbre de turistas que atravesaban la puerta hacia la calle adoquinada, más allá de la cual se extendía el aparcamiento lleno de autocares.

Tuvieron que hacer un alto, esperando que se abriese un resquicio en la lenta marcha de coches abrasados por el sol. El aire era sofocante a causa de la acumulación de calor en el asfalto y las emisiones de gases de los vehículos. Había gente por todas partes: turistas en grupos de dos, cuatro y más personas; ciclistas que hacían recados o que simplemente habían salido de paseo; niños que reían, lloraban o gritaban; padres exasperados que tiraban de sus pequeñas manos. Hasta ellos llegaban las fragancias dulces de helados, caramelos pringosos y colonia barata. Jenny volvió de pronto la cabeza y vio que un grupo de unos quince niños de entre ocho y nueve años se acercaba a ellos. Iban acompañados de tres adultos, uno delante, otro detrás y el tercero caminando junto a los pequeños.

Ahora se había abierto un espacio entre el denso tráfico y ella se estaba volviendo de nuevo cuando vio un movimiento por el rabillo del ojo. El tercer adulto había acelerado el paso, dejando atrás al grupo de niños. Los otros dos monitores no le prestaron la menor atención, lo que le confirmó a Jenny que no lo conocían de nada; había estado utilizando a los niños para camuflarse.

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