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Authors: Eric Van Lustbader

Tags: #Intriga, #Aventuras

El testamento (27 page)

BOOK: El testamento
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Después de un tiempo indeterminado, abrió nuevamente los ojos y vio que Bravo estaba de pie junto a la cama. El agua sonaba como una catarata, corriendo y burbujeando como si estuviese ansiosa por llegar de un lugar al siguiente. Tenía la extraña sensación de que la marea había subido lo bastante como para filtrarse a través de los cimientos, ascendiendo en un remolino para invadir la habitación y lamerle los muslos. Sus dedos se deslizaron por el cubrecama buscando alguna prueba de que flotaba lejos de tierra firme.

Sin decir nada, Bravo la levantó de la cama y la llevó al baño. Una vez dentro, no se detuvo, sino que se inclinó por encima de la bañera. El vapor ascendía desde el agua y el ambiente era maravillosamente cálido. Bravo la depositó en el agua y, cogiendo el teléfono de ducha, dejó que el agua caliente corriese sobre ella. Luego comenzó a quitarle la ropa. Al principio sintió como si los escarabajos hubiesen regresado y volvió a emitir sus sonidos de aflicción, pero cuando comenzó a tomar conciencia de su cuerpo, se dio cuenta de que su propia sangre, al secarse, había hecho que las prendas se le pegasen a la piel y era eso lo que le provocaba el dolor cuando se movía en la cama.

Lentamente, capa tras capa, Bravo la fue mondando. La sangre se disolvía bajo el agua caliente, y no era una sensación desagradable. Jenny pensó en una naranja, cuya corteza amarga debemos quitar para revelar el fruto dulce que se esconde debajo. Alzó la vista para mirar a Bravo y se vio reflejada en sus ojos. Estaba medio desnuda y, por alguna razón, no sentía ira ni vergüenza.

Por otra parte, se sintió obligada a decir:

—¿Por qué estamos haciendo esto?

Mientras sus manos continuaban con su trabajo, Bravo la miró durante lo que pareció un momento muy largo.

—Porque casi te pierdo —dijo por fin. Sus dedos, con la tarea casi terminada, le acariciaron la piel desnuda—. Porque significas algo para mí.

—¿Qué? —La cascada de agua caliente seguía cayendo sobre ambos mientras Bravo permanecía arrodillado frente a ella—. ¿Qué significo para ti?

Ella vio en sus ojos lo que Bravo quería decirle, lo sintió en la forma en que la acunaba, en el calor que ascendía entre ambos. Sus brazos rodearon su cuello y lo atrajo hacia sí porque no podía evitarlo. Jenny sintió el cuerpo de Bravo contra el suyo y también sintió que se elevaba, no sólo su cuerpo, sino también su espíritu. Recordó entonces lo que Camille había dicho acerca del poder sanador del mont Saint Michel.

Sintió los latidos fuertes y rítmicos del corazón de Bravo. Un desvarío se había apoderado de ella, un desvarío que le resultaba extrañamente familiar, el profundo y conmovedor anhelo que había experimentado antes de que su madre la enviase al internado en el otro extremo del país.

Las compuertas, cerradas durante tanto tiempo, se abrieron entonces. Su cabeza se movió hacia adelante, sus labios se abrieron, y Jenny se rindió a todo lo que deseaba, todo lo que llegaba.

Cuando ambos salieron del baño, la niebla se había levantado. Era ese momento del día, bello y misterioso, cuando el cielo es infinito y está bañado por la luz de una fuente invisible, cuando mucho más abajo, la oscuridad de todas las cosas ya ha comenzado a congregarse, esparciendo sus sombras azules a través de los caminos y los adoquines, las paredes bajas y los cimientos, abrumándolos, ligándolos a la tierra negra.

Se sentaron el uno junto al otro, contemplando a través de la ventana la Maravilla con su caserío amurallado en dos niveles, hecho un ovillo a sus pies como el dragón derrotado. Los cimientos del enorme monasterio, que estaba construido totalmente en granito, habían sido colocados a casi cincuenta metros sobre el nivel del mar.

—Como probablemente sabes, la abadía es de origen benedictino —explicó Bravo—, pero en los siglos XIV y XV fue fortificada a la manera de una instalación militar. De hecho, la posición que ocupa el mont Saint Michel en el canal hizo de la fortaleza un importante puesto de avanzada cuando Francia entró en guerra con Inglaterra; se convirtió inmediatamente en un lugar estratégico a la vez que inexpugnable. Sus defensas nunca han sido superadas.

En la pared, justo por encima de la ventana, había esculpidos una concha, un cuerno y una vara.

Jenny deslizó los dedos sobre el bajorrelieve.

—¿Estos símbolos tienen algún significado?

—Estos símbolos representan la insignia del mont Saint Michel —dijo Bravo—, conocida por todos los peregrinos que llegaron al islote a partir del siglo XIII. Eso ocurrió antes de que se construyera la calzada elevada, cuando la marea alta dejaba el islote completamente aislado de tierra firme. Mucha gente se ahogaba a causa del incierto movimiento de las mareas. Es difícil saber qué era más traicionero, si las mareas o el lecho marino. La vara se empleaba para comprobar si había arenas movedizas cuando se iniciaba el viaje fuera de la abadía; el cuerno se utilizaba para lanzar un toque de alarma si el peregrino se perdía entre la niebla o lo alcanzaba la pleamar, y la concha era colocada en el sombrero del peregrino cuando abandonaba el mont Saint Michel, como un símbolo que proclamaba su viaje seguro y exitoso.

—Me gustaría tener una de esas conchas.

Jenny apoyó la cabeza en el sofá.

—¿Quieres dormir? —preguntó Bravo.

—No —contestó ella con una pequeña sonrisa en los labios—. Tengo hambre.

—¿Qué quieres que te traiga?

Pero sus ojos ya estaban cerrados. Poco después, su respiración era regular y, Bravo, poniéndose en pie, fue a buscar la manta y la cubrió de la cabeza a los pies.

Capítulo 12

S
AINT Malo ocupaba la parte más occidental de un pequeño cabo que se adentraba en el canal de la Mancha. El cabo presentaba aproximadamente la forma de la cabeza de un perro, y Saint Malo era el hocico. Llegaron unos minutos después de las 12.30. El centro de la ciudad era antiguo y hermoso, fortificado por un grueso muro de piedra. Alrededor del muro se habían levantado círculos concéntricos de viviendas del siglo XX, feas y baratas, donde vivían y trabajaban muchos de los residentes. Los autocares turísticos, sin embargo, se detenían en el amplio aparcamiento adoquinado que había fuera de las puertas de la ciudad vieja, donde descargaban su contenido de excitados turistas provistos de toda clase de cámaras que querían grabar las atracciones principales, comer creps y continuar hasta la siguiente parada en su vertiginoso viaje. Había alemanes, suizos, austríacos, españoles, italianos, británicos y, por supuesto, japoneses. Hostiles como partidas de guerreros, formaban grupos compactos como si temiesen entrar en contacto con los demás. Se movían en enjambres, bajo estandartes militares que sus guías agitaban con resentimiento.

Camille detuvo el coche junto a varios de esos autocares, miró a Bravo severamente y preguntó:

—¿Estás seguro de que esto es lo que quieres hacer?

Él asintió.

—Completamente.

—Bon.

—Y tú harás lo que te pedí y regresarás a París —dijo Bravo, ligeramente ansioso.

—Ya te he dicho en el desayuno que lo haría.

Camille besó a Bravo y a Jenny en ambas mejillas y les aconsejó que entrasen en la ciudad mezclados entre los contingentes de turistas.

Eso hicieron. Cuando pasaban a través de las antiguas puertas de la ciudad vieja, Braverman miró por encima del hombro, pero el Citroën ya había desaparecido.

Entre todos los equipos de vídeo y las cámaras digitales, el GPS que Bravo había cogido del coche de Kavanaugh no llamaba la atención. Introdujo las coordenadas que le había proporcionado su padre.

Ambos permanecieron junto con el numeroso grupo de turistas durante unos minutos, pero cuando se dirigieron hacia su primer punto de interés, Bravo se desvió a la izquierda.

—Por aquí —dijo, adentrándose por las estrechas calles flanqueadas de tiendas. Ambos recorrieron el laberinto de la ciudad vieja en dirección al norte, hacia el rompeolas.

Saint Malo, aproximadamente a medio camino en la côte d'Emeraude, la costa Esmeralda, fue construida sobre la costa rocosa, y a menudo salvaje, de la Bretaña, la costa septentrional de Francia. En otros tiempos había albergado tanto a marinos mercantes como a corsarios que se dedicaban al pillaje. En aquella época, muchos países europeos estaban en guerra, y alta mar era territorio abierto. Los reyes de Francia, España, Holanda e Inglaterra hacían todo lo que podían para alentar a los propietarios privados a que armasen sus barcos para atacar a los navíos enemigos. Los armadores franceses fueron conocidos como corsarios después de que el rey les concedió una autorización formal, una
lettre de course
, para que llevasen a cabo sus actividades comerciales bajo unas normas estrictas. Su botín era dividido en partes iguales entre el rey, el propietario del barco y la tripulación.

La ciudad fue fundada por el padre MacLaw, un obispo galés que huyó a Bretaña en 538, siendo «Malo» la pronunciación francesa de su apellido. A pesar de su ventajoso emplazamiento, la ciudad no alcanzó una importancia real hasta que fue adoptada por los corsarios, quienes, al alcanzar riquezas y poder, la fortificaron contra sus enemigos marítimos y terrestres. Hacia 1590, los corsarios de Saint Malo habían conseguido una influencia tan grande que se atrevieron a declarar la ciudad república independiente tanto del gobierno bretón municipal como federal.

Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, Saint Malo adquirió una considerable riqueza, no sólo debido a su comercio marítimo entre Europa y América, sino también de las flotas que iban en busca de bacalao a las heladas aguas de la costa oriental de Canadá.

Por exitosos que fuesen estos arriesgados pescadores, la mayor parte de las riquezas de la ciudad procedía de las constantes incursiones de sus temidos corsarios.

Si uno sabía lo que debía buscar, la rica y legendaria historia de Saint Malo era visible en las casas de piedra, los muros fortificados y los estandartes de brillantes colores de los corsarios. Atravesando las calles adoquinadas y desparejas, Jenny y Bravo llegaron al formidable rompeolas y ascendieron por la escalera de piedra construida en su pared interior. Al alcanzar la parte superior, contemplaron el golfo de Saint Malo, más allá del cual se divisaban las figuras gris azuladas de Jersey y las islas del canal, que se elevaban como si fuesen ballenas saltando fuera del agua. El día era claro y la escasa brisa que llegaba hasta ellos era suave y blanda como una almohada de plumas. El sol estival calentaba desde un cielo completamente despejado. A causa de la lluvia caída el día anterior, el calor habitual para la época aún no había regresado. Todos los objetos se destacaban, afilados como la hoja de un cuchillo, y la vista parecía infinita, la gruesa estela del sol de apariencia tan sólida como un camino de piedra descolorida a través de un bosque de cobalto.

—Allí —dijo Bravo, señalando hacia adelante—. ¡Ése es el lugar!

—Pero sólo hay agua en kilómetros y kilómetros a la redonda —repuso Jenny—. ¿Es posible que tu padre introdujera las coordenadas equivocadas?

Bravo negó con la cabeza.

—Él sabía muy bien lo que hacía.

—Entonces, ¿cómo explicas esto? —Sus brazos se abrieron para abarcar el infinito paisaje marino—. ¿Y qué me dices de los últimos cuatro números (uno, cinco, tres, cero), qué significan?

Bravo miró su reloj.

—No sé tú, pero yo estoy muerto de hambre. Vayamos a comer algo a ese pequeño y agradable café que hemos visto al venir hacia aquí.

Jenny lo miró con dureza.

—Tú sabes lo que significa esa última secuencia numérica, ¿verdad? —Se protegió los ojos del sol colocando la mano en la frente a modo de visera. El color había vuelto a sus mejillas y el rocío de pecas que cubría su nariz era nuevamente visible—. Dímelo.

—No quiero arruinarte la sorpresa —dijo él echándose a reír.

Se sentaron a una mesa en el pequeño patio de piedra, debajo de una sombrilla de alegres colores, a escasos metros del rompeolas. Podían aspirar el olor penetrante del agua salobre y el olor mineral de los antiguos bloques de piedra. Jenny comió con poco apetito, no bebió vino, pero, en cambio, repitió café helado.

Quería hablar de Camille Muhlmann, pero no dijo nada por temor a la reacción de Bravo. Un miedo de otra naturaleza, terriblemente familiar, se deslizaba como una serpiente por su vientre. El sublime momento de intimidad que habían compartido debería haberlo cambiado todo, pero esa mañana, cuando despertó, el muro construido por ella misma había vuelto a su lugar. Peor aún, Jenny no confiaba en sus propios sentimientos. Después de todo, se reprendió, había estado medio inconsciente… tal vez no había sido más que un sueño febril.

Al ver que temblaba, Bravo le preguntó:

—¿Te sientes bien?

—Sí, estoy bien. —El sol daba en su rostro haciendo que el color azul eléctrico de sus ojos fuese aún más intenso—. No tienes que seguir preguntando, de verdad.

—Pero parecías…

Su rostro enrojeció con un súbito acceso de ira y lo fulminó con la mirada.

—¡Por el amor de Dios, deja de controlarme! Paolo Zorzi me entrenó, y me entrenó muy bien, para esta clase de vida. ¿Está claro?

El resto de la comida transcurrió sin que ninguno de los dos volviese a abrir la boca. El feliz murmullo de voces, los súbitos estallidos de risas, el tintineo de vasos llenos de vino y las miradas amorosas entre las parejas de las mesas vecinas sólo hacían que deprimirla más y más, de tal modo que, antes del postre y de una nueva taza de café helado, Jenny se vio obligada a encerrarse en uno de los dos minúsculos retretes del café para poder llorar sin que nadie la viese. Dexter Shaw le había encargado que protegiera a su hijo. Ya era bastante malo que Bravo la hubiese visto en un estado de debilidad, y estaba segura de que perdería todo su respeto si supiera que se había hundido hasta ese extremo.

Después del almuerzo volvieron a subir al rompeolas y se instalaron exactamente en el mismo lugar donde habían estado antes. Bravo señaló de nuevo en la misma dirección y exclamó:

—¡Mira!

Mientras ambos miraban fijamente hacia el mar, una forma espectral surgió lentamente del agua.

Jenny echó un vistazo a su reloj.

—Uno, cinco, tres, cero —dijo—. Las 15.30… ¡es la hora militar! Las tres y media de la tarde.

Bravo asintió.

—Mi padre se estaba refiriendo a la tabla de las mareas. Mira allí, la marea menguante está trayendo su «piscina» hacia nosotros.

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