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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (44 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Sandra sonrió para sí misma. Tenía la confirmación de que la primera vez no la habían conducido allí por casualidad. No era una experta en balística, pero con la mente fría pudo reconstruir el tiroteo de la mañana anterior. El eco de los disparos se había perdido en la iglesia, impidiéndole adivinar dónde se encontraba el francotirador. Pero, después de lo que había ocurrido en la galería de debajo de la casa de Lara, alimentaba dudas sobre el hecho de que realmente alguien quisiera matarla. En el túnel hubiera sido la ocasión perfecta para un francotirador, pero no la había aprovechado. Algo en su interior le decía que no se trataba de dos personas distintas.

Quien la había atraído a la basílica quería comprobar lo que sabía. Porque David debía de haber descubierto algo de ese lugar. Una información que le faltaba a alguien y que, sin embargo, quería conocer a toda costa. Alguien que primero la había utilizado, aprovechando la falsa amenaza que se cernía sobre su vida y, al mismo tiempo, alardeando de su amistad con su marido. Después la traicionó con un objetivo: convertirla en un señuelo para capturar al penitenciario. Ése era el motivo por el cual había bajado a la galería con ella. Sandra se volvió y lo vio, rodeado de un grupo de fieles.

Shalber estaba mirándola mientras se mantenía a distancia. Ya no había motivo para seguir escondido.

Ella puso la mano en la funda oculta bajo la sudadera, para hacerle entender que no iba a tolerar ningún movimiento imprudente. Él extendió los brazos y se acercó lentamente, sin hostilidad.

—¿Qué quieres?

—Me imagino que, en estos momentos, ya lo sabes todo.

—¿Qué quieres? —insistió ella, con fuerza.

Shalber le indicó con la mirada al Cristo juez.

—Defenderme.

—Fuiste tú quien me disparó.

—Te pasé la estampa del santo por debajo de la puerta de la habitación del hotel y te atraje hasta aquí porque quería tener las fotos de David. Pero cuando hiciste sonar mi móvil comprendí que tenía que actuar o lo habría perdido todo. Improvisé.

—¿Qué descubrió mi marido en relación con este lugar?

—Nada.

—De modo que hiciste como si me hubieras salvado la vida, traicionaste mi confianza, mentiste sobre la relación entre tú y mi marido —«Me llevaste a la cama, me hiciste creer que tu afecto era sincero», le hubiera gustado añadir, pero no lo hizo—. Todo eso sólo para apoderarte de las imágenes del cura de la cicatriz en la sien.

—He interpretado un papel, sí, igual que tú. Me di cuenta de que estabas mintiéndome, de que no me habías enseñado todas las fotos. Soy bueno con los mentirosos, ¿recuerdas? Hay algún tipo de pacto entre tú y el sacerdote, ¿no es así? Esperas que te ayude a obtener la verdad respecto al asesino de David.

Sandra estaba furiosa.

—Por eso me has seguido: para ver si volvía a verlo.

—También te he seguido para protegerte.

—Ya basta —el tono de Sandra fue agrio, su rostro traslucía repugnancia además de resentimiento—. No quiero oír más mentiras.

—Pero tendrás que escuchar una cosa —Shalber fue igual de duro con ella—. Quien mató a tu marido fue un penitenciario.

Estaba turbada, pero no quería que él lo advirtiera.

—Y ahora me sales con esto. ¿Esperas que te crea?

—¿No te has preguntado por qué el Vaticano, en un momento dado, decidió abolir la orden de los penitenciarios? Algo muy grave debió de impulsar al papa a tomar una decisión como ésa, ¿no crees? Algo que nunca ha sido revelado. Una especie de… efecto colateral de sus actividades.

Sandra no dijo nada, pero esperaba que Shalber prosiguiera.

—El archivo de la
Paenitentiaria Apostólica
es un lugar donde desde siempre se estudia, disecciona y analiza el mal. Pero existe una regla por la cual cada penitenciario tiene acceso sólo a una parte de la documentación. Sirve para preservar su secreto, pero también para que nadie tenga conocimiento de demasiada maldad —consciente de tener toda la atención de Sandra, continuó—: Se engañaron al pensar que, recogiendo el mayor número de casos posible de todas las culpas, podrían comprender las manifestaciones del mal en la historia de la humanidad. Y por mucho que se esforzaban en clasificarlo, en contenerlo en categorías específicas, el mal conseguía encontrar la manera de romper todos los esquemas, cualquier posibilidad de preverlo. Siempre había anomalías: pequeñas imperfecciones que, sin embargo, podían corregirse. De este modo, los penitenciarios pasaron de ser simples estudiosos y archiveros a convertirse en investigadores, tomando parte directamente en el proceso de justicia. La lección más importante del archivo, que esos sacerdotes convirtieron en un tesoro, es que el mal generado genera otros males. A veces se comporta como un contagio imparable, que corrompe a los hombres sin hacer distinciones. Pero los penitenciarios no tuvieron en cuenta que, al tratarse de seres humanos, ese proceso también podía afectarles a ellos.

—¿Quieres decir que el mal, con el tiempo, los ha apartado del camino?

Shalber asintió.

—No se puede vivir en estrecho contacto con una fuerza tan oscura sin sufrir su influencia. Si a los penitenciarios se les impedía conocer demasiadas cosas del archivo, era por una razón que, sin embargo, se fue perdiendo con el paso de los siglos —Shalber pasó a un tono más amistoso—. Piénsalo, Sandra, tú eres policía. ¿Siempre consigues apartar de tu vida lo que ves en la escena del crimen que examinas con tu cámara fotográfica? ¿O algo de ese dolor, de ese sufrimiento, de esa maldad te sigue hasta tu casa?

Acudió a su mente la corbata verde rana de David. Se dio cuenta de que Shalber podía tener razón.

—¿A cuántos compañeros has visto abandonar por este motivo? ¿Cuántos han pasado al otro lado de la barricada? Agentes con una carrera impecable que de repente se dejan comprar por un traficante. Policías a los que confiarías tu vida y que, olvidando su función, pegan salvajemente a un sospechoso con la excusa de hacerlo hablar. Abusos de poder, corrupción: son hombres que se han rendido, que han entendido que no se podía hacer nada. Por mucho que intentaran remediar las culpas, el mal siempre ganaba.

—Se trata de excepciones.

—Lo sé, yo también soy policía. Pero eso no significa que no pueda ocurrir.

—¿Y les ha sucedido a los penitenciarios?

—El padre Devok no quería resignarse a esa idea. Siguió reclutando a los sacerdotes en secreto. Estaba convencido de poder controlar la situación, pero pagó con su vida tanta ingenuidad.

—Por tanto, no sabes con seguridad quién podría haber matado a David. También podría haber sido el cura de la cicatriz en la sien.

—Podría decirte que sí, pero la verdad es que no sé la respuesta.

Sandra lo escrutó, intentando adivinar si era sincero. Después sacudió la cabeza, divertida.

—Qué estúpida, estaba a punto de volver a caer.

—¿No me crees?

Lo miró con odio.

—Por lo que a mí respecta, podrías haber sido tú quien mató a mi marido.

Lo dijo subrayando las palabras «mi marido», como si quisiera remarcar la diferencia entre él y David, así como la poca importancia que para ella había tenido la noche que habían pasado juntos.

—¿Qué puedo hacer para convencerte de lo contrario? ¿Quieres que te ayude a encontrar al asesino?

—Ya no quiero hacer más tratos. Además, hay una manera más sencilla.

—Muy bien, dímela.

—Ven conmigo, hay un comisario en el que confío, se llama Camusso. Se lo explicaremos todo, dejaremos que nos eche una mano.

Shalber no manifestó ninguna reacción, pero se tomó una pausa para pensar.

—Claro, ¿por qué no? ¿Vamos ahora?

—¿Por qué perder tiempo? Pero camina delante de mí mientras salimos de aquí.

—Si te hace sentir más tranquila —y avanzó a través de la nave.

La basílica estaba a punto de cerrar y los fieles se apelotonaban en la salida central. Sandra seguía al funcionario de la Interpol manteniéndose a un par de metros de distancia. Él se volvía de vez en cuando para ver dónde estaba. Caminaba lentamente para permitirle ir detrás. En seguida quedó rodeado por la pequeña multitud que se había formado alrededor del portal. Con todo, Sandra seguía sin perderlo de vista. Shalber se volvió de nuevo hacia ella y le hizo un gesto dando a entender que no era cosa suya. Sandra también se introdujo en el flujo. Veía la cabeza de Shalber emerger entre las otras. Entonces alguien se cayó al suelo delante de ella. Se alzaron voces de protesta hacia quien había dado el empujón. Sandra comprendió lo que había sucedido y se abrió paso con esfuerzo. Ya no podía distinguir la nuca del funcionario. A codazos, con insistencia, consiguió pasar. Cuando llegó a la salida miró a su alrededor.

Shalber se había evaporado.

20.34 h

Fue suficiente con una llamada para motivar a Camilla Rocca. Sin ninguna prueba, sin ninguna evidencia.

Por fin tenía un nombre, Astor Goyash, y eso le bastaba.

El hotel Exedra se encontraba en la que una vez fue la piazza dell'Esedra —por haber surgido manteniendo la forma del hemiciclo de las vastas Termas de Diocleciano, cuyas ruinas todavía podían admirarse a poca distancia— y que, desde los años cincuenta, había cambiado su nombre por el de piazza della Repubblica. Pero los romanos nunca se acostumbraron al cambio y, a pesar del tiempo transcurrido, seguían usando su anterior denominación.

El hotel de lujo estaba situado delante de la gran Fontana delle Naiadi, al lado izquierdo de la plaza. Desde la autopista, Marcus empleó media hora en llegar a su destino, con la esperanza de interceptar a Camilla antes de que hiciera algo irremediable.

Todavía no sabía lo que le aguardaba. No había podido descubrir la razón de la muerte del pequeño Filippo. En esta ocasión, la verdad sugerida por el otro penitenciario no era tan clara. «Tú eres tan bueno como él. Tú eres como él», le había dicho Clemente. Pero no era cierto. Nunca se había planteado la cuestión de averiguar dónde se escondía en esos momentos su predecesor. Pero estaba seguro de que estaba observándolo, juzgando todos sus movimientos a distancia. «Aparecerá», se dijo. Estaba convencido de que, al final, iban a encontrarse. Y se lo explicaría todo.

Entró en el hotel pasando por delante de un portero con sombrero de copa y librea. La luz de las lámparas de cristal se reflejaba en los ricos mármoles, la decoración era suntuosa. Se detuvo en el vestíbulo como un cliente cualquiera, preguntándose cómo conseguiría dar con Camilla.

Desde donde se encontraba, vio llegar a muchos jóvenes vestidos de etiqueta. Marcus se escurrió entre ellos. En ese instante, un mozo que llevaba un gran paquete con un lazo rojo se acercó a recepción.

—Es para Astor Goyash.

El conserje le indicó el fondo de la sala.

—La fiesta de cumpleaños es en la terraza.

Marcus finalmente entendió el sentido del regalo que había visto en casa de Camilla Rocca, así como que se hubiera comprado un vestido nuevo: eran subterfugios para introducirse en el Exedra sin llamar la atención.

Vio que el mozo se ponía en la cola junto a los otros invitados delante del ascensor que llevaba directamente al ático. Controlando quién subía estaban los dos gorilas que lo habían perseguido después de su visita a la consulta del cirujano Canestrari y posteriormente en la clínica.

Astor Goyash iba a estar allí esa noche. Sin embargo, con aquellas medidas de seguridad, sería imposible acercarse a él. Pero el misterioso penitenciario le había ofrecido a Camilla una opción.

Marcus debía llegar a la habitación 303 antes de que lo hiciera la mujer.

Las puertas del hotel se abrieron y un nutrido grupo de guardaespaldas hizo su entrada: rodeaban a un hombre no demasiado alto, de unos setenta años, con el pelo rizado, el rostro bronceado y esculpido de arrugas, y los ojos de hielo.

Astor Goyash.

Marcus miró a su alrededor, temiendo ver aparecer a Camilla de un momento a otro. Pero no sucedió. Escoltaron a Goyash hasta otro ascensor. Cuando las puertas se cerraron, Marcus vio que tenía que actuar de prisa. En poco tiempo, su presencia sería advertida por las cámaras de vigilancia, y el personal de seguridad del hotel se acercaría discretamente para averiguar los motivos por los cuales se encontraba allí. Se dirigió al conserje para pedir la llave de la habitación que había reservado un rato antes utilizando el móvil de Bruno Martini. Le pidió un documento de identidad, y Marcus le mostró el falso pasaporte diplomático con el escudo del Vaticano que Clemente le proporcionó al principio de su instrucción.

—¿Ya ha llegado la señora Camilla Rocca?

El conserje lo miró, dudando si darle esa información. Marcus sostuvo su mirada y, al final, el hombre se limitó a admitir que la señora había ocupado su habitación una hora antes. Para Marcus era suficiente. Le dio las gracias y le entregaron una llave electrónica: su habitación estaba en la segunda planta. Se dirigió a otra fila de ascensores, no vigilados por los hombres de Goyash. Una vez en la cabina, apretó el tercer pulsador.

Las puertas se abrieron en un largo pasillo. Miró a los lados, no había guardaespaldas a la vista. Al momento le pareció extraño. Leyendo los números de las habitaciones, se dirigió a la 303. Torció la esquina y recorrió unos diez metros hasta que se la encontró de frente. No había nadie de guardia, y eso también le pareció anómalo. Tal vez estaba dentro con Goyash. En la cerradura electrónica estaba encendido el indicador de «no molestar». Marcus, indeciso sobre lo que tenía que hacer, llamó. Esperó unos veinte segundos antes de que una voz de mujer le preguntara quién era.

—Servicio de seguridad del hotel. Lamento molestarla, pero el detector de humos de su habitación ha hecho saltar una alarma.

La cerradura giró y se abrió la puerta. Con gran sorpresa, se encontró delante a una chica rubia que apenas contaba catorce años. Estaba semidesnuda, envuelta en una sábana, con la mirada empañada de quien ha consumido drogas.

—He encendido un cigarrillo, no creía que estuviera haciendo nada grave —se justificó.

—Esté tranquila, pero tengo que comprobarlo.

Sin esperar una invitación, la apartó y entró.

Era una suite. La primera habitación era una sala con el suelo de parquet oscuro. Había un pequeño salón delante de un gigantesco televisor de plasma y un mueble bar. En una esquina había paquetes de regalo apilados. Marcus echó un vistazo por la habitación: aparte de la chica, no parecía que hubiera nadie.

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